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sábado, 18 de abril de 2020

PRÓDICO DE DE CEOS DICE SOBRE LOS DIOSES


Los antiguos consideraron como dioses el Sol, la Luna, los ríos, las fuentes y en general todas aquellas cosas que son útiles para nuestra vida, en la medida en que la ayudan, igual que los egipcios deificaban al río Nilo, y, añade que por esta razón el pan fue llamado Deméter, el agua Poseidón, el fuego Hefesto, y así sucesivamente cada cosa que era útil.






viernes, 10 de abril de 2020

AREÓPAGO



El Areópago o «Colina de Ares», es un monte situado al oeste de la Acrópolis de Atenas, sede del Consejo que allí se reunió desde el 480 a. C. hasta el 425 d. C.



Geológicamente, la colina del Areópago es un enorme monolito de mármol gris azulado, veteado de rojo. Mide 115 m de altura y domina el Ágora de Atenas. En la cima y en las laderas se observan cortes en la roca, formando plataformas, que son los únicos restos de antiguos edificios.

Según la leyenda, se llamaba así porque Ares había sido juzgado por los dioses y exonerado de ser ajusticiado por dar muerte a Halirrotio, hijo de Poseidón, que había violado a una hija de Ares: Alcipe. Por otra parte, y también según la leyenda, allí fue juzgado Orestes por el asesinato de su madre Clitemnestra.



En su origen, el Consejo del Areópago dependía del rey y se componía únicamente de Eupátridas. La influencia de éstos aumentaba a medida que iba disminuyendo el poder del rey, hasta el siglo VII a. C., en el que estos últimos llegaron a gobernar.


Tras las reformas de Solón, sus miembros eran escogidos entre los arcontes (magistrados) cuyos cargos eran inamovibles y representaban a los ricos en oposición a los aristócratas, si bien constituían un organismo menos exclusivo.​


Este tribunal controlaba a los magistrados, interpretaba las leyes y juzgaba a los homicidas. ​Sus poderes políticos fueron recortados y, en cierta medida, limitados por Clístenes, pero mantuvieron el poder hasta las Guerras Médicas. ​Con el rápido progreso de las instituciones democráticas, sus poderes resultaban incongruentes. Los arcontes perdieron su prestigio y su poder político en el 487 a. C. y ya no eran escogidos entre los hombres más importantes de la sociedad, sino que eran elegidos por sorteo.


Efíaltes, en el 462 a. C. les retiró la custodia de la constitución, con lo que su competencia disminuyó. ​Conservaron, no obstante, su función de tribunal para juzgar los asuntos criminales, pero perdieron toda su importancia política.


Se encuentra registro bíblico, diciendo en Hechos 17,16-18 y 22, que el apóstol Pablo pronunció un discursó allí, cuando unos filósofos epicúreos y estoicos lo condujeron al Areópago para que explicara aquella enseñanza «extranjera» que publicaba:

 

 Ahora bien, mientras Pablo los esperaba en Atenas, se le irritó el espíritu en su interior al contemplar que la ciudad estaba llena de ídolos.  Por consiguiente, se puso a razonar en la sinagoga con los judíos y con las otras personas que adoraban a Dios, y todos los días en la plaza de mercado con los que por casualidad se hallaban allí.  Pero ciertos individuos, filósofos de los epicúreos así como de los estoicos, entablaban conversación polémica con él, y algunos decían: «¿Qué es lo que este charlatán quisiera contar?». Otros: «Parece que es publicador de deidades extranjeras». Esto se debió a que declaraba las buenas nuevas de Jesús y de la resurrección.  De modo que se apoderaron de él y lo condujeron al Areópago, y dijeron: «¿Podemos llegar a saber qué es esta nueva enseñanza que hablas?»  Pablo entonces se puso de pie en medio del Areópago y dijo: «Varones de Atenas, contemplo que en todas las cosas ustedes parecen estar más entregados que otros al temor a las deidades».

