Según los historiadores, el estallido de la guerra civil se remonta al momento en que envié a Italia las primeras unidades de mi ejército a través del límite provincial del Rubicón. Esa es una manera de considerar el tema, pero desde otro punto de vista es licito afirmar que la guerra civil duró toda mi vida. Las contradicciones de concepción, procedimientos y sentimientos que existían en la época de Mario y Sila permanecían aún sin resolver; y quizá no se deba a accidente alguno el hecho de que en esta pugna mayor los protagonistas, Pompeyo y yo, hubiéramos estado desde nuestros años juveniles tan relacionados con estos dos ejemplos del pasado. Pompeyo se había hecho famoso como el más brillante de los comandantes jóvenes de Sila. Yo estuve a punto de perder la vida y casi desesperaba de poder hacerme alguna vez un nombre porque era sobrino de Mario. Desde aquella época, con grandes dificultades y peligros, conseguí reanimar en cierta medida el partido de Mario. En política se me conocía como uno de los jefes del pueblo y como un opositor de aquel tradicionalismo artificial y represivo que había defendido Sila y que en el pasado había encontrado la oposición de varios miembros de mi familia de espíritu liberal. También Pompeyo se había opuesto en varias ocasiones a la constitución de Sila y había adquirido cierto renombre de político popular, pero sólo lo había hecho cuando pareció que la constitución iba contra sus propias ambiciones personales. Era claro que a su juicio los artículos de la constitución debían aplicarse a todo el mundo, excepto a él mismo. Ahora, por fin, los reaccionarios del Senado que por envidia se habían opuesto durante tanto tiempo a Pompeyo, comenzaron a comprender que todo cuanto debían pedirle era que fuera su jefe. Naturalmente, se les ocurrió que el mejor uso que podrían dar a la posición de jefe de Pompeyo era enfrentarlo conmigo. Por supuesto, la opinión que de mi tenían esos elementos reaccionarios era tan obstinadamente injusta como la que habían tenido de Pompeyo. Yo contaba con el apoyo del pueblo y de muchos elementos del Estado que podían considerarse desdorosos; pero poseía (y no es desatinado pensar que aquellos hombres deben de haberlo observado) cierto sentido de responsabilidad y eficiencia. No era, como ellos pretendían, otro Catilina. Si llegaba a ser elegido cónsul, tomaría muchas medidas que podrían deplorar los conservadores extremos (la mayor parte de ellos, atrasados en unos cincuenta años, se oponían hasta a conceder la ciudadanía a los italianos del norte), pero no aboliría, por ejemplo, todas las deudas ni toleraría ningún género de anarquía. Tanto a Pompeyo como a mi nos habían acusado, y aún se nos acusaba, de que aspirábamos a una monarquía. En ninguno de los dos casos la acusación era justa, aunque ahora, como resultado de los acontecimientos de estos últimos cinco años, comienzo a preguntarme sí ese titulo de «rey» no es el que más me conviene. Pero es verdad que en el momento de estallar la guerra civil no se me había ocurrido semejante idea.
Los hechos, desde mi punto de vista, fueron éstos: en el transcurso de las dos generaciones pasadas nuestro imperio se había convertido en una organización demasiado grande y compleja para ser gobernada con eficacia sin un planteamiento consciente y de largo alcance. El reducido clan de nobles hereditarios que había gobernado Roma podría haber desarrollado las condiciones necesarias para un mundo en constante mutación. Pero durante las dos últimas generaciones se había hecho evidente que no podían ni querían desarrollarlas. Cuando todo mostraba la necesidad de expansionarse (lo político, lo militar, lo económico), su acción fue invariablemente restrictiva. Y continuaron justificando sus deshonrosas y peligrosas prácticas con el argumento de que respetaban y aplicaban una constitución tradicionalista. Incluso Cicerón, que siempre había estado regido por un excesivo respeto por las «familias nobles», se había dado cuenta y en un libro que publicara en esa época evidenciaba la necesidad de reorganización, de flexibilizar la política y la justicia. No obstante, para él, así como para muchos otros, esa necesidad permanecía teórica. Era incapaz de traducir a frases más comunes y precisas sus abstractas palabras: reforma agraria, fundación de colonias, ampliación de la ciudadanía, seguridad fronteriza, organización del tráfico en Roma, desagües y todas las innumerables necesidades evidentes y concretas de las cuales soy consciente y me esfuerzo por subsanar. Creo que ni siquiera ahora se da cuenta de que soy tan constitucionalista como él. Esto se debe en parte a que fui educado como un aristócrata, y en parte porque mis antepasados fueron reyes y, de acuerdo a la leyenda, dioses. Recuerdo incluso cómo me impresionó el que Catilina, que sin duda merecía el calificativo de revolucionario, y que de haber podido, habría exterminado con certeza a casi la mitad del Senado (algo que a mí ni siquiera se me pasó por la cabeza), conservó hasta el final, sin duda porque provenía de una familia patricia, una veneración bastante patética por las formas. Cuando su causa estaba prácticamente perdida, él se autoproclamó (por supuesto ilegalmente) cónsul y se paseaba acompañado por lictores. En cambio, mi respeto por la constitución está basado en la razón antes que en los sentimientos.
