La
estancia del rey en el palacio azul de Eusebia Mazaca fue breve; al día
siguiente de su llegada se puso en marcha con su ejército camino de la zona en
que se hallaba Sila. ¡Por aquel terreno no había que preocuparse de carreteras!
Aunque había algunas colinas que salvar y habría que efectuar algún rodeo por
aquellos extraños barrancos, era un camino fácil para la marcha. Mitrídates
estaba satisfecho del avance: ciento sesenta estadios por día. Y si no lo
hubiera visto con sus propios ojos, nunca habría creído que un ejército romano
marchando por igual terreno sin carretera pudiera cubrir el doble de la
distancia.
Pero
Sila no se movió. Su campamento estaba en el centro de una llanura y se dedicó
a fortificarlo al máximo, pese a que por la ausencia de bosques en Capadocia
tuvo que surtirse de madera en las Puertas Cilicias. Así, cuando Mitrídates
apareció por el horizonte vio una estructura totalmente cuadrangular, perímetro
de un espacio con un área de unos treinta y dos estadios cuadrados, con fuertes
parapetos y una empalizada erizada de puntas de diez pies de alto, además de
los tres fosos exteriores, el primero de veinte pies de ancho lleno de agua, el
central de quince pies con estacas puntiagudas y el último al pie de la
empalizada de veinte pies y lleno también de agua. Sus vigías le comunicaron
que había cuatro pasos sobre los fosos, correspondientes a las cuatro puertas
situadas en el centro de cada uno de los lados del cuadrilátero.
Era
la primera vez en su vida que Mitrídates veía un campamento romano, y contuvo
un gesto de asombro porque se sabía observado por muchos ojos. Hizo detenerse
al ejército y él se fue a ver más de cerca la fortaleza de Sila.
-Mi
señor rey, ha llegado un heraldo de los romanos -dijo uno de sus oficiales que
le salió al paso mientras cabalgaba despacio a lo largo de un lado del
formidable reducto de Sila.
-¿Qué
es lo que quieren? -inquirió Mitrídates, frunciendo el entrecejo al ver la
valla y las empalizadas, con aquellas torres que sobresalían a intervalos.
-El
procónsul Lucio Cornelio Sila solicita parlamentar.
-Me
parece bien. ¿Dónde y cuándo?
-En
el camino que conduce a la puerta principal del campamento romano, ese que
tenéis a la derecha, gran rey. El heraldo dice que vos y él solos.
-¿Cuándo?
-Ahora, gran rey.
Mitrídates
espoleó el caballo hacia la derecha, ansiando ver a aquel Lucio Cornelio Sila y
sin temor alguno; no le constaba que los romanos recurriesen a la celada de atravesarle
con una lanza durante una tregua al acudir a parlamentar. Por eso al llegar al
camino descabalgó sin pensárselo dos veces, pero se detuvo, molesto por su poca
perspicacia. No debía consentir de nuevo que un romano le hiciera lo que Cayo
Mario y le mirase desde arriba. Y volvió a montar. Pero el caballo, poniendo
los ojos en blanco, asustado por los fosos de ambos lados, se negaba a avanzar.
El rey quiso forzar al animal un instante, pero pensó que aquello
desprestigiaría aún más su imagen; retrocedió, volvió a bajarse del caballo y
fue a pie hacia el centro, en un tramo en que el foso semejaba unas fauces
erizadas de estacas.
MITRIDATES DEL PONTO |
Se
abrió la puerta, dando paso a un hombre que se dirigió hacia él. Era pequeño comparado
con su gran estatura, se dijo Mitrídates satisfecho, pero estaba bien formado.
El romano llevaba una sencilla armadura de hierro amoldada al torso, la doble
faldilla de tiras de cuero que llamaban pteryges, túnica escarlata y una
ondeante capa también escarlata. No se cubría la cabeza y su pelo rojo dorado
relucía al sol, mecido por la leve brisa. El rey Mitrídates no podía apartar
los ojos de él, pues en su vida había visto unos cabellos de aquel color, ni
siquiera entre los celtas gálatas; ni una piel tan blanca como aquella que
aparecía por debajo del dobladillo próximo a las rodillas y las botas que le cubrían
hasta la mitad de las pantorrillas, notablemente musculosas, y en brazos,
cuello y rostro. ¡Blanca como la nieve! ¡Sin color alguno!