 

En la actualidad hay una placa de bronce que contiene este discurso del apóstol Pablo y que conmemora dicho acontecimiento. No es posible afirmar con certeza que en aquella ocasión Pablo hablase ante el tribunal del Areópago, pero en su auditorio tuvo por lo menos a un componente de ese notable tribunal, según se afirma en Hechos 17:33-34.


Así que Pablo salió de en medio de ellos,  pero algunos varones se unieron a él y se hicieron creyentes, entre los cuales también estuvieron Dionisio, juez del tribunal del Areópago, y una mujer de nombre Dámaris, y otros además de ellos.


domingo, 22 de marzo de 2020

SOLÓN EL ATENIENSE



El Ática es —como lo era también hace tres mil años— una de las más pequeñas y más pobres  regiones de Grecia. Toda ella son colinas  pedregosas, como el Carso, sólo tiene bueno el aire, terso y luminoso. Pero en aquellos tiempos también el aire estaba enfermo de paludismo. De suerte que sus únicos atractivos eran los puertos naturales, adecuados para el comercio. Nacieron de ellos en cada ensenada por iniciativa de aquel pueblo pelasgo, típicamente mediterráneo, con el que se mezclaron, tras la caída de Micenas, los aqueos jónicos huyendo del Peloponeso y Beocia, ante los invasores dorios, que el  Ática  siempre odió y rechazó.

 

Según la tradición, fue el rey Teseo quien, veterano superviviente de la empresa del Minotuaro, unificó aquellos poblados dispersos en una sola ciudad,  Atenas, que por esto tuvo un nombre plural y cada año celebraba fiestas en honor de la diosa Sinacia (que quiere decir literalmente «unión de las casas»). La ciudad empezó a desarrollarse a una decena de kilómetros del mar de El Pireo, entre las colinas de Himeto y del Pentélico y a la sombra de la acrópolis fundada por los aqueos de Micenas, donde los habitantes podían hallar refugio  en  caso  de  ataque.  Del  de los dorios la salvó otro rey, Codro, inmolándose.

 

Muerto éste, y disipado de momento el peligro, los atenienses dijeron que no había disponible  otro hombre de tales cualidades que pudiera sustituirle, abolieron la monarquía y proclamaron la república, entiesando el poder a un presidente, que se llamó arconte. elegido de por vida. Luego encontraron demasiado largo este plazo y lo redujeron a diez años, para finalmente dividir las atribuciones entre nueve arcontes elegidos por un año. Había el arconte basileo que tenía las funciones de papa, el polemarca que era el coman- dante en jefe del Ejército, el  epónimo  que redactaba  el calendario y daba el nombre al año, etc.

 

Esta Constitución  correspondía  a  la  estructura  de la sociedad, dominada por una aristocracia  hereditaria, la de los eupátridas, que quiere decir «bien nacidos», o patricios. Éstos tenían el  monopolio del poder  y lo ejercían sobre una población dividida en tres  rangos o clases: los que por el hecho de poseer un caballo se llamaban  hippes  o  caballeros,  como  tales se alistaban en el Ejército y correspondían a la alta burguesía; los que poseían un par de bueyes y con sus carros formaban las tropas acorazadas blindadas y los asalariados que no tenían nada y en la guerra constituían la infantería. Ciudadanos lo eran tan sólo los pertenecientes a los dos primeros rangos, como también sucedía en la antigua Roma, donde por populus se entendía solamente patricios y caballeros. El  sistema feudal produjo sus deletéreas consecuencias, restringiendo cada vez más la riqueza en manos de pocos privilegiados y haciendo  cada  vez  más  desesperada una plebe día  a  día  más  numerosa.  En  el  siglo  VII, el arconte tesmotetes, o sea legislador, Dracón, intentó poner remedio a ello con leyes que hicieron de  su nombre un sinónimo de «severidad». Pero Dracón fue draconiano solamente por los castigos con que conminaba a los transgresores. Pues en  cuanto  al  resto, sus leyes  no  cambiaban  nada;  al  revés,  petrificaban  el orden existente, basado sobre  injusticias,  y  dejaban el poder en manos del areópago, o sea el Senado, compuesto sólo de eupátridas.

