jueves, 29 de octubre de 2020

CÉSAR EN GADES, ANTE LA ESTATUA DE ALEJANDRO MAGNO

 

En Gades me encontré ante un vestigio de esa irradiación y también, debo añadir, con algo diferente y, acaso, menos bello, aunque igualmente importante: una gloria absolutamente descollante. En el templo de Hércules de esa ciudad española del Atlántico alguien había erigido una estatua de Alejandro Magno. La estatua en sí no era notable, aunque al igual que en la mayoría de las estatuas de Alejandro, éste se reconocía de inmediato por su gracia, su ligereza y por cierta tensión de los músculos del cuello. Aquí había una belleza más penetrante que la de Pompeyo, más femenina en cierto modo, y mucho más intelectual. Al contemplarla me di cuenta de que allí, en la más remota de las ciudades conocidas de Occidente, me hallaba contemplando la semblanza de alguien que llevara sus ejércitos victoriosos a través de Asia, Mesopotamia, Persia, Bactria y Sogdiana; que llevara el lenguaje, la ciencia y el pensamiento de los griegos desde Macedonia hasta más allá del Indo; que fundara ciudades y dinastías; que, por medio del oráculo de Amón, fuera proclamado dios; que lograra todo esto y muriese antes de haber llegado a la edad que yo tenía.


La gracia y belleza de la imagen, y la rapidez, certeza y brillo de las verdaderas hazañas del hombre se combinaban juntos produciendo en mi mente el más poderoso efecto. Mucho más tarde he sufrido ocasionalmente ataques epilépticos. En esta ocasión también estuve consciente de la proximidad de una especie de convulsión, aunque, en su apariencia externa, era más decente y normal de lo que son dichos ataques. Estallé en llanto y por algunos instantes tuve que ser auxiliado por los amigos y ayudantes que se hallaban conmigo. Cuando al volver en mí se me pidió que explicase mi comportamiento, hice notar simplemente que había llorado al pensar en el contraste entre mi propia vida, en que tan poco realizara, y la de Alejandro, quien, a mi edad, había conquistado el mundo. Esto, en cierto modo, era la verdad; mas sólo parte de ella. Lo que me impresionó con una fuerza que era casi aplastante fue algo mucho más difícil de expresar en palabras que la mera comparación entre mí mismo, con muy poco o ningún título para la fama, y un hombre que, a mi misma edad, se había ganado merecidamente una gloria duradera.


Por un momento me pareció ver en los arcanos de la historia, en la evocación de los muertos, algo sorprendente y de extrema belleza. Mi emoción se parecía a aquella que pueden despertar en nosotros ciertos versos, audaces y apropiados. Tales líneas nos llenarán no sólo de admiración y deleite, sino también de una especie de amor. Combinan el tiempo y el espacio; años y distancias llegan a ser al mismo tiempo magnificados y aproximados. Y para mí, esa figura de Alejandro, una efigie en la costa del Atlántico, representaba los grandes alcances y la precisión del genio, su impacto sobre millones de hombres, sobre ciudades, sobre el pensamiento y la organización de un mundo: un mundo que existía, también, no en palabras, por perfectas que fuesen, sino en carne y sangre. Por cierto que noté con gran desaliento la disparidad existente en ese momento entre el gran Alejandro tal como había sido y era, y yo; sin embargo, lo que arrancó mis lágrimas fue un sentimiento de admiración, de deleite y de amor ante la contemplación de lo que parecía ser un tipo de perfección.


En ese mismo templo de Hércules, en Gades, los sacerdotes trataron de interpretar los inquietantes sueños que tuviera de un amor culpable con mi propia madre. Su teoría, según la cual esos sueños eran una indicación de que un día yo llegaría a dominar el mundo, no era lógicamente sustentable; sin embargo, esas teorías se avenían con mi forma de pensar. Desde ese momento comencé conscientemente a aspirar al poder. No porque yo anhelase ese poder absoluto que más tarde llegaría a ser mío. Deseaba simplemente ser el primer hombre en el Estado y poder transformarlo de acuerdo con la dirección de mis propias ideas. Veía también que, a fin de alcanzar la altura a que aspiraba, debería actuar no sólo con resolución, sino con una cierta duplicidad. Tendría que hacer alianzas políticas con otros más ricos y poderosos que yo y contentarme durante algunos años todavía con aparecer como un subordinado. No obstante, no habría de descuidar ninguna oportunidad de llevar adelante una política que podría ser llamada mía, y no vacilaría en imponerla por medio de la violencia, mientras estuviera seguro de que la actitud violenta que tomara tuviese éxito.