Siempre he aspirado a un mundo en expansiva y tolerable libertad y sé que este mundo no puede existir sin orden. Nuestras instituciones políticas, militares y religiosas simbolizan y también preservan el orden. La gente se siente muy feliz cuando honra y respeta estas instituciones y acata cuanto ellas impongan. Sin embargo, en cada generación estas instituciones "que estructuran nuestro sistema de vida y regulan nuestras ambiciones y necesidades" están representadas por hombres de carne y hueso. Salvo en épocas muy inestables y peligrosas, estos hombres no precisan ser poseedores de sobresalientes cualidades de virtud e inteligencia. Es suficiente con que sean respetables; y en tiempos críticos, deben admitir la necesidad de un cambio. Pues estas instituciones tan venerables y reverenciadas deben ser nuestras guardianas y protectoras: si controlan nuestras acciones y refrenan nuestras ambiciones, debe ser para nuestro bienestar. Cuando sus representantes utilizan claramente las formas consagradas de gobierno para reprimir las legítimas iniciativas, distorsionar la justicia, perpetuar la ineficiencia, se propicia una situación que puede describirse como revolucionaria; aunque aun entonces, con un mínimo de inteligencia, los horrores y convulsiones de una revolución se pueden evitar.
(...) No me gusta nada la noción de necesidad en la historia, puesto que creo que todos o casi todos nosotros gozamos en nuestros actos de cierta medida de libre albedrío. Aun ahora tengo la seguridad de que la guerra civil pudo haberse evitado y se habría realmente evitado, si se me hubiera ofrecido la oportunidad de mantener con Pompeyo una charla privada. Y sin embargo, el hecho mismo de que el estallido de esa guerra y su continuación fueran tan poco razonables, tan por entero opuestos a los deseos de la mayoría de nuestro pueblo, me hace creer a veces en que era inevitable. Detrás de Pompeyo y detrás de mí se habían congregado las mismas fuerzas, buenas y malas, que estaban detrás de Sila y de Mario, y en cierto modo la situación se había hecho, si no más clara, más abstracta. Pompeyo y yo no éramos enemigos personales, como lo fueron Mario y Sila. Es más, siempre apoyé a Pompeyo en política, y él, en virtud de su influencia, había hecho posible que yo llevara a cabo lo que deseaba hacer en mi primer consulado y posteriormente. Cada uno de nosotros podía contar con la lealtad personal de nuestros partidarios, pero la lucha no era en modo alguno una lucha de personas. Pompeyo y su partido pretendían representar el gobierno tradicional de Roma contra un hombre que era un revolucionario potencial o, mejor dicho, un revolucionario cabal. También yo, claro está, pretendía obrar legalmente y, con la ayuda de los tribunos, tenía una razonable argumentación para defender mi causa. Pero en verdad Pompeyo, con sus ojos fijos en el pasado, representaba una tradición que, a pesar de sus manifestaciones animadas y hasta convulsivamente vigorosas, estaba casi muerta; en tanto que yo, aun en ciertos aspectos proyectándome a tientas hacia el futuro, representaba algo que, nacido del pasado, se convertirá en la tradición de que vivirá la gente de edades futuras. Yo mismo habré hecho para dar forma a esta tradición algo que, no obstante, puede considerarse como necesario y más fuerte que yo. Esa tradición tendrá que existir, si la propia Roma pretende existir. Y si tuviera que morir mañana en uno de mis ataques epilépticos (que ocasionalmente resultan fatales) o si me asesinaran, y el poder volviera a manos de aquellos enemigos míos que han sobrevivido a causa de mi perdón, ese poder ya no podrá ejercerse otra vez como antes ni, creo, lo ejercerá otra vez la misma clase de gente. Serían necesarias aún más guerras, y a fin de cuentas el nuevo sistema que inicié, en parte por mi voluntad consciente y en parte por la presión de los hechos, volvería a afirmarse y continuaría desarrollándose.
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