 

Eupátrida era el mismo Solón,  y  hasta  de  sangre real porque descendía de Codro, quien a su vez  se  decía que era descendiente del dios  Poseidón.  De  joven fue tan sólo un hijo de familia; en vez de trabajar se divertía escribiendo poesías —que por lo demás debían de ser más bien malas— y pasaba el tiempo entre jovenzuelos y chicas de costumbres fáciles, enamorándose imparcialmente de unos y de otras. Pero a un momento dado papá cesó de darle cuartos porque había perdido los suyos en negocios arriesgados. Y entonces Solón sentó cabeza de pronto, enderezó  la desfalleciente hacienda y en pocos años consiguió un gran patrimonio y una sólida reputación de sagacidad y  honradez. Estaba al margen de la política. Tanto, que habiendo estallado en aquel período una revolución, no quiso participar en ella ni a favor ni en contra del Gobierno. Acaso porque hubiera tenido que elegir entre una traición a su clase y una complicidad con su poderío.

 

Esto no impidió a la clase media  de  Atenas  designarle candidato a una elección de arconte epónimo. Habiéndole conocido en los  negocios,  aquellos  artesanos y comerciantes le estimaban  y  veían  en  él  al único eupátrida que  pudiese  arrancar  el  consentimiento del Areópago para las necesarias reformas sociales. Solón, que tenía entonces cuarenta y cinco años, fue elegido, abolió la esclavitud libertando a  los  que  habían caído  en  ella  por  deudas,  que  fueron  canceladas, y devaluó la moneda, cuya unidad se llamaba dracma, a fin de facilitar los pagos de aquéllos incluso en el futuro.

 

Era una auténtica revolución que hacía perder un montón de dinero a los acreedores, todos ellos de las clases  altas  y   conservadoras.   Solamente   Plutarco, al contar la  historia aquélla  muchos  años  después, dijo con su habitual candor que, desvalorizando la moneda, Solón había favorecido a los deudores sin perjudicar a los  acreedores  porque  éstos  recibían, en el fondo la misma cantidad de dracmas que habían prestado. Lo que nos demuestra cuánto entendía de economía el ilustre historiador.

 

Pero la gran revolución de Solón fue  la  de  subdividir la población según el censo. Todos los ciudadanos eran libres y sujetos a las mismas leyes. Pero sus derechos políticos variaban según los impuestos que cada  uno  pagase.  Era  el  fisco,  no  ya  los  blasones, lo que les graduaba, y esto era progresivo como  lo es hoy en todos los países civilizados. Quien más contribuía al erario, más años había de servir en el Ejército, y más altos puestos  de  mando  le  incumbían  en la paz y en la guerra. O sea, que  el  privilegio  era medido con el metro del servicio  que  cada  cual  rendía a la colectividad.

 

Dividida así en cuatro clases de  ciudadanos, Atenas  se convirtió en  una  democracia  que  sirvió  de  modelo a todas las demás ciudades. De la primera clase se extraían los miembros del Areópago  y  los  arcontes, que  eran elegidos,  empero, por la asamblea en  la que  se reunían todos los ciudadanos. Ésta podía someter a expediente a cualquier funcionario y ejercía  de  tribunal de casación para todos los veredictos de los tribunales inferiores, que a su vez eran emitidos por jurados elegidos entre seis mil ciudadanos de buena conducta procedentes de todas las clases.

