-Estoy aquí para aclarar una ignominia -exclamó con aquella voz aguda y de gran alcance que había descubierto que llegaba más lejos que su natural tono grave-. Una de mis legiones se ha amotinado. La estáis viendo aquí en su totalidad, representantes de mis otras legiones. Se trata de la novena.
Nadie comenzó a murmurar a causa de la sorpresa, pues los rumores siempre corrían, aunque los hombres estuvieran acuartelados en campamentos diferentes.
-¡César, César, no! -exclamó llorando al tiempo que salía de la primera fila y subía al estrado-. Puedo soportar que me licencies. Puedo soportar perder el dinero. Puedo soportar incluso ser diezmado si me toca en suerte. ¡Pero no puedo soportar no ser uno de tus muchachos!
-Muy bien -les dijo después-. No os licenciaré. No os consideraré a todos culpables de alta traición. Pero hay condiciones. Quiero a los ciento veinte cabecillas de este motín. A todos ellos se les expulsará del ejército y todos perderán la ciudadanía. Y los diezmaré, lo que significa que doce de ellos morirán de la manera tradicional. Que salgan ahora.
-¿Hay aquí algún hombre inocente? -preguntó César.
-¡Sí! -le respondió una voz a gritos desde las profundidades de la novena legión-. Su centurión, Marco Pusión, lo ha nombrado. ¡Pero Pusión es culpable!
-Sal, soldado -le ordenó César. El hombre inocente salió. -Pusión, ocupa su lugar.
-Bien -dijo César cuando todo acabó. Pero en realidad no estaba bien: nunca más podría volver a decir que sus tropas nunca se habían amotinado-. Rufo, ¿me has preparado una listarevisada de la jerarquía de los centuriones?
-Sí, César.
-Pues reestructura tu legión de acuerdo con ella. Hoy he perdido a más de veinte centuriones de la novena.
-Pues me alegro de que no hayamos tenido que perder a la novena entera -le dijo Cayo Fabio dejando escapar un suspiro-. ¡Qué asunto tan espantoso!
-Quizá, pero el hecho es que ha ocurrido -sentenció César con voz dura-. Nunca perdonaré a la novena.
-César, no todos ellos son malos -le aseguró Fabio, un poco perturbado.
-No, son simplemente niños. Pero ¿por qué la gente espera que a los niños se les perdone? No son animales, son miembros de la gens humana. Por ello deberían ser capaces de pensar por sí mismos. Nunca perdonaré a la novena legión. Y los hombres que la forman lo descubrirán cuando esta guerra civil acabe y yo los licencie. No recibirán tierras en Italia ni en la Galia Cisalpina. Pueden irse a una colonia cerca de Narbona.
Hizo un gesto de despedida con la cabeza.
Fabio y Trebonio se dirigieron juntos a sus tiendas, muy callados al principio.
-Trebonio, ¿son imaginaciones mías o puede ser que César esté cambiando?
¿Quieres decir endureciéndose?
-No estoy seguro de que ésa sea la palabra más adecuada. Quizá... sí, más consciente de que es especial. ¿Crees que eso tiene sentido?
-Desde luego.
-¿Por qué?
-Oh, pues por la marcha de los acontecimientos -le explicó Trebonio-. A un hombre inferior a él lo habrían destrozado. Lo que ha hecho que César se haya mantenido de una pieza es que nunca ha dudado de sí mismo. Pero el motín de la novena ha roto algo dentro de él. Nunca había ni soñado siquiera que sucediera. No creía que nunca, nunca pudiera sucederle a él. En muchos aspectos, creo que esto ha sido para César más traumático que cruzar el Rubicón, ese río insignificante.
-Sigue creyendo en sí mismo.
-Seguirá haciéndolo incluso cuando se esté muriendo -le aseguró Cayo Trebonio-. Pero el día de hoy ha empañado la idea que tenía de sí mismo. César quiere la perfección. Nada debe empequeñecerlo.
-Cada vez pregunta con más frecuencia por qué nadie quiere creer que él es capaz de gana resta guerra -comentó Fabio frunciendo el ceño.
-Porque cada vez está más enojado ante la necedad de la gente. ¡Imagínate, Fabio, cómo debe ser el saber que no hay nadie igual que tú, que esté a tu altura! Pues César lo sabe. ¡Él puede hacer cualquier cosa! Lo ha demostrado demasiadas veces para enumerarlas. Lo que en realidad quiere es que se le reconozca como lo que es. Pero eso no sucede. Lo que recibe es oposición, no reconocimiento. Ésta es una guerra para demostrarle a la gente lo que tú y yo, y por supuesto César, ya sabemos. Ha cumplido los cincuenta y todavía está batallando por lo que considera que se le debe. No es de extrañar, creo yo, que se le esté endureciendo la piel.
( ESCRITO POR COLLEEN MCCULLOUGH, EN SU OBRA “CÉSAR”)