( Warner Rex en "El joven César")


ARIOVISTO A CÉSAR

 

Atácame y conocerás el valor de un pueblo que hace catorce años que no duerme bajo techo.




MARCO PORCIO CATÓN DICE SOBRE EL HOMBRE VIRTUOSO

 

El hombre virtuoso, es un hombre libre.


CURIOSIDAD SOBRE EL NACIMIENTO DE JESUCRISTO

Unos cinco siglos después de la época de Herodes, un monje sirio llamado Dionisio Exiguo, después de hacer un cuidadoso estudio de la Biblia y de los testimonios históricos romanos, decidió que el nacimiento de Jesús había tenido lugar en 753 A. U. C. Esto fue aceptado, en general, por el pueblo europeo, por lo que el 753 A. U. C. se convirtió en el año de la Era Cristiana, y la fundación de Roma fue ubicada en el 753 a. C.



Pero Dionisio debe de haber cometido un error, porque es totalmente seguro que Herodes murió en el 749 A. U. C., que es, según el cálculo de Dionisio, el 4 a. C. Si Herodes se hubiese inquietado por las noticias del nacimiento de Jesús, entonces Jesús no puede haber nacido después del 4 a, C., y posiblemente hasta algunos años antes. (Es extraño pensar que Jesús nació cuatro años «antes de Cristo», pero el cálculo de Dionisio está tan firmemente insertado en los libros y documentos históricos que es totalmente imposible e indeseable cambiarlo.)




DEMÓSTENES DICE SOBRE LA VIDA

 


El alma se amolda a las costumbres, y se piensa como se vive.

domingo, 25 de octubre de 2020

CÉSAR EXPLICA LAS CAUSAS BÁSICAS DE LA GUERRA CIVIL ROMANA

 

Según los historiadores, el estallido de la guerra civil se remonta al momento en que envié a Italia las primeras unidades de mi ejército a través del límite provincial del Rubicón. Esa es una manera de considerar el tema, pero desde otro punto de vista es licito afirmar que la guerra civil duró toda mi vida. Las contradicciones de concepción, procedimientos y sentimientos que existían en la época de Mario y Sila permanecían aún sin resolver; y quizá no se deba a accidente alguno el hecho de que en esta pugna mayor los protagonistas, Pompeyo y yo, hubiéramos estado desde nuestros años juveniles tan relacionados con estos dos ejemplos del pasado. Pompeyo se había hecho famoso como el más brillante de los comandantes jóvenes de Sila. Yo estuve a punto de perder la vida y casi desesperaba de poder hacerme alguna vez un nombre porque era sobrino de Mario. Desde aquella época, con grandes dificultades y peligros, conseguí reanimar en cierta medida el partido de Mario. En política se me conocía como uno de los jefes del pueblo y como un opositor de aquel tradicionalismo artificial y represivo que había defendido Sila y que en el pasado había encontrado la oposición de varios miembros de mi familia de espíritu liberal. También Pompeyo se había opuesto en varias ocasiones a la constitución de Sila y había adquirido cierto renombre de político popular, pero sólo lo había hecho cuando pareció que la constitución iba contra sus propias ambiciones personales. Era claro que a su juicio los artículos de la constitución debían aplicarse a todo el mundo, excepto a él mismo. Ahora, por fin, los reaccionarios del Senado que por envidia se habían opuesto durante tanto tiempo a Pompeyo, comenzaron a comprender que todo cuanto debían pedirle era que fuera su jefe. Naturalmente, se les ocurrió que el mejor uso que podrían dar a la posición de jefe de Pompeyo era enfrentarlo conmigo. Por supuesto, la opinión que de mi tenían esos elementos reaccionarios era tan obstinadamente injusta como la que habían tenido de Pompeyo. Yo contaba con el apoyo del pueblo y de muchos elementos del Estado que podían considerarse desdorosos; pero poseía (y no es desatinado pensar que aquellos hombres deben de haberlo observado) cierto sentido de responsabilidad y eficiencia. No era, como ellos pretendían, otro Catilina. Si llegaba a ser elegido cónsul, tomaría muchas medidas que podrían deplorar los conservadores extremos (la mayor parte de ellos, atrasados en unos cincuenta años, se oponían hasta a conceder la ciudadanía a los italianos del norte), pero no aboliría, por ejemplo, todas las deudas ni toleraría ningún género de anarquía. Tanto a Pompeyo como a mi nos habían acusado, y aún se nos acusaba, de que aspirábamos a una monarquía. En ninguno de los dos casos la acusación era justa, aunque ahora, como resultado de los acontecimientos de estos últimos cinco años, comienzo a preguntarme sí ese titulo de «rey» no es el que más me conviene. Pero es verdad que en el momento de estallar la guerra civil no se me había ocurrido semejante idea.



