Quizá
redundase en beneficio de otras regiones de Italia que la familia de Sila
llegase a Roma en aquellos momentos y le hiciera recobrar una especie de
normalidad de la que carecía, aunque no la hubiese echado de menos. Para
empezar, no sabía que al ver a Dalmática se llevaría tal impresión; las piernas
le fallaron, y tuvo que sentarse.
Hermosísima
-algo que él no ignoraba-, con sus grandes ojos grises y la tez oscura como el
cabello; y aquella mirada amorosa que nunca se apagaba ni modificaba por viejo
y feo que se fuera haciendo él. Y allí estaba, sentada en su regazo, echándole
los brazos al escuálido cuello, apretando los pechos contra su cara,
acariciándole la costrosa cabeza y besándosela como si fuese la magnífica testa
de pelo rubio-rojizo de antaño. Y la peluca, ¿dónde estaba? Pero ella ya le
alzaba el rostro y sintió aquellos dulces labios sobre los suyos yertos hasta
recobrar la lozanía... Recobraba las fuerzas, y se levantó alzándola al mismo
tiempo en sus brazos, y con ella se fue triunfante a la habitación. Tal vez,
después de todo, sea capaz de amar, pensó, hundiéndose en sus brazos.
-¡Cómo
te he echado de menos! -exclamó.
-Cómo
te quiero -respondió ella.
-Dos
años... Han pasado dos años.
Una
vez consumido el fervor de aquel primer encuentro, volvió a su papel de esposa
y le miró
complacida.
-¡Tu
piel está mucho mejor!
-Morsimo
me envió el ungüento.
-Ya
no te pica.
-Ya no me pica.
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