Aunque
estaba preparado para el momento de ver a Sila el dictador, César no pudo por menos
de sorprenderse. ¡No era de extrañar que no hubiese ido a ver a mater! Yo, en
su caso, tampoco lo hubiera hecho, pensó, avanzando tan despacio como se lo
permitían sus zuecos.
Lo
primero que pensó de él Sila al verle fue que se trataba de alguien totalmente
desconocido; pero ello era debido a la fea capa rojo y púrpura, y a aquel
extraño casco de marfil, semejante a un cráneo desnudo.
-¡Quítate
todo eso! -dijo Sila, volviendo a bajar la vista al montón de papeles del escritorio.
Cuando
volvió a alzar los ojos, no quedaba resto alguno de sacerdote. Aquel muchacho era
su propio hijo. Y a Sila se le erizó el vello de los brazos y de la nuca, al
tiempo que lanzaba una especie de gemido y se ponía en pie. Aquel pelo dorado,
los ojos azules, el rostro alargado de los Césares, aquella estatura... Y, de
pronto, la vista obnubilada de Sila acusó las diferencias: los pómulos
protuberantes de Aurelia y los hoyuelos en las mejillas, y la preciosa boca de
Aurelia con los surcos en las comisuras. Mayor que su hijo cuando murió y ya
casi un hombre. ¡Oh, hijo mío, Lucio Cornelio! ¿Por qué has tenido que morir?
-Por
un instante te había tomado por mi hijo -dijo con voz ronca, conteniendo las lágrimas,
estremecido.
-Era
primo mío.
-Recuerdo
que decías que le querías.
-Así
es.
-Decías
que era mejor que el hijo de Mario.
-Exacto.
-Y
escribiste un poema para él después de su muerte, pero dijiste que no me lo enseñabas
porque no era bueno.
Sila
volvió a derrumbarse en la silla, con las manos temblorosas.
-Siéntate,
muchacho. Aquí, donde hay más luz y pueda verte. Mi vista ya no es la que era
-añadió, anhelando absorber todo detalle de aquel enviado del gran dios, del
que era su sacerdote-. ¿Te ha hablado tu tío Cayo Cotta?
-Sólo
me ha dicho que deseabas verme, Lucio Cornelio.
-Llámame
Sila, como me llaman todos.
-Y a
mí todos me llaman César; hasta mi madre.
Un
brillo surgió en los inquietantes ojos familiares. ¿Por qué le resultaban tan
familiares si los de su hijo eran de un azul más oscuro y más vivaces? ¿Un
brillo de ira o de pena? No, no: de ira.
-Si,
soy el flamen dialis -repitió César.
-Los
que te nombraron eran enemigos de Roma.
-No
cuando me nombraron.
-Sí,
es cierto -replicó Sila, cogiendo la pluma de junco forrada de oro y
volviéndola a dejar-. Tienes esposa.
-Así
es.
-La hija
de Cinna.
-Exacto.
-¿Habéis
consumado el matrimonio?
-No.
Sila
se levantó y se acercó a la ventana completamente abierta a pesar del frío.
César sonrió para sus adentros, pensando en lo que hubiera dicho su madre al
ver a otra persona despreocupada por la intemperie.
-Estoy
acometiendo la renovación de la república -añadió Sila, mirando por la ventana
a la estatua de Escipión el Africano sobre su alta columna; desde allí, quedaba
a la misma altura que el rechoncho Escipión-. Por motivos que supongo
entenderás, he decidido empezar por la religión. Se han perdido los valores
tradicionales y hay que recuperarlos. He abolido las elecciones de sacerdotes y
augures, incluida la del pontífice máximo. En Roma, la política y la religión
están estrechamente entrelazadas, pero no quiero que la religión esté al
servicio de la política, cuando debe ser al revés.
-Lo
comprendo -dijo César desde su silla-. No obstante, creo que al pontífice
máximo se le debe elegir.
-¡Me
tiene sin cuidado lo que creas!
-Entonces,
¿para qué estoy aquí?
-¡Desde
luego, no para hacerme observaciones!
-Perdona.
Sila
giró sobre sus talones y clavó su fiera mirada en el flamen dialis.
-No
te infundo el menor temor, ¿verdad, muchacho?
César
esbozó la famosa sonrisa que cautivaba mentes y corazones. ¡La misma sonrisa que
la de su hijo!
-Solía
esconderme en un falso techo encima del comedor para verte hablar con mi madre.
Han cambiado los tiempos y las circunstancias, pero a uno no puede darle miedo
una persona por la que ha sentido un súbito afecto al descubrir que no era
amante de su madre.
La
respuesta desencadenó una risotada en Sila, que hizo que se le saltaran las
lágrimas.
-¡Cierto,
cierto! No lo fui. Lo intenté en una ocasión, pero ella tuvo la gran prudencia
de rechazarme. Tu madre piensa como un hombre. Yo no traigo suerte a las
mujeres. Es mi sino -añadió, mirando de arriba abajo a César con sus inquietos
ojos claros-. Tú tampoco les traerás suerte, aunque tendrás muchas.
-¿Para
qué me has mandado llamar si no vas a pedirme consejo?