Los hechos, desde mi punto de vista, fueron éstos: en el transcurso de las dos generaciones pasadas nuestro imperio se había convertido en una organización demasiado grande y compleja para ser gobernada con eficacia sin un planteamiento consciente y de largo alcance. El reducido clan de nobles hereditarios que había gobernado Roma podría haber desarrollado las condiciones necesarias para un mundo en constante mutación. Pero durante las dos últimas generaciones se había hecho evidente que no podían ni querían desarrollarlas. Cuando todo mostraba la necesidad de expansionarse (lo político, lo militar, lo económico), su acción fue invariablemente restrictiva. Y continuaron justificando sus deshonrosas y peligrosas prácticas con el argumento de que respetaban y aplicaban una constitución tradicionalista. Incluso Cicerón, que siempre había estado regido por un excesivo respeto por las «familias nobles», se había dado cuenta y en un libro que publicara en esa época evidenciaba la necesidad de reorganización, de flexibilizar la política y la justicia. No obstante, para él, así como para muchos otros, esa necesidad permanecía teórica. Era incapaz de traducir a frases más comunes y precisas sus abstractas palabras: reforma agraria, fundación de colonias, ampliación de la ciudadanía, seguridad fronteriza, organización del tráfico en Roma, desagües y todas las innumerables necesidades evidentes y concretas de las cuales soy consciente y me esfuerzo por subsanar. Creo que ni siquiera ahora se da cuenta de que soy tan constitucionalista como él. Esto se debe en parte a que fui educado como un aristócrata, y en parte porque mis antepasados fueron reyes y, de acuerdo a la leyenda, dioses. Recuerdo incluso cómo me impresionó el que Catilina, que sin duda merecía el calificativo de revolucionario, y que de haber podido, habría exterminado con certeza a casi la mitad del Senado (algo que a mí ni siquiera se me pasó por la cabeza), conservó hasta el final, sin duda porque provenía de una familia patricia, una veneración bastante patética por las formas. Cuando su causa estaba prácticamente perdida, él se autoproclamó (por supuesto ilegalmente) cónsul y se paseaba acompañado por lictores. En cambio, mi respeto por la constitución está basado en la razón antes que en los sentimientos.


Siempre he aspirado a un mundo en expansiva y tolerable libertad y sé que este mundo no puede existir sin orden. Nuestras instituciones políticas, militares y religiosas simbolizan y también preservan el orden. La gente se siente muy feliz cuando honra y respeta estas instituciones y acata cuanto ellas impongan. Sin embargo, en cada generación estas instituciones "que estructuran nuestro sistema de vida y regulan nuestras ambiciones y necesidades" están representadas por hombres de carne y hueso. Salvo en épocas muy inestables y peligrosas, estos hombres no precisan ser poseedores de sobresalientes cualidades de virtud e inteligencia. Es suficiente con que sean respetables; y en tiempos críticos, deben admitir la necesidad de un cambio. Pues estas instituciones tan venerables y reverenciadas deben ser nuestras guardianas y protectoras: si controlan nuestras acciones y refrenan nuestras ambiciones, debe ser para nuestro bienestar. Cuando sus representantes utilizan claramente las formas consagradas de gobierno para reprimir las legítimas iniciativas, distorsionar la justicia, perpetuar la ineficiencia, se propicia una situación que puede describirse como revolucionaria; aunque aun entonces, con un mínimo de inteligencia, los horrores y convulsiones de una revolución se pueden evitar.