Y
cuando lo tuvo más cerca, el rey vio la cara de Lucio Cornelio Sila y aquellos
ojos que le hicieron estremecerse. ¡Apolo! ¡Apolo encarnado en romano! El
rostro era tan fuerte, tan divino, de tan profunda majestad, no un rostro liso
copia de una estatua, sino realmente divino como debían tenerlo los dioses. ¡Un
hombre-dios en plena forma y poderío. Un romano. ¡Un romano!
Sila
había salido a su encuentro totalmente seguro de si mismo, pues Cayo Mario le había
explicado su encuentro con el rey del Ponto para darle la medida del oriental.
Pero no se le había ocurrido que su aspecto físico pudiera impresionar al rey,
ni, al notar que tal sucedía, entendía por qué. Bien, no importaba el porqué,
pero aprovecharía aquella inesperada ventaja.
-¿Que
hacéis en Capadocia, rey Mitrídates? -inquirió.
-Capadocia
es mía -respondió el rey, aunque no con la voz tonante con que había previsto dirigirse
al Apolo romano antes de verle; no, le salió una voz más bien huera y débil; él
mismo lo notó, para mayor irritación.
-Capadocia
es de los capadocios.
-Los
capadocios son el mismo pueblo que los pontinos.
-¿Cómo
es posible si tienen su propio linaje real con tantos cientos de años como el
del
Ponto?
-Sus
reyes han sido extranjeros, no capadocios.
-¿En
qué sentido?
-Son
seléucidas de Siria.
-Es
curioso, pues -replicó Sila, encogiéndose de hombros-, rey Mitrídates, que el
rey capadocio que tengo en mi campamento no se parezca en nada a un seléucida
sirio. ¡Ni a vos! Y su linaje no es sirio, seléucida ni de otro origen. El rey
Ariobarzanes es capadocio y lo ha elegido su pueblo en lugar de vuestro
Ariarates Eusebio.
Mitrídates
se sobresaltó. Gordio no le había dicho que Mario había averiguado quién era el
rey Ariarates Eusebio, y la afirmación de Sila le parecía presciente y
sobrenatural. Otra prueba más de la naturaleza de aquel Apolo romano.
-El
rey Ariarates Eusebio ha muerto; murió durante la invasión armenia -dijo
Mitrídates con la misma voz débil-. Ahora los capadocios tienen un rey
capadocio. Se llama Gordio y yo estoy aquí para garantizar su trono.
-Gordio
es un títere vuestro, rey Mitrídates, cosa lógica en un suegro cuya hija es
reina del Ponto -replicó Sila sin alterarse-. Gordio no es el rey que han
elegido los capadocios, sino el que vos impusisteis valiéndoos de vuestro yerno
Tigranes. El verdadero rey es Ariobarzanes.
Otra
presciencia. ¿Quién era aquel Lucio Cornelio Sila, sino el propio Apolo?
-¡Ariobarzanes
es un pretendiente!
-No,
según el Senado del Pueblo de Roma -contestó Sila, aprovechando la ventaja-. Me
ha encargado el Senado del Pueblo de Roma la reinstauración en el trono del rey
Ariobarzanes y que me asegure de que el Ponto y Armenia abandonan las tierras
de Capadocia.
-¡No
es asunto de Roma! -exclamó el rey, haciendo acopio de coraje al ver que perdía
-Todo
lo que sucede en el mundo es asunto de Roma -contestó Sila, haciendo una pausa
para
mayor énfasis de lo que iba a decir-. Marchaos de aquí, rey Mitrídates.
-¡Capadocia
es mi patria tanto como el Ponto!
-No,
no lo es. Regresad al Ponto.
-¿Pensáis
obligarme a ello con vuestro ridículo ejército? -inquirió con sorna Mitrídates,
ya enojado-. ¡Mirad esos cien mil hombres, Lucio Cornelio Sila!
-Cien
mil bárbaros -replicó Sila con desdén-. Me los comeré.
-¡Lucharé!
