A esta regla de sabia tolerancia
hacia sus adversarios, la restaurada democracia
hizo una sola excepción: en perjuicio
de un hombre que era sin duda el más grande de los atenienses
vivos, y que no era adversario; Sócrates.
La condena de Sócrates queda como uno de los más
grandes misterios de la Antigüedad. El setentón Maestro había rehusado obediencia
a los Treinta y denunciado el mal gobierno de Critias.
Escapaba, por tanto a cualquier acusación de «colaboracionismo», como hoy se diría, y no era susceptible
de
«depuración».
De hecho, sus adversarios no le acusaron en el plano político,
sino en el religioso y moral. La imputación que se le dirigió en -399 era de «impiedad pública
respecto a los dioses, y corrupción de la juventud». El jurado estaba compuesto por mil quinientos ciudadanos. Y en aquello que
hoy llamaríamos la
tribuna de la Prensa, sentábanse, entre otros, Platón y Jenofonte, cuyas reseñas permanecen como los únicos testimonios
dignos de consideración del proceso.
Fue el
«affaire Dreyfus» de la época. Y como siempre sucede en esos casos, los motivos
pasionales se sobrepusieron a todo criterio de justicia. Mas precisamente por esto el proceso nos dice más acerca de la psicología del pueblo griego que cualquier libro. De los tres ciudadanos que
habían presentado la querella, Anito, Meletos y Licón, el primero tenía motivos personales de rencor para con Sócrates porque, cuando tuvo que ir al destierro, su hijo se había negado a seguirle para quedarse en Atenas con el Maestro, del cual era un apasionado partidario, se había dado a la buena vida y murió medio alcoholizado. Anito era un hombre de bien, un demócrata auténtico que por sus ideas había sufrido destierro
y que después
combatió valerosamente bajo Trasíbulo respetando la
vida y los bienes de los oligarcas que habían caído en sus manos. Pero, como padre, era lógico que guardase cierto resentimiento. Lo
que sorprende es que éste fuese compartido por
gran parte de los ciudadanos, como demostraron los hechos.
Los motivos
inmediatos de la impopularidad de Sócrates eran evidentes,
pero de escaso relieve. Se le reprochaba haber tenido entre sus discípulos a Alcibíades
y a Critias, muy odiados en aquel momento.
Pero uno y otro se habían apartado muy pronto del Maestro, precisamente por refractarios a sus enseñanzas. Además, entre los estudiantes de Sócrates siempre había habido de todo. En cuanto a sus antiguas costumbres sexuales, en la Atenas de aquel tiempo no habían sido nunca motivo de escándalo.
Pero eran otras y más profundas las razones por las que muchos, sin
tener conciencia de ello, le detestaban. Y las había indicado claramente la comedia de Aristófanes,
que no constituyó en
absoluto, como dice Platón, un texto de acusación contra el encausado, pero que documenta los motivos por los cuales había sido mal visto. Sócrates era,
por naturaleza, un aristócrata, no en
el sentido trivial y vulgar de pertenecer a una clase y participar de sus prejuicios, sino en el sentido intelectual, que es el único que cuenta. Era pobre, iba
vestido como un andrajoso y nadie podía reprocharle la menor deslealtad respecto al Estado democrático.
Al contrario,
había sido un buen soldado en Anfípolis, en Delios y
en Potidea. Se había mostrado como un juez escrupuloso en el proceso de los almirantes de las Arginusas. Se había rebelado
a
Critias, a pesar de ser su amigo. El respeto a las leyes de la ciudad, antes de predicarlo en el Critón, lo había practicado.