(...)  No me gusta nada la noción de necesidad en la historia, puesto que creo que todos o casi todos nosotros gozamos en nuestros actos de cierta medida de libre albedrío. Aun ahora tengo la seguridad de que la guerra civil pudo haberse evitado y se habría realmente evitado, si se me hubiera ofrecido la oportunidad de mantener con Pompeyo una charla privada. Y sin embargo, el hecho mismo de que el estallido de esa guerra y su continuación fueran tan poco razonables, tan por entero opuestos a los deseos de la mayoría de nuestro pueblo, me hace creer a veces en que era inevitable. Detrás de Pompeyo y detrás de mí se habían congregado las mismas fuerzas, buenas y malas, que estaban detrás de Sila y de Mario, y en cierto modo la situación se había hecho, si no más clara, más abstracta. Pompeyo y yo no éramos enemigos personales, como lo fueron Mario y Sila. Es más, siempre apoyé a Pompeyo en política, y él, en virtud de su influencia, había hecho posible que yo llevara a cabo lo que deseaba hacer en mi primer consulado y posteriormente. Cada uno de nosotros podía contar con la lealtad personal de nuestros partidarios, pero la lucha no era en modo alguno una lucha de personas. Pompeyo y su partido pretendían representar el gobierno tradicional de Roma contra un hombre que era un revolucionario potencial o, mejor dicho, un revolucionario cabal. También yo, claro está, pretendía obrar legalmente y, con la ayuda de los tribunos, tenía una razonable argumentación para defender mi causa. Pero en verdad Pompeyo, con sus ojos fijos en el pasado, representaba una tradición que, a pesar de sus manifestaciones animadas y hasta convulsivamente vigorosas, estaba casi muerta; en tanto que yo, aun en ciertos aspectos proyectándome a tientas hacia el futuro, representaba algo que, nacido del pasado, se convertirá en la tradición de que vivirá la gente de edades futuras. Yo mismo habré hecho para dar forma a esta tradición algo que, no obstante, puede considerarse como necesario y más fuerte que yo. Esa tradición tendrá que existir, si la propia Roma pretende existir. Y si tuviera que morir mañana en uno de mis ataques epilépticos (que ocasionalmente resultan fatales) o si me asesinaran, y el poder volviera a manos de aquellos enemigos míos que han sobrevivido a causa de mi perdón, ese poder ya no podrá ejercerse otra vez como antes ni, creo, lo ejercerá otra vez la misma clase de gente. Serían necesarias aún más guerras, y a fin de cuentas el nuevo sistema que inicié, en parte por mi voluntad consciente y en parte por la presión de los hechos, volvería a afirmarse y continuaría desarrollándose.












JULIANO EL APÓSTATA DICE SOBRE LA POMPA IMPERIAL ANTE LA PLEBE

 

Fue el emperador Diocleciano quien decidió que deberíamos convertimos en reyes asiáticos —de hecho ya que no de título— para ser exhibidos en raras ocasiones como brillantes efigies de dioses. La razón de Diocleciano era comprensible, quizá ineludible, ya que en el último siglo los emperadores fueron puestos y sacados con toda facilidad según el capricho del ejército. Diocleciano pensó que si éramos apartados, santificados ante los ojos del pueblo y rodeados por un ritual imponente, el ejército tendría menos oportunidades de tratarnos con tan fácil desdén. En cierta medida esta política logró sus objetivos. Sin embargo, todavía cuando cabalgo con gran ceremonia y veo el temor en el rostro del pueblo, un temor no inspirado por mí sino por la teatralidad de la pompa, me siento un perfecto impostor y me entran ganas de sacarme todo el oro de encima y de gritar: «¿Deseáis una estatua o un hombre?» Por supuesto, no lo hago porque me responderían: «¡Una estatua!.






