Al
tercer día una «barcaza» solitaria llegó al Gran Puerto y fue conducida
hábilmente hasta el Puerto
Real, una reducida ensenada cerrada que lindaba con el cabo Loquias. Rufrio
había anunciado previamente su visita, así que César fue a situarse en un punto elevado desde
el que podía
ver perfectamente el desembarco; sin embargo no estaba lo bastante cerca para
llamar la atención.
La
barcaza era un palacio flotante de enormes dimensiones, todo dorado y púrpura;
al pie del mástil había
un gran camarote semejante a un templo, con pórtico y pilares incluidos.
Una
serie de literas bajó hasta el muelle; cada una iba transportada por seis
hombres de estatura y aspecto comparables; la litera del rey era dorada, tenía
incrustaciones de piedras preciosas, llevaba unas
cortinas de color púrpura tirio e iba engalanada con un penacho de esponjosas
plumas púrpura en
cada ángulo del tejadillo revestido de azulejos. Su majestad fue acarreado sobre
los brazos entrelazados
de sus sirvientes desde el camarote-templo hasta la litera e introducido en
ella con exquisito
cuidado; un muchacho hermoso, blanco y de expresión malhumorada en plena
pubertad. Después
del rey, apareció un individuo alto con rizos castaños y un rostro atractivo y
delicado; Poteino,
el chambelán mayor, decidió César, ya que vestía de tono púrpura, un agradable
matiz entre
el tirio y el chillón magenta de la guardia real y llevaba un collar de oro
macizo de peculiar diseño.
Les siguió un anciano menudo y afeminado con un ropaje púrpura ligeramente
inferior al de Poteino;
el carmín de sus labios y el colorete de sus mejillas resaltaban de manera
estridente en su cara
irascible: Teodoto el tutor. Nunca estaba de más ver a la oposición antes de
que ellos lo vieran a
uno.
César
volvió apresuradamente a su miserable alojamiento y aguardó la llamada real.
Llegó,
pero tardó un rato. Cuando César regresó a la sala de audiencias tras sus
lictores, encontró al rey
sentado no en el trono superior sino en el inferior. Interesante. Su hermana
mayor estaba ausente
y sin embargo él no se sentía autorizado a ocupar su silla. Vestía la
indumentaria de los reyes
macedonios: túnica de púrpura tirio, clámide, y un sombrero púrpura de ala
ancha con la cinta blanca
de la diadema atada alrededor de la alta copa como una banda.
La
audiencia fue en extremo formal y muy breve. El rey habló como si recitara de
memoria con la mirada
fija de Teodoto, tras lo cual despidió a César sin darle oportunidad de
plantear su asunto.
Poteino
lo siguió al salir.
-¿Una
palabra en privado, gran César?
-Con
«César» me basta. ¿En mis aposentos o en los tuyos?
-En
los míos, creo. Debo disculparme -prosiguió Poteino con voz untuosa mientras
caminaba junto
a César y tras los lictores- por el nivel de tu alojamiento. Un estúpido
insulto. Ese idiota de Ganímedes
debería haberte acomodado en el palacio de los invitados.
-¿Ganímedes,
un idiota? -repitió César-. No me lo ha parecido.
-Pretende
estar por encima de su posición.
-Ah.
Tiene
su propio palacio en medio de aquella abundancia de edificios, situado sobre el
propio cabo Loquias,
con una excelente vista no del Gran Puerto sino del mar. Si el chambelán mayor
lo hubiera deseado
podría haber salido por la puerta trasera y descendido hasta una pequeña cala
para chapotear
en el agua con sus mimados pies.
-Muy
bonito -dijo César, sentándose en una silla sin respaldo.
-¿Puedo
ofrecerte vino de Samos o Kios?
-Ninguno
de los dos, gracias.
-¿Agua
mineral, pues? ¿Una infusión?
-No.
Poteino
se instaló enfrente, sin apartar de César sus inescrutables ojos grises. Puede
que no sea rey, pensó
César, pero actúa como si lo fuera. Tiene el rostro curtido por la intemperie
pero aún atractivo,
y su mirada es inquietante. Una mirada sobrecogedoramente inteligente, y más
fría incluso
que la mía. Controla sus sentimientos de manera absoluta, y es un político. Si
es necesario, permanecerá
ahí todo el día esperando a que yo dé el primer paso. Lo cual me viene bien. No
me importa
dar el primer paso, es mi ventaja.
-¿Qué
te trae a Alejandría, César?
-Cneo
Pompeyo Magno. Estoy buscándolo.
Poteino
parpadeó, sinceramente sorprendido.