-Por
un asunto relacionado con la reglamentación de la conducta religiosa. Me han dicho
que naciste el mismo día del año en que empezó el incendio del templo de
Júpiter.
-Sí.
-¿Qué
interpretación le das?
-Un
buen augurio.
-Desgraciadamente,
el colegio de pontífices y el de augures no coinciden contigo, joven César. Hace
tiempo que vienen estudiando el caso tuyo y de la flaminica, y han llegado a la
conclusión de cierta irregularidad en ella que es la causa de la destrucción
del templo del gran dios.
El
rostro de César se iluminó de gozo.
-¡Ah,
cuánto me alegro de que me lo digas!
-¿Eh?
¿Decirte qué?
-Que dejo de ser flamen dialis.
-No
he dicho eso.
-¡Claro
que lo has dicho!
-Has
entendido mal, muchacho. Sigues siendo el flamen dialis. A esa conclusión han llegado
quince sacerdotes y quince augures.
La
alegría se había desvanecido del rostro del joven.
-Prefiero
ser militar -dijo malhumorado-. Tengo mejores dotes.
-Lo
que tú prefieras no cuenta. Cuenta lo que eres; y lo que es tu esposa.
César
frunció el ceño y miró inquisitivo a Sila.
-Es
la segunda vez que mencionas a mi esposa.
-Tienes
que divorciarte de ella -dijo Sila sin rodeos.
-¿Divorciarme?
¡ Imposible!
-¿Por
qué?
-Porque
estamos casados por confarreatio.
-Pero
existe la diffarreatio.
-¿Y
por qué tengo que divorciarme de ella?
-Porque
es hija de Cinna, y resulta que mis leyes relativas a los proscritos y sus familiares
presentan un pequeño defecto en relación con la condición de ciudadanía de los
niños. Los sacerdotes y augures han decidido que es aplicable la lex Minicia,
por lo que tu esposa, que es flaminica dialis, no es romana ni patricia. Y, por
consiguiente, no puede ser flaminica dialis. Como el cargo es de naturaleza
dual, la legalidad de su posición es tan importante como la tuya. Tienes que
divorciarte de ella.
-No
lo haré -replicó César, comenzando a entrever una salida a su detestado
sacerdocio.
-¡Harás
lo que yo te diga que hagas, muchacho!
Los
arrugados labios se abrieron lentamente.
-Soy
el dictador y tienes que divorciarte de tu esposa -dijo Sila sin levantar la
voz.
-Me
niego -contestó César.
-Puedo
obligarte a ello.
-¿Cómo?
-inquirió César despectivo-. El proceso de diffarreatio requiere pleno consentimiento
por ambas partes.
Haría
temblar de miedo a aquel insolente, pensó Sila, dejándole atisbar la monstruosa
criatura que llevaba dentro; pero mientras trataba de avasallarle, comprendió
por qué aquellos ojos le resultaban tan conocidos. ¡Eran igual que los suyos! Y
sostenían su mirada con la fijeza fría y carente de emoción de la serpiente. El
monstruo sañudo de Sila hubo de retirarse, impotente. Por primera vez en su
vida se veía desprovisto de los medios para doblegar a otra persona a su
voluntad; y no le brotaba la rabia que habría debido ponerle fuera de si,
obligado a contemplar en un rostro ajeno su propia imagen. Lucio Cornelio Sila se
veía impotente. Tuvo que recurrir a simples palabras.
-He
prometido restaurar la ética religiosa conforme al mos maiorum -dijo-. Roma honrará
y servirá a sus dioses como se hacía en el alba de la República. Júpiter
Optimus Maximus está descontento contigo... Mejor dicho, con tu esposa. Tú eres
su sacerdote, pero tu esposa es parte inseparable de tu condición sacerdotal, y
debes apartarte de esa esposa inaceptable y casarte con otra. Debes divorciarte
de esa mocosa de Cinna no romana.
-No
lo haré -contestó César.
-Pues
buscaré otra solución.
-Yo
tengo una -replicó César-. Que se divorcie de mí Júpiter Optimus Maximus. Anula
mi sacerdocio.
-Como
dictador, hubiera podido hacerlo de no haber pasado el asunto al colegio de
sacerdotes. Pero ahora tengo que actuar en consonancia con su veredicto.
-Pues
me parece -añadió César imperturbable -que hemos llegado a un callejón sin salida.
-No.
Hay otra solución.
-Matarme.
-Exactamente.
-Eso
sería mancharte las manos con la sangre del flamen dialis, Sila.
-No,
si se las mancha otro. Yo no suscribo la metáfora griega, Cayo Julio César. Ni tampoco
los dioses romanos. La culpabilidad es intransferible.
César
reflexionó.
-Creo
que tienes razón. Si mandas a otro que me mate la culpa recaerá sobre él -dijo,
poniéndose en pie y quedando unos centímetros por encima de Sila-. Entonces ha concluido
la entrevista.
-Eso
es. A menos que lo reconsideres.
-No voy a divorciarme de mi esposa.
-Pues
te haré matar.
-Si
puedes -dijo César, abandonando el despacho.
-¡Sacerdote
-gritó Sila a sus espaldas-, te olvidas la laena y el apex!
-Guárdalos para el próximo flamen dialis.
( C. McC. )
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