OBISPO JORGE DE CAPADOCIA DICE SOBRE LA IGLESIA

 

Estudiad bien las Sagradas Escrituras. Fuera de la Iglesia no hay salvación posible.





POMPEYO A SU ESPOSA CORNELIA METELA TRAS SU DERROTA DE FARSALIA

 

Tú ¡oh Cornelia!. No has conocido más que la buena fortuna, la que quizá te ha engañado por haber permanecido conmigo más tiempo que el que tiene de costumbre; pero es menester llevar esta suerte, pues que a todo está sujeta la condición humana, y probar otra vez fortuna, no debiendo desesperar de recobrar lo pasado el que de aquella altura ha descendido a esta bajeza.

 ( Plutarco )




EL TALMUD DICE SOBRE LA GRATITUD

 

No arrojes en la fuente de la que has bebido.




PUBLIO CORNELIO TÁCITO DICE SOBRE LA VIDA

 

Por buena tiene esta vida quien no la conoce.



CICERÓN EL MÁS GRANDE PROSISTA ROMANO

 

De su obra sobrevive más que de cualquier otro autor romano, y ha sido más admirada que cualquier otra. Poseemos cincuenta y siete de sus discursos en forma completa, y sabemos de otros ochenta que no han sobrevivido en su totalidad. Esos discursos son amargos y a menudo contienen cosas que hoy consideraríamos de mal gusto, pero no era habitual en aquellos tiempos tratar a los enemigos con lo que hoy llamamos caballerosidad y juego limpio. Su estilo es considerado perfecto; ningún otro autor puede compararse con Cicerón en lo que respecta a fluidez y maestría en el dominio de la lengua latina. Durante dos mil años ha sido considerado como el modelo de todo lo que es admirable en el lenguaje.

 Cicerón también escribió sobre retórica y filosofía, no tanto para hacer contribuciones profundas propias como para dar a conocer las obras griegas sobre esos temas a los romanos, y lo hizo maravillosamente. Además, subsisten casi mil de sus cartas, en las que discute francamente los problemas del momento. En verdad, es tan franco (aparentemente porque no pensaba en su publicación) que revela sus propias debilidades: su vanidad, sus ansias de elogios y alabanzas, su timidez, su capacidad para la autocompasión, etc.

 Pero en conjunto Cicerón se nos presenta como la figura más atractiva y humana de todos los romanos, honesto y humanitario sin ser presumido, tímido pero capaz de llegar a la valentía en ocasiones.

 ( Isaac Asimov)



ELIA EUDOXIA, ESPOSA DEL EMPERADOR ARCADIO

Elia Eudoxia (en latín, Aelia Eudoxia; fallecida el 6 de octubre de 404) fue una emperatriz romana consorte, esposa del emperador romano de Oriente Arcadio.

 
Era la hija de Flavio Bauto, un franco romanizado que sirvió como magister militum en el ejército romano de Occidente durante los años 380. La identidad de su padre la menciona Filostorgio.​ La crónica fragmentaria de Juan de Antioquía, un monje del siglo VII ​ considera a Bauto también como el padre de Arbogasto. Este parentesco no es aceptado por los historiadores modernos.​ La Historia del Imperio romano tardío (1923) de John B. Bury​ y el estudio histórico Theodosian Empresses. (1982) de Kenneth Holum consideran que la madre de Eudoxia era romana y por lo tanto ella podría ser considerada "semibárbara"; sin embargo, las fuentes primarias no mencionan su linaje materno.​

 
Su padre aparece mencionado por última vez como cónsul romano con Arcadio en el año 385. Para el 388 ya estaba muerto.​ Según Zósimo, Eudoxia comenzó su vida en Constantinopla como miembro de la casa de Promoto, magister militum del Imperio romano de Oriente. Se cree que para entonces ya era huérfana.​ Su entrada en la casa de Promoto puede indicar amistad de los dos magistri​ o una alianza política.​


