Sin
embargo, era la religión el asunto que más ocupaba la mente de Sila. Como la
mayoría de los romanos, no pensaba en un dios, cerraba los ojos e
inmediatamente visualizaba una figura humana; eso era propio de los griegos. En
los tiempos que corrían era signo de cultura y refinamiento representar a Bellona
con la imagen de una diosa armada, a Ceres como una hermosa matrona con una
gavilla de trigo, o a Mercurio con sombrero alado y sandalias también aladas,
porque la sociedad helenística era superior, era una sociedad que mostraba desdén
por las deidades numénicas, considerándolas primitivas e irracionales,
incapaces de un comportamiento complejo como el humano. Para los griegos, los
dioses eran fundamentalmente seres humanos con poderes sobrenaturales, y les
resultaban inconcebibles seres más complejos que los humanos; por ello, Zeus,
el primer dios de su panteón, actuaba como un censor romano, poderoso
pero no omnipotente, y encomendaba tareas a otros dioses, que se complacían en
engañarle, chantajearle y hasta incluso comportarse casi como tribunos de la
plebe.
Pero
Sila, que era romano, sabía que los dioses distaban mucho de ser tan tangibles como
pretendían los griegos; no eran humanoides y no tenían ojos en la cara ni sostenían
conversaciones; ni poseían poderes sobrenaturales, ni disponían de procesos de
pensamiento y discernimiento como los humanos. El romano Sila sabía que los
dioses eran fuerzas específicas que desencadenaban acontecimientos concretos y
dominaban a otras fuerzas inferiores. Se nutrían de fuerzas vitales, y por eso les
placía que les ofreciesen sacrificios; necesitaban orden y método en el mundo
vivo igual que el suyo, porque el orden y el método en el mundo de los humanos
contribuían a mantener el orden y el concierto en el mundo de las fuerzas
invisibles.
Había
fuerzas que impregnaban las despensas, los graneros, los silos y las bodegas, y
se complacían en verlos llenos: se las llamaba penates. Había fuerzas que
fomentaban la navegación y protegían las encrucijadas, y existía un propósito
en los objetos inanimados, y se llamaban Lares. Había fuerzas que hacían que
los árboles crecieran debidamente, echando ramas y hojas hacia arriba y raíces hacia
abajo. Había fuerzas que mantenían el agua dulce y el discurrir de los ríos
desde las cumbres hasta el mar. Había una fuerza que concedía a unos pocos
suerte y riqueza, a la mayoría menos, y nada a unos pocos; ésta se llamaba
Fortuna. Y la fuerza llamada Júpiter Optimus Maximus era el compendio de todas ellas,
el tejido que las unía de un modo lógico inherente a ellas y desconocido para
el hombre.
Estaba
claro para Sila que Roma perdía contacto con sus dioses, sus fuerzas. ¿Por qué,
si no, había ardido el gran templo? ¿Por qué se habían convertido en humo los
preciosos registros y los libros proféticos? Los hombres olvidaban los
secretos, las fórmulas y pautas estrictas que encauzaban las fuerzas divinas.
Elegir los sacerdotes y los augures trastornaba el equilibrio de los colegios
sacerdotales, impidiendo los delicados ajustes, sólo posibles mientras que unas
mismas familias habían tenido acceso a los mismos cargos religiosos desde
tiempos inmemoriales.
Por
ello, antes de dedicar esfuerzos a rectificar las tambaleantes instituciones y
leyes de Roma, había que purificar el aether de Roma, estabilizar sus fuerzas
divinas y posibilitar su libre flujo. ¿Cómo podía Roma esperar buena fortuna si
había alguien tan atolondrado que era capaz de subir a la tribuna y gritar a
los cuatro vientos su nombre críptico? ¿Cómo iba Roma a esperar prosperidad si
se saqueaban los templos y se asesinaba a los sacerdotes?
Por
supuesto que olvidaba que él mismo en una ocasión había querido saquearlos;
sólo recordaba que no lo había hecho. Tampoco recordaba lo que pensaba de los
dioses en la época en que la enfermedad y el vino aún no habían destrozado su
vida.
( C. McC. )
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