 

Pero Solón reformó también el código moral, calificando el ocio de crimen y condenando  a  la  pérdida de la ciudadanía a quienes en las revoluciones permanecían neutrales, como él mismo hiciera muchos años antes. Algunos se sorprendieron de  que  legalizase la prostitución. Él contestó que la virtud  consistía, no  en  abolir  el  pecado,  sino  en  mantenerlo  en  su sede; prescribió una ligera multa para  quien  seducía  a  la  mujer  ajena,  y  se  negó  a  infligir  penas  a los célibes; «Pues —dijo—,  todo  sumado, una esposa es un buen fastidio.»

 

En estos detalles está todo el carácter del  hombre que amaba la justicia, pero sin acritudes  moralizadoras y con mucha indulgencia para las debilidades de sus semejantes.  A  diferencia  de  Licurgo  en  Esparta  y de Numa en Roma, no pretendió en absoluto haber recibido de Dios el texto de aquellas leyes, y aceptó todas las críticas que le fueron dirigidas. Cuando Anacarsis, que aunque amigo suyo le asaeteaba con sus sarcasmos, le preguntó si las consideraba como las mejores en sentido absoluto, Solón contestó: «No, solamente las mejores en sentido ateniense.»

 

Su fuerza de persuasión y su capacidad diplomática debieron de ser inmensas para permitirle imponer,  aquel código hasta a quienes lesionaba sus intereses y para mantenerse en el cargo veintidós años, consecutivos. Pero cuando le  ofrecieron  quedárselo  de  por vida y con plenos poderes, declinó: «Pues —dijo— la dictadura es uno de esos sillones de  los  que no se logra bajar vivo.» Retiróse a los sesenta y cinco años, en 572. «Ya es hora —dijo—, que  me ponga  a  estudiar algo.» Y habiendo recabado a sus  conciudadanos la  promesa de que no cambiarían de  leyes  durante  diez  años, partió para Oriente. Heródoto y Plutarco cuentan que en Lidia fue invitado por Creso, quien le preguntó si le consideraba entre los hombres felices. Solón le contestó; «Nosotros los griegos. Majestad, hemos recibido de Dios una sabiduría demasiado casera y limitada para poder prever qué ocurrirá  mañana y proclamar feliz a un hombre todavía empeñado en su batalla.»

 

El rey diplomático permanecía tal  frente  al  rey.  Pero eso no quita que fuese sincero cuando hablaba de «sabiduría casera y limitada» e identificaba el genio griego, o por lo  menos  el  ateniense, en  la  conciencia de estos límites. Toda su vida demuestra  que  él  la  tuvo clarísima, y a esto  se  debe su  éxito personal y el de su reforma, de la cual  cinco  siglos  después  Cicerón pudo comprobar la supervivencia en  aquella ciudad decadente, donde la democracia había degenerado en una continua reyerta.  Cuando  le  preguntaron  en qué consistía, según él el orden, respondió: «En  el hecho de  que  el  pueblo  obedezca  a  los  gobernantes, y que los gobernantes obedezcan a las leyes.»

 

Volvió a la patria viejísimo, después de haber aprendido un montón de cosas, de entre las cuales  la que más le había impresionado era la historia, que le contaran en Heliópolis, de la Atlántida, el continente sumergido. No hacía sino volverla a contar a todos casi como una monomanía, como a menudo les sucede a los ancianos, y sus conciudadanos, un poco aburridos, se sonreían. Nos agrada pensar que fuese un poco chocho cuando comenzaron las agitaciones, el pueblo dejó de obedecer a los gobernantes y los gobernantes dejaron de obedecer a las leyes. De lo contrario él hubiera debido deducir que  las  leyes  sirven  de  poco, o sea reconocer la inutilidad de su obra.

 

Solón fue inscrito por sus  contemporáneos  en  la lista de los Siete Sabios, que era un poco el Premio Nobel de la época, pero mucho más serio. Y si se le quisiese atribuir un lema, habría que  elegir aquel  que él mismo hizo grabar en el frontón del templo de Apolo: meden agan, que quiere decir: «sin excesos».

( Indro Montanelli )