Promoto murió en el año 391. Según Zósimo, le sobrevivió su esposa Marsa y dos hijos que fueron criados junto con los hijos y emperadores conjuntos de Teodosio I. Tales hijos eran Arcadio y su hermano menor, Honorio. Zósimo afirma que Eudoxia vivió junto con uno de los hijos supervivientes en Constantinopla. Por lo tanto se asume que ya conocía a Arcadio durante sus años como colega menor de su padre. Zósimo cuenta que Eudoxia fue educada por Pansofio. Su anterior tutor fue promovido al rango de obispo de Nicomedia en el año 402. Wendy Mayer considera que Eudoxia había sido preparada como un vehículo de las ambiciones de su familia de acogida.​

 
El 17 de enero de 395, Teodosio I falleció en Milán. Arcadio le sucedió en Oriente y Honorio en Occidente. Arcadio fue efectivamente colocado bajo el control de Rufino, prefecto pretoriano de Oriente. Supuestamente Rufino pretendía casar a su hija con Arcadio y establecer su propio parentesco con la dinastía teodosiana.​ Bury considera que «una vez que fuera suegro del emperador, él [Rufino] esperaría convertirse en emperador por sí mismo».


Sin embargo Rufino se vio distraído por un conflicto con Estilicón, magister militum de Occidente. La boda de Eudoxia y Arcadio fue organizada por Eutropio, uno de los oficiales eunucos del Gran Palacio de Constantinopla. El matrimonio tuvo lugar el 27 de abril de 395, sin el conocimiento o consentimiento de Rufino. Para Eutropio era un intento de incrementar su propia influencia sobre el emperador y confiaba en asegurar la lealtad de la nueva emperatriz hacia él. Rufino había sido un enemigo de Promoto y la casa superviviente del magister militum, incluida Eudoxia, podría estar ansiosa de socavar su influencia.​ El propio Arcadio pudo verse motivado a afirmar su propia voluntad sobre la de su regente.​ Zósimo cuenta que Arcadio también estaba influido por la extraordinaria belleza de la novia pero esto se considera dudoso por eruditos posteriores.​ Arcadio tenía aproximadamente dieciocho años de edad y Eudoxia puede calcularse que tenía más o menos la misma edad.


 
En la década entre el matrimonio y su muerte, Eudoxia dio a luz a cinco hijos supervivientes. Una fuente contemporánea conocida como Pseudo-Martirio también habla de dos hijos que nacieron muertos. Se cree que el escritor era Cosme, quien defendía a Juan Crisóstomo, y atribuyó ambos acontecimientos al castigo por los dos exilios de Juan. Zósimo señala que se rumoreó ampliamente que su hijo Teodosio era el hijo que tuvo con un cortesano. Se cree que el relato de su vida hecho por Zósimo es, en general, hostil a Eudoxia, y su exactitud es dudosa.​


Se considera que ella y Gainas, el nuevo magister militum, intervinieron en la privación de todos los cargos y posterior ejecución de Eutropio en el año 399. Sin embargo, la extensión y la naturaleza de su implicación son controvertidas. No obstante, parece que incrementó su influencia personal tras su destitución. El 9 de enero del año 400, Eudoxia recibió oficialmente el título de Augusta. También pudo a partir de entonces llevar el paludamento púrpura, representando el rango imperial y fue representada en las monedas romanas. También circularon imágenes oficiales de ella en un estilo similar al de un Augusto masculino. Su cuñado Honorio más tarde se quejaría a Arcadio de que estas monedas llegaban a su propia corte.


La extensión de su influencia en asuntos cortesanos y de Estado ha sido objeto de debate entre los historiadores. Filostorgio considera que ella era más inteligente que su marido, pero dice que sufría de una “arrogancia bárbara”. Zósimo considera que era terca pero al final la manipulaban los eunucos de la corte y las mujeres que la rodeaban. Unas fuentes consideran que se sobreestima su influencia en las fuentes primarias​ mientras que según otras, ella dominó el gobierno entre el 400 y su muerte en el 404.​


En 403, Simplicio, prefecto de Constantinopla, erigió una estatua dedicada a ella sobre una columna de pórfido y una base de mármol. Arcadio rebautizó la ciudad de Selimbria (Silivri) Eudoxiópolis por ella, aunque este nombre no sobrevivió.​