-¿Buscando
en persona a un enemigo derrotado? Sin duda tus legados podrían ocuparse de
eso.
-Sin
duda podrían, pero me gusta tratar con honor a mis adversarios, y no hay honor
en un legado, Poteino.
Pompeyo Magno y yo hemos sido amigos y colegas durante los últimos treinta y
tres años, y durante una época fue mi yerno. El hecho de que hayamos elegido
bandos opuestos en una guerra civil
no puede cambiar lo que somos el uno para el otro.
El
rostro de Poteino iba empalideciendo; se llevó la valiosa copa a los labios y
bebió como si se le hubiera
secado la boca.
-Por
más que fuerais amigos, ahora Pompeyo Magno es tu enemigo.
-Los
enemigos vienen de culturas ajenas, chambelán mayor, no de entre nuestro propio pueblo. «Adversario»
es una palabra mejor, una palabra que admite todo lo que hay en común entre dos personas.
No, no persigo a Pompeyo Magno como vengador -dijo César sin moverse, aunque en
su interior
estaba formándose algo así como un nudo frío. Ecuánimemente prosiguió-: Mi
política ha sido
la clemencia, y mi política continuará siendo la clemencia. He venido en busca
de Pompeyo Magno
yo mismo para tenderle la mano en un gesto de sincera amistad. Sería mal asunto
entrar en un
Senado donde no hubiera más que sicofantes..
-No
te comprendo -dijo Poteino, totalmente pálido mientras pensaba: no, no, no
puedo contarle a este
hombre lo que hicimos en Pelusium. Nos equivocamos, hicimos lo imperdonable. El
destino de Pompeyo
Magno tendrá que ser nuestro secreto. ¡Teodoto! Debo encontrar una excusa para marcharme
de aquí e interceptarlo.
Pero
no tuvo ocasión. Teodoto irrumpió agitadamente como un ama de casa seguido de
cerca por dos
esclavos con falda que sostenían entre ambos un gran jarrón. Lo depositaron en
el suelo y permanecieron
rígidamente a los lados.
Teodoto
centró su atención en César, a quien contempló con una mirada de evidente
evaluación.
-¡El
gran Cayo Julio César! -exclamó con voz aflautada-. ¡Qué honor! Soy Teodoto,
tutor de su majestad
real, y te traigo un regalo, gran César. -Dejó escapar una risita-. De hecho,
te traigo dos regalos.
No
hubo respuesta por parte de César, que permaneció sentado muy erguido,
empuñando con la mano
derecha la vara de marfil de su cargo, y con la izquierda sujetando por encima
del hombro los pliegues
de la toga. Su boca, de labios generosos y sensuales, ligeramente arqueados en
una sonrisa, se
habían convertido en una línea, y los ojos eran dos bolas de hielo orladas de
negro.
Alegremente
ajeno a ello, Teodoto avanzó y extendió la mano; César dejó la vara en su
regazo y alargó
la suya para coger el anillo. En el sello se veía una cabeza de león y en torno
a la melena las letras
CN POM MAG. No lo miró; se limitó a envolverlo con los dedos y apretar hasta
que los nudillos
perdieron el color.
Uno
de los sirvientes levantó la tapa del jarrón mientras el otro introducía en él
la mano, revolvía dentro
un momento y luego alzaba la cabeza de Pompeyo por la mata de cabello plateado, deslavazado
a causa del natrón, que goteaba en el jarrón.
El
rostro tenía un aspecto muy apacible, los párpados cubrían aquellos ojos de un
azul muy vivo que
miraban a su alrededor en el Senado con expresión de inocencia, los ojos del
niño malcriado que
era. La nariz abultada, la boca pequeña y fina, el mentón hendido, la redonda
cara gálica. Todo estaba
ahí, todo perfectamente conservado, si bien la piel un poco pecosa tenía ahora
un color gris y una
textura correosa.
-¿Quién
ha hecho esto? -preguntó César a Poteino.
-¡Nosotros,
claro! -exclamó Teodoto, con expresión traviesa, satisfecho de sí mismo-. Como
le dije a
Poteino, los muertos no muerden. Hemos eliminado a tu enemigo, gran César. De
hecho, hemos eliminado
a dos de tus enemigos. Un día después de venir éste, llegó el gran Lentulo
Crus, y lo matamos
también. Pero pensamos que no te interesaría ver su cabeza.
César
se puso en pie sin pronunciar palabra y se dirigió hacia la puerta. La abrió y
gritó:
-¡Fabio!
¡Cornelio!
Los
dos lictores entraron de inmediato; sólo el riguroso adiestramiento de años les
permitió moderar
su reacción cuando contemplaron el rostro de Pompeyo Magno, chorreando natrón.
