Si, estoy tratando de imitar el estilo de las Conversaciones
consigo mismo de Marco Aurelio, y he fracasado. No sólo porque me falta
su pureza y bondad, sino porque él podía escribir sobre las buenas cosas que
había aprendido de una buena familia y de buenos amigos, y yo debo escribir
sobre las cosas amargas que he aprendido de una familia de asesinos en una
época corrompida por las luchas y la intolerancia de una secta cuyo propósito
es destruir esa civilización cuya primera nota fue sacada de la deslumbrante
lira de Homero. Yo no puedo compararme con Marco Aurelio, ni en
cualidades ni en experiencia. Así que debo hablar con mi propia voz.
Del ejemplo de mi tío el emperador Constantino, llamado el
Grande, muerto cuando yo tenía seis años, extraje la enseñanza de que es
peligroso unirse a cualquiera de las facciones galileas, ya que tienden a
destruir y encubrir las cosas verdaderamente sagradas. Apenas puedo recordar a Constantino,
aunque una vez fui presentado a él en el Sagrado Palacio. Recuerdo vagamente a
un gigante, muy perfumado, que usaba un manto cubierto de joyas. Mi hermano
mayor, Galo, siempre decía que intenté sacarle su peluca. Pero Galo
tiene un humor cruel, y dudo de la veracidad de la historia. Si hubiera tirado
de la peluca del emperador, seguramente no me habría ganado su afecto, porque
tenía una vanidad femenina por su apariencia; esto lo admiten incluso sus
admiradores galileos.
De mi madre Basilina he heredado el amor por el
conocimiento. Nunca la conocí. Murió poco después de mi nacimiento, el 7 de
abril de 331. Era hija del prefecto pretorio Julio Juliano. Según los retratos,
me parezco más a ella que a mi padre; tengo en común con ella una nariz recta y
labios bastante gruesos, a diferencia de la familia imperial de los Flavios,
cuyos miembros generalmente tienen narices aguileñas y una boca fina y
arrugada. El emperador Constancio, mi primo y predecesor, era un Flavio
típico; se pareció a su padre Constantino, excepto en que era mucho más bajo.
Sin embargo, de los Flavios he heredado el tórax y el cuello anchos, legado de nuestros
antepasados ilirios, que eran hombres de las montañas.
Mi madre, aunque galilea, amaba
la literatura. Fue instruida por el eunuco Mardonio, que también fue mi
tutor.
De Mardonio aprendí a caminar
modestamente, mirando al suelo, sin pavonearme ni calcular el efecto que causaba
en los demás. También me enseñó a aplicar la autodisciplina respecto de todas
las cosas; particularmente trató de evitar que hablase demasiado. ¡Por fortuna,
ahora que soy emperador, todos gozan con mi conversación!. Mardonio también me
convenció de que el tiempo dedicado a los juegos o al teatro era tiempo
perdido. Gracias a Mardonio, galileo amante del helenismo, conocí a Homero y
a Hesiodo, a Platón y a Teofrasto. Fue un buen maestro, aunque severo.
De mi primo y predecesor, el emperador Constancio, aprendí a
disimular y disfrazar mis verdaderos pensamientos. Una terrible lección, pero,
de no haberla aprendido, no hubiera vivido más de veinte años. En el año 337 Constancio
mató a mi padre. ¿Su delito?. Consanguinidad. Fui perdonado porque tenía seis
años, y mi medio hermano Galo —que tenía once— porque estaba enfermo y no se
esperaba que sobreviviese.
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