 
Su papel en los asuntos eclesiásticos de la época está bastante bien documentada. Se convirtió en defensora de la facción cristiana que defendía el símbolo niceno y según Sócrates de Constantinopla financió las procesiones anti-arrianas de Constantinopla. También presidió las celebraciones públicas a la llegada de nuevas reliquias de mártires cristianos a la ciudad y se unía a vigilias nocturnas sobre los restos. Frecuentemente se habla de ella como actuando sola en temas religiosos y aparecer sola en público. Arcadio permanecía notablemente ausente de acontecimientos públicos.​


Una interpretación es que Eudoxia había adoptado el papel de patrona de la Iglesia que antes perteneció a los Augustos, de Constantino I en adelante.​ Su papel la llevaría al conflicto con Juan Crisóstomo, el patriarca de Constantinopla. Su oposición inicial pudieron ser sus protestas sobre la caída del poder y la ejecución de Eutropio.


Durante su época como arzobispo, Juan firmemente rechazó celebrar lujosos encuentros sociales, lo que le hizo popular entre la gente del pueblo, pero impopular entre los ciudadanos ricos y el clero. Sus reformas del clero también eran impopulares con estos grupos. Dijo a los predicadores visitantes que regresaran a las iglesias en las que se suponía que estaban sirviendo, sin ningún pago por los gastos.​


Alrededor de la misma época, Teófilo, el patriarca de Alejandría, quería traer a Constantinopla bajo su dominio y se opuso al nombramiento de Juan para Constantinopla. Siendo un oponente a las enseñanzas de Orígenes, acusó a Juan de ser demasiado parcial por las enseñanzas de ese teólogo. Teófilo había disciplinado a cuatro monjes egipcios (conocidos como "los hermanos altos") por su apoyo a Orígenes. Huyeron y Juan los recibió. Juan hizo otro enemigo en Elia Eudoxia, la esposa del emperador de Oriente Arcadio, quien asumió (quizá con razón) que sus denuncias de la extravagancia en el vestido femenino estaban dirigidas a ella misma.​


Dependiendo del punto de vista que se defienda, Juan o bien carecía de tacto, o bien de temor, cuando denunciaba ofensas en altos cargos. Se aliaron en contra suya Eudoxia, Teófilo y otros de sus enemigos. Celebraron un sínodo en 403 (el Sínodo del roble) para acusar a Juan, en el que su conexión con Orígenes se usó en su contra, dando como resultado su deposición y exilio. Arcadio lo llamó de vuelta de forma casi inmediata, pues el pueblo se volvió "tumultoso" por su marcha. Hubo también un terremoto la noche de su arresto, lo que Eudoxia tomó como un signo de la ira de Dios, lo que la impulsó a pedir a Arcadio la reinstauración de Juan.


Poco duró la paz. Una estatua de plata de Eudoxia se erigió cerca de su catedral. Juan Crisóstomo denunció las ceremonias de dedicación. Habló contra ella en términos duros: "De nuevo Herodías delira; de nuevo se preocupa; danza otra vez; y de nuevo desea recibir la cabeza de Juan en una bandeja," una alusión a los acontecimientos que rodearon la muerte de Juan el Bautista.


Otra vez desterraron a Juan, esta vez al Cáucaso en Armenia.​ Eudoxia no sobreviviría mucho tiempo más. Su séptimo y último embarazo acabó en aborto o, según Pseudo-Martirio, en un segundo nacimiento de niño muerto. Sufrió hemorragias y murió de una infección poco después. El Pseudo-Martirio celebra su muerte y la considera una segunda Jezabel.​


 
Eudoxia y Arcadio tuvieron, que se sepa, cinco hijos. La principal fuente sobre sus nacimientos y muertes es la crónica de Amiano Marcelino:

Flacila (nacida el 17 de junio de 397). Su nacimiento fue documentado por Amiano. Murió antes que su padre. Es la única de sus hijos que no está mencionada como viva en su muerte el año 408.
Pulqueria (19 de enero de 399 - 453). Se casó con Marciano.
Arcadia (3 de abril de 400 - 444).
Teodosio II (10 de abril de 401 - 28 de julio de 450).
Marina (12 de febrero de 403 - 449).