¡Os advierto que lucharé!
Sila
le volvió la espalda dispuesto a irse y le dijo por encima del hombro, antes de
echar a andar:
-¡Dejaos
de amenazas y largaos!
Al
llegar a la puerta se dio la vuelta y dijo con voz más fuerte:
-Volved
a vuestro país, rey Mitrídates. Dentro de ocho días me pondré en marcha hacia Eusebia
Mazaca para reponer al rey Ariobarzanes en el trono. Si os oponéis, aniquilaré
vuestro ejército y os mataré. Ni el doble de hombres de los que ven mis ojos
podrían impedírmelo.
-¡Si
ni siquiera tenéis soldados romanos! -gritó Mitrídates.
-Son
lo bastante romanos -replicó Sila con su temible sonrisa-. Los ha equipado y preparado
un romano, y lucharán como romanos, os lo aseguro. ¡Marchaos!
El
rey volvió como una exhalación a su tienda imperial, y tan furioso que nadie
osó hablarle, ni el mismo Neoptolemo. Una vez dentro de ella, se dirigió sin
detenerse a su estancia privada en la parte posterior y allí se sentó en el
sillón real, cubriéndose la cabeza con la capa púrpura. ¡No, Sila no era Apolo,
sino un simple romano! Pero ¿qué clase de hombres eran los romanos que tenían
aspecto de Apolo? O, como Cayo Mario, ¿tan grandotes y regios que jamás dudaban
de su poder y autoridad? Los romanos que él había visto en la provincia de
Asia, aun a distancia, como en el caso del gobernador, le habían parecido
hombres corrientes, pese a su arrogancia. Sólo había conocido a dos romanos,
Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila. ¿Cuál era el auténtico romano? Su sentido
común le decía que los que había visto en la provincia de Asia, mientras que
algo en su interior afirmaba que eran Mario y Sila. Al fin y al cabo, él era un
gran rey, descendiente de Heracles y del persa Darío, y los que le hacían
frente tenían que ser grandes.
¿Por
qué no podía él mandar personalmente un ejército? ¿Por qué no entendía ese
arte? ¿Por qué tenía que dejarlo en manos de hombres como sus primos Arquelao y
Neoptolemo. Eran hijos prometedores, pero las madres eran ambiciosas. ¿A quién
podría dirigirse con plena confianza? ¿Cómo podía enfrentarse a los romanos
grandes, los que derrotaban a miles de soldados?
La
rabia dio paso a las lágrimas, y el rey lloró en vano hasta que su
desesperación se hizo resignación, un sentimiento ajeno a su naturaleza. Tenía
que aceptar que no se podía vencer a los romanos, y en consecuencia no podían
realizarse sus ambiciones, a menos que los dioses sonriesen al Ponto y dieran a
los romanos algo que hacer en algún lugar más cercano a Roma que Capadocia. Si
llegara el día en que los únicos romanos que enviasen contra el Ponto fuesen hombres
corrientes, Mitrídates actuaría. Hasta entonces, Capadocia, Bitinia y Macedonia
tendrían que esperar. Tiró la capa al suelo y se puso en pie.
Gordio
y Neoptolemo aguardaban en el otro cuarto de la tienda, y cuando el rey apareció
en el umbral de la divisoria los dos se pusieron en pie de un salto.
-Poned
en marcha el ejército -dijo tajante-. Volvemos al Ponto. ¡Que el romano reponga
a Ariobarzanes en el trono de Capadocia! Soy joven y tengo tiempo. Esperaré a
que Roma esté ocupada en otro lugar y entonces avanzaré hacia el Oeste.
-¿Y
yo? -inquirió Gordio.
El
rey se mordió el dedo índice, mirándole fijamente.
-Creo
que ha llegado el momento de deshacerme de ti, suegro -dijo, alzando la
barbilla-. ¡Guardias, entrad!
Lo
hicieron rápidamente.
-Lleváoslo
y matadle -ordenó Mitrídates, señalando al medroso Gordio-. ¿Tú que esperas? -añadió,
volviéndose hacia el demudado y tembloroso Neoptolemo-. ¡Pon en marcha el
ejército ahora mismo!
( C.
McC. )
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