-¡Una toalla! -pidió César a Teodoto, y tomó la cabeza de
manos del criado que la sostenía-. ¡Traedme
una toalla! ¡Una de color púrpura!
Pero
fue Poteino quien se movió y chasqueó los dedos a un desconcertado esclavo.
-Ya
lo has oído. Una toalla púrpura. Enseguida.
Advirtiendo
por fin que el gran César no estaba complacido, Teodoto lo miró con la boca
abierta de asombro.
-Pero,
César, hemos eliminado a tu enemigo -exclamó-. Los muertos no muerden.
César
habló con voz baja.
-Mantén
la lengua quieta, afeminado. ¿Qué sabes de Roma o los romanos? ¿Qué clase de
hombres sois
para hacer una cosa así? -Miró la cabeza goteante sin que en sus ojos
apareciera una lágrima-. ¡Oh,
Magno, ojalá nuestros destinos se invirtieran! -Se volvió hacia Poteino-.
¿Dónde está su cuerpo?
El
mal ya estaba hecho; Poteino decidió defenderse con descaro.
-No
tengo la menor idea. Se quedó en la playa de Pelusium.
-Encuéntralo,
pues, monstruo castrado, o arrasaré toda Alejandría alrededor de tu escroto
vacío. No es
extraño que este lugar se pudra con seres como tú al mando. No mereces vivir,
ni tú ni ese rey títere.
Andaos con cuidado o tenéis los días contados.
-Me
permito recordarte, César, que eres nuestro invitado... y que no te acompañan
tropas suficientes
para atacarnos.
-No
soy vuestro invitado -replicó César-; soy vuestro soberano. Las Vírgenes
Vestales de Roma guardan
aún el testamento del último rey legítimo de Egipto, Tolomeo XI, y yo tengo el
testamento del
difunto rey Tolomeo XII. Por tanto, tomaré las riendas del gobierno hasta que
me haya pronunciado
respecto a la actual situación, y sea cual sea mi decisión, deberá respetarse.
Traslada mis
pertenencias al palacio de los invitados y trae mi infantería a tierra hoy
mismo. Los quiero en un
buen campamento dentro de las murallas de la ciudad. ¿Crees que no puedo asolar
Alejandría con
los hombres que tengo? Piénsalo mejor.
Llegó
la toalla, de color púrpura tirio. Fabio la cogió y la extendió. César besó la
frente de Pompeyo,
depositó la cabeza en la toalla y la envolvió con actitud reverente. Cuando
Fabio se disponía
a llevársela, César le entregó la vara de marfil de su cargo y dijo:
-No,
la llevaré yo. -En la puerta se dio media vuelta-. Quiero que se construya una
pequeña pira en los
jardines frente al palacio de los invitados. Quiero incienso y mirra para
encenderla. ¡Y buscad el cuerpo!
Lloró
durante horas, abrazado al bulto de color púrpura tirio, y nadie osó
importunarlo. Finalmente Rufrio
se acercó con un candil -estaba muy oscuro-para avisarle de que todo había sido
traslada do al
palacio de invitados y pedirle que lo acompañara hasta allí. Tuvo que ayudar a
César a levantarse como
si fuera un anciano y guiar sus pasos por los jardines, iluminados por lámparas
de aceite cubiertas
con globos de cristal alejandrino.
-¡Oh,
Rufrio! ¡Que haya tenido que acabar así!
-Lo
sé, César. Pero hay una buena noticia. Ha llegado un hombre de Pelusium,
Filipo, liberto de Pompeyo
Magno. Trae las cenizas del cuerpo, que él mismo quemó en la playa cuando los
asesinos se
fueron. Como llevaba la bolsa de Pompeyo Magno, ha podido atravesar el Delta en
poco tiempo. De
labios de Filipo, pues, conoció César la historia completa de lo que había
sucedido en Pelusium, y la
huida de Cornelia Metela y Sexto, la esposa y el hijo menor de Pompeyo.
Por
la mañana, oficiando César, incineraron la cabeza de Pompeyo Magno y añadieron
las cenizas al
resto, las guardaron en una urna de oro macizo con granates y perlas marinas
incrustados. A continuación
César embarcó a Filipo y su pobre esclavo a bordo de un mercante con rumbo al oeste,
para que llevara las cenizas de Pompeyo Magno a la viuda. El anillo, confiado
también a Filipo, debía llegar a manos del primogénito, Cneo Pompeyo,
dondequiera que estuviese.
( Relato de Colleen McCullough, en su libro "El caballo de César")
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