Como filósofo, empero,
había exigido que aquellas leyes estuviesen a tono con la justicia y había impelido a sus discípulos
a fiscalizar que así ocurriese. Para él, el ciudadano ejemplar era el que obedecía cuando recibía una orden de la autoridad, pero que antes de recibirla y después de haberla cumplido, discutía si la orden era buena y si
la autoridad la había formulado bien. No se jactaba de saberlo en absoluto, pero reivindicaba
el derecho a indagarlo y por esto había fundado todo su método en las preguntas. «Tí estí?-», preguntaba. «¿Qué es esto?» Buscaba los conceptos generales y trataba de conseguirlos a través de las inducciones. «Dos cosas —dice Aristóteles— se le deben reconocer; los discursos inductivos y las definiciones.» Y su objeto era claro: preparar una
clase política instruida que gobernase según justicia, tras haber
aprendido bien qué
es justicia. Llevaba en la cabeza una noocracia,
o sea una especie de dictadura de la aptitud que naturalmente excluía la ignorancia y la
superstición.
Todo esto
la plebe no lo sabía porque no era capaz
de seguir la dialéctica socrática. Pero lo intuía. E instintivamente odiaba a Sócrates y su sutil modo de
razonar, del cual se sentía excluida. Aristófanes, con su
tosco «qualunquismo»
(1) precursor,
no había sido más que el
intérprete de aquella
protesta plebeya, la cual
pretendía oponer a Sócrates un sentido común y estaba animada por
la envidia que
todos los hombres mediocres sienten hacia los de
intelecto superior. Porque no hay que creer que Atenas estuviese compuesta exclusivamente de filósofos cultos. Como en la Florencia del siglo XVI y en el París del siglo XVIII,
la gente de cultura constituía una restringida minoría en medio de una
masa de bajo nivel.
Ahora bien,
de esta masa procedía
la mayoría de los jurados y la del público que sobre aquéllos reflejaba sus
propias pasiones. Es de creer, sin embargo, que difícilmente se habría llegado a la
condena, si el mismo Sócrates no hubiese
puesto lo suyo para provocarla. No es que se negara a
defenderse. Lo hizo y hasta con elocuencia, si bien
no hacía falta mucha para refutar las acusaciones. Dijo que siempre había respetado formalmente a los dioses. Era verdad y
nadie pudo replicarle que, sin embargo, no había creído en ellos, pues en
aquellos tiempos tal problema no se planteaba. En cuanto a
la corrupción de los jóvenes, desafió a quien fuere a negar que siempre les había
exhortado a la
templanza, a la piedad y a la prudencia. Mas en seguida se lanzó a la más orgullosa e inoportuna apología de sí
mismo, proclamándose investido por los dioses de
la misión de revelar la verdad.
Todos palidecieron. No solamente porque aquellas palabras parecían un
desafío al tribunal, sino también porque sonaban absolutamente a novedad en
boca de un hombre que siempre se había mostrado modesto y propenso a la autocrítica. Los jurados trataron de pararle en ese peligroso camino.
Pero él no les escuchó y siguió hasta el fondo, pidiendo al fin ser no sólo absuelto de la acusación, sino proclamado
bienhechor público.
Según el enjuiciamiento
ateniense, los veredictos eran dos. En el primero se afirmaba o se negaba la culpabilidad. En el segundo se determinaba la pena, por la cual el acusador hacía una propuesta, el acusado otra y después el tribunal elegía entre las dos, sin poder decidir una tercera. Por lo que,
cuando el acusador pedía la pena de muerte, el acusado solicitaba, pongamos dos años de cárcel, para ofrecer a los jueces una escapatoria; pero no una medalla. Sócrates, en
cambio, a la propuesta de muerte de Meletos, respondió
pidiendo ser alojado
en el Pritaneo, el
Viminal de aquel tiempo. Así, con una altanería que debía de costarle, al fin
y al cabo, un gran esfuerzo, porque no estaba en su carácter, desairó a público, jueces y jurados. De éstos, setecientos ochenta votaron a favor de la pena capital y setecientos veinte en contra. Sócrates
podía aún proponer una alternativa. Primeramente se
negó, después, por fin, se
rindió a las súplicas de Platón y de otros amigos, y se avino a satisfacer una multa de treinta minas,
que aquéllos se declararon dispuestos a pagar. Los jurados volvieron a reunirse. Había buenas esperanzