El Ática es —como lo era también hace tres mil años— una de las más
pequeñas y más pobres regiones de Grecia. Toda ella son colinas pedregosas, como el Carso, sólo tiene bueno el aire, terso y luminoso. Pero en aquellos tiempos también el aire estaba enfermo de paludismo. De suerte que sus únicos atractivos eran los puertos naturales, adecuados para el comercio. Nacieron de ellos en cada ensenada por iniciativa de aquel pueblo pelasgo, típicamente mediterráneo, con el que se mezclaron, tras
la caída de Micenas, los aqueos jónicos huyendo del
Peloponeso y Beocia, ante
los invasores dorios, que el Ática siempre odió y rechazó.
Según la tradición, fue el rey Teseo quien, veterano superviviente de la empresa del Minotuaro, unificó aquellos poblados dispersos en una sola ciudad, Atenas, que por esto tuvo un nombre plural y cada año celebraba fiestas en honor de la diosa Sinacia (que quiere decir literalmente «unión de las casas»). La ciudad empezó a desarrollarse a una decena de kilómetros
del mar de El Pireo, entre las colinas de Himeto y del Pentélico y a la sombra de la acrópolis fundada
por los aqueos de
Micenas, donde los habitantes podían
hallar refugio en
caso de ataque. Del de los dorios la salvó otro rey, Codro, inmolándose.
Muerto
éste, y disipado de momento el peligro, los atenienses dijeron que no había disponible otro hombre de tales cualidades que pudiera sustituirle, abolieron la monarquía y proclamaron la república, entiesando el poder a un presidente, que se llamó arconte. elegido de por vida. Luego encontraron demasiado largo este plazo y lo redujeron a diez años, para finalmente dividir las atribuciones entre nueve arcontes elegidos por un año. Había
el arconte basileo que tenía las funciones de papa, el polemarca que era el coman- dante en jefe del Ejército, el epónimo
que redactaba el calendario y daba el nombre al año, etc.
Esta
Constitución correspondía a la estructura de la sociedad, dominada
por una aristocracia hereditaria, la de los eupátridas, que quiere decir «bien nacidos», o patricios. Éstos tenían el monopolio del poder y lo ejercían sobre una población dividida en tres rangos o clases: los que por el hecho de poseer un caballo se llamaban hippes o caballeros,
como tales se alistaban en el Ejército y correspondían a la alta burguesía; los que poseían un par de bueyes y con sus carros formaban las tropas acorazadas blindadas y los asalariados
que no tenían nada y en la guerra constituían la infantería. Ciudadanos
lo eran tan sólo los pertenecientes a los dos primeros rangos, como también sucedía en la antigua Roma, donde por populus se entendía solamente
patricios y caballeros. El sistema feudal produjo sus deletéreas consecuencias, restringiendo cada vez más la riqueza en manos de pocos privilegiados y haciendo cada vez más desesperada una plebe día a
día más numerosa. En el siglo VII, el arconte tesmotetes, o sea legislador, Dracón, intentó poner remedio a ello con leyes que hicieron de su nombre un sinónimo
de «severidad». Pero Dracón fue draconiano solamente por los castigos con que conminaba a los transgresores. Pues en cuanto al resto, sus
leyes no
cambiaban nada; al revés, petrificaban el orden existente,
basado sobre injusticias,
y
dejaban el poder en manos del areópago,
o sea el Senado, compuesto sólo de eupátridas.
Eupátrida era el mismo Solón, y hasta de sangre real porque descendía de Codro, quien a su vez
se decía que era descendiente
del dios Poseidón. De joven fue tan sólo un hijo de familia; en
vez de trabajar se divertía escribiendo
poesías —que por lo demás debían de ser más bien malas— y pasaba el tiempo entre jovenzuelos y chicas de costumbres fáciles,
enamorándose imparcialmente de unos y de otras. Pero a un momento dado papá cesó de darle cuartos porque había perdido los suyos en negocios arriesgados. Y
entonces Solón sentó cabeza de pronto, enderezó la
desfalleciente hacienda
y en pocos años consiguió
un gran patrimonio y una sólida reputación de sagacidad y honradez. Estaba al margen de la política. Tanto,
que habiendo estallado
en aquel período una revolución,
no quiso participar en ella ni a favor ni en contra del Gobierno. Acaso porque hubiera tenido
que elegir entre una traición a su clase y una complicidad con
su poderío.
Esto no impidió a la clase media de Atenas designarle candidato a una elección de arconte epónimo. Habiéndole conocido en los
negocios, aquellos artesanos y comerciantes le estimaban y veían en él al único eupátrida que pudiese arrancar el consentimiento del Areópago para las necesarias reformas sociales. Solón, que tenía entonces cuarenta y cinco años, fue elegido, abolió la esclavitud libertando a los que habían caído en ella por deudas, que fueron canceladas, y devaluó la moneda, cuya unidad se llamaba dracma, a fin de facilitar los pagos de aquéllos incluso en el futuro.
Era
una auténtica revolución que hacía perder un montón de dinero a los acreedores, todos
ellos de las clases altas y conservadoras. Solamente Plutarco, al contar la historia aquélla muchos años
después, dijo con su habitual candor que, desvalorizando la moneda, Solón había favorecido a los deudores sin perjudicar
a los
acreedores porque éstos recibían, en
el fondo la misma cantidad de dracmas que habían prestado. Lo que nos demuestra cuánto entendía de economía el ilustre historiador.
Pero
la gran revolución de
Solón fue la de
subdividir la población según el censo. Todos los ciudadanos eran libres y sujetos a las mismas leyes. Pero sus derechos políticos variaban según los impuestos que cada uno pagase. Era el fisco, no
ya los blasones, lo que les
graduaba, y esto era progresivo como lo es hoy en todos los países civilizados. Quien más contribuía al erario, más años había de servir en el Ejército, y más altos puestos de mando le incumbían en la
paz y en la guerra. O sea, que
el privilegio era medido con el metro del servicio
que cada cual
rendía a la colectividad.
Dividida así en cuatro clases de ciudadanos, Atenas se convirtió en una democracia que sirvió
de modelo a todas las demás ciudades. De la primera clase se extraían los miembros del Areópago y
los arcontes, que eran elegidos, empero, por la asamblea en la que se reunían todos los ciudadanos. Ésta podía someter a expediente a cualquier funcionario y ejercía
de tribunal de casación para todos los veredictos de los tribunales inferiores, que a su
vez eran emitidos por jurados elegidos
entre seis mil ciudadanos de buena conducta procedentes de todas las clases.
Pero
Solón reformó también
el código moral, calificando el ocio de crimen y condenando a la pérdida de la ciudadanía a quienes en las revoluciones permanecían neutrales, como él mismo hiciera muchos años antes. Algunos se sorprendieron de que
legalizase la prostitución. Él contestó que la virtud consistía, no en abolir el pecado, sino en mantenerlo en su sede; prescribió una ligera multa para quien seducía a
la mujer ajena, y se
negó a infligir
penas a los célibes; «Pues —dijo—, todo sumado, una esposa
es un buen fastidio.»
En
estos detalles está todo el carácter del hombre que amaba la justicia, pero sin acritudes moralizadoras y con mucha indulgencia para las
debilidades de sus semejantes. A diferencia
de Licurgo en Esparta y de Numa en Roma, no pretendió
en absoluto haber recibido
de Dios el texto de aquellas leyes, y aceptó todas las críticas que le fueron dirigidas. Cuando Anacarsis, que aunque amigo suyo le asaeteaba con sus sarcasmos, le preguntó si las consideraba como las mejores en sentido absoluto, Solón contestó: «No, solamente las mejores en sentido ateniense.»
Su fuerza de persuasión
y su capacidad diplomática debieron de ser inmensas
para permitirle imponer, aquel código hasta a quienes lesionaba sus intereses y para mantenerse
en el cargo veintidós años, consecutivos.
Pero cuando le
ofrecieron quedárselo de por vida y con plenos poderes, declinó: «Pues —dijo— la dictadura es uno de esos sillones de los que no se logra bajar vivo.» Retiróse a los sesenta y cinco años, en 572. «Ya es hora —dijo—, que me ponga a estudiar algo.» Y habiendo recabado a sus conciudadanos la promesa de que no cambiarían de leyes durante diez años, partió para Oriente.
Heródoto y Plutarco cuentan que en Lidia fue invitado por Creso, quien le preguntó si le consideraba entre
los hombres felices. Solón le contestó; «Nosotros los griegos. Majestad, hemos recibido de
Dios una sabiduría
demasiado casera y limitada para poder prever qué ocurrirá mañana y proclamar feliz a un hombre todavía
empeñado en su batalla.»
El rey diplomático
permanecía tal frente al rey. Pero eso
no quita que fuese sincero
cuando hablaba de «sabiduría casera y limitada» e identificaba el genio griego, o por lo menos el ateniense, en la conciencia de estos límites. Toda
su vida demuestra que él la tuvo clarísima, y a esto se debe su éxito personal y el de su reforma, de la cual cinco
siglos después Cicerón pudo comprobar la supervivencia en aquella ciudad
decadente, donde la democracia había degenerado en una continua reyerta. Cuando le preguntaron en qué consistía, según
él el orden, respondió: «En el hecho de que el pueblo obedezca a
los gobernantes, y que los gobernantes obedezcan a las leyes.»
Volvió a la patria viejísimo, después de haber aprendido un montón de cosas, de entre las cuales la que más le había impresionado
era la historia, que le contaran en Heliópolis, de la Atlántida, el
continente sumergido. No hacía sino volverla a contar a todos casi como una monomanía, como a menudo les sucede a los ancianos, y sus conciudadanos, un poco aburridos, se sonreían. Nos agrada pensar que fuese un poco chocho cuando comenzaron
las agitaciones, el pueblo dejó de obedecer a los gobernantes y los gobernantes dejaron de obedecer a las leyes. De lo contrario él hubiera debido
deducir que las leyes sirven de poco, o sea reconocer la inutilidad de su obra.
Solón fue inscrito por sus contemporáneos en la lista de los Siete Sabios, que era un poco el Premio Nobel de la época, pero mucho más serio. Y si
se le quisiese atribuir un lema, habría
que elegir aquel que él mismo hizo grabar en el frontón del templo de Apolo: meden agan, que
quiere decir: «sin excesos».
( Indro Montanelli )
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