martes, 30 de diciembre de 2014

EL DICTADOR LUCIO CORNELIO SILA OBLIGA A CAYO JULIO CÉSAR A DIVORCIARSE DE LA HIJA DEL CONSULAR CINNA


Aunque estaba preparado para el momento de ver a Sila el dictador, César no pudo por menos de sorprenderse. ¡No era de extrañar que no hubiese ido a ver a mater! Yo, en su caso, tampoco lo hubiera hecho, pensó, avanzando tan despacio como se lo permitían sus zuecos.

Lo primero que pensó de él Sila al verle fue que se trataba de alguien totalmente desconocido; pero ello era debido a la fea capa rojo y púrpura, y a aquel extraño casco de marfil, semejante a un cráneo desnudo.


-¡Quítate todo eso! -dijo Sila, volviendo a bajar la vista al montón de papeles del escritorio.

Cuando volvió a alzar los ojos, no quedaba resto alguno de sacerdote. Aquel muchacho era su propio hijo. Y a Sila se le erizó el vello de los brazos y de la nuca, al tiempo que lanzaba una especie de gemido y se ponía en pie. Aquel pelo dorado, los ojos azules, el rostro alargado de los Césares, aquella estatura... Y, de pronto, la vista obnubilada de Sila acusó las diferencias: los pómulos protuberantes de Aurelia y los hoyuelos en las mejillas, y la preciosa boca de Aurelia con los surcos en las comisuras. Mayor que su hijo cuando murió y ya casi un hombre. ¡Oh, hijo mío, Lucio Cornelio! ¿Por qué has tenido que morir?


-Por un instante te había tomado por mi hijo -dijo con voz ronca, conteniendo las lágrimas, estremecido.

-Era primo mío.

-Recuerdo que decías que le querías.

-Así es.

-Decías que era mejor que el hijo de Mario.

-Exacto.

-Y escribiste un poema para él después de su muerte, pero dijiste que no me lo enseñabas porque no era bueno.

-Si, es cierto.


Sila volvió a derrumbarse en la silla, con las manos temblorosas.

-Siéntate, muchacho. Aquí, donde hay más luz y pueda verte. Mi vista ya no es la que era -añadió, anhelando absorber todo detalle de aquel enviado del gran dios, del que era su sacerdote-. ¿Te ha hablado tu tío Cayo Cotta?

-Sólo me ha dicho que deseabas verme, Lucio Cornelio.

-Llámame Sila, como me llaman todos.

-Y a mí todos me llaman César; hasta mi madre.

-Eres el flamen dialis.


Un brillo surgió en los inquietantes ojos familiares. ¿Por qué le resultaban tan familiares si los de su hijo eran de un azul más oscuro y más vivaces? ¿Un brillo de ira o de pena? No, no: de ira.

-Si, soy el flamen dialis -repitió César.

-Los que te nombraron eran enemigos de Roma.

-No cuando me nombraron.

-Sí, es cierto -replicó Sila, cogiendo la pluma de junco forrada de oro y volviéndola a dejar-. Tienes esposa.

-Así es.

-La hija de Cinna.

-Exacto.

-¿Habéis consumado el matrimonio?

-No.

Sila se levantó y se acercó a la ventana completamente abierta a pesar del frío. César sonrió para sus adentros, pensando en lo que hubiera dicho su madre al ver a otra persona despreocupada por la intemperie.

-Estoy acometiendo la renovación de la república -añadió Sila, mirando por la ventana a la estatua de Escipión el Africano sobre su alta columna; desde allí, quedaba a la misma altura que el rechoncho Escipión-. Por motivos que supongo entenderás, he decidido empezar por la religión. Se han perdido los valores tradicionales y hay que recuperarlos. He abolido las elecciones de sacerdotes y augures, incluida la del pontífice máximo. En Roma, la política y la religión están estrechamente entrelazadas, pero no quiero que la religión esté al servicio de la política, cuando debe ser al revés.

-Lo comprendo -dijo César desde su silla-. No obstante, creo que al pontífice máximo se le debe elegir.

-¡Me tiene sin cuidado lo que creas!

-Entonces, ¿para qué estoy aquí?

-¡Desde luego, no para hacerme observaciones!

-Perdona.

Sila giró sobre sus talones y clavó su fiera mirada en el flamen dialis.

-No te infundo el menor temor, ¿verdad, muchacho?

 

César esbozó la famosa sonrisa que cautivaba mentes y corazones. ¡La misma sonrisa que la de su hijo!

-Solía esconderme en un falso techo encima del comedor para verte hablar con mi madre. Han cambiado los tiempos y las circunstancias, pero a uno no puede darle miedo una persona por la que ha sentido un súbito afecto al descubrir que no era amante de su madre.


La respuesta desencadenó una risotada en Sila, que hizo que se le saltaran las lágrimas.

-¡Cierto, cierto! No lo fui. Lo intenté en una ocasión, pero ella tuvo la gran prudencia de rechazarme. Tu madre piensa como un hombre. Yo no traigo suerte a las mujeres. Es mi sino -añadió, mirando de arriba abajo a César con sus inquietos ojos claros-. Tú tampoco les traerás suerte, aunque tendrás muchas.

-¿Para qué me has mandado llamar si no vas a pedirme consejo?

-Por un asunto relacionado con la reglamentación de la conducta religiosa. Me han dicho que naciste el mismo día del año en que empezó el incendio del templo de Júpiter.

-Sí.

-¿Qué interpretación le das?

-Un buen augurio.

-Desgraciadamente, el colegio de pontífices y el de augures no coinciden contigo, joven César. Hace tiempo que vienen estudiando el caso tuyo y de la flaminica, y han llegado a la conclusión de cierta irregularidad en ella que es la causa de la destrucción del templo del gran dios.


El rostro de César se iluminó de gozo.

-¡Ah, cuánto me alegro de que me lo digas!

-¿Eh? ¿Decirte qué?

-Que dejo de ser flamen dialis.

-No he dicho eso.

-¡Claro que lo has dicho!

-Has entendido mal, muchacho. Sigues siendo el flamen dialis. A esa conclusión han llegado quince sacerdotes y quince augures.


La alegría se había desvanecido del rostro del joven.

-Prefiero ser militar -dijo malhumorado-. Tengo mejores dotes.

-Lo que tú prefieras no cuenta. Cuenta lo que eres; y lo que es tu esposa.

César frunció el ceño y miró inquisitivo a Sila.

-Es la segunda vez que mencionas a mi esposa.

-Tienes que divorciarte de ella -dijo Sila sin rodeos.

-¿Divorciarme? ¡ Imposible!

-¿Por qué?

-Porque estamos casados por confarreatio.

-Pero existe la diffarreatio.

-¿Y por qué tengo que divorciarme de ella?

-Porque es hija de Cinna, y resulta que mis leyes relativas a los proscritos y sus familiares presentan un pequeño defecto en relación con la condición de ciudadanía de los niños. Los sacerdotes y augures han decidido que es aplicable la lex Minicia, por lo que tu esposa, que es flaminica dialis, no es romana ni patricia. Y, por consiguiente, no puede ser flaminica dialis. Como el cargo es de naturaleza dual, la legalidad de su posición es tan importante como la tuya. Tienes que divorciarte de ella.

-No lo haré -replicó César, comenzando a entrever una salida a su detestado sacerdocio.

-¡Harás lo que yo te diga que hagas, muchacho!

-No haré nada que considere que no debo hacer.


Los arrugados labios se abrieron lentamente.

-Soy el dictador y tienes que divorciarte de tu esposa -dijo Sila sin levantar la voz.

-Me niego -contestó César.

-Puedo obligarte a ello.

-¿Cómo? -inquirió César despectivo-. El proceso de diffarreatio requiere pleno consentimiento por ambas partes.

 

Haría temblar de miedo a aquel insolente, pensó Sila, dejándole atisbar la monstruosa criatura que llevaba dentro; pero mientras trataba de avasallarle, comprendió por qué aquellos ojos le resultaban tan conocidos. ¡Eran igual que los suyos! Y sostenían su mirada con la fijeza fría y carente de emoción de la serpiente. El monstruo sañudo de Sila hubo de retirarse, impotente. Por primera vez en su vida se veía desprovisto de los medios para doblegar a otra persona a su voluntad; y no le brotaba la rabia que habría debido ponerle fuera de si, obligado a contemplar en un rostro ajeno su propia imagen. Lucio Cornelio Sila se veía impotente. Tuvo que recurrir a simples palabras.


-He prometido restaurar la ética religiosa conforme al mos maiorum -dijo-. Roma honrará y servirá a sus dioses como se hacía en el alba de la República. Júpiter Optimus Maximus está descontento contigo... Mejor dicho, con tu esposa. Tú eres su sacerdote, pero tu esposa es parte inseparable de tu condición sacerdotal, y debes apartarte de esa esposa inaceptable y casarte con otra. Debes divorciarte de esa mocosa de Cinna no romana.

-No lo haré -contestó César.

-Pues buscaré otra solución.

-Yo tengo una -replicó César-. Que se divorcie de mí Júpiter Optimus Maximus. Anula mi sacerdocio.

-Como dictador, hubiera podido hacerlo de no haber pasado el asunto al colegio de sacerdotes. Pero ahora tengo que actuar en consonancia con su veredicto.

-Pues me parece -añadió César imperturbable -que hemos llegado a un callejón sin salida.

-No. Hay otra solución.

-Matarme.

-Exactamente.

-Eso sería mancharte las manos con la sangre del flamen dialis, Sila.

-No, si se las mancha otro. Yo no suscribo la metáfora griega, Cayo Julio César. Ni tampoco los dioses romanos. La culpabilidad es intransferible.


César reflexionó.

-Creo que tienes razón. Si mandas a otro que me mate la culpa recaerá sobre él -dijo, poniéndose en pie y quedando unos centímetros por encima de Sila-. Entonces ha concluido la entrevista.

-Eso es. A menos que lo reconsideres.

-No voy a divorciarme de mi esposa.

-Pues te haré matar.

-Si puedes -dijo César, abandonando el despacho.

-¡Sacerdote -gritó Sila a sus espaldas-, te olvidas la laena y el apex!

-Guárdalos para el próximo flamen dialis.


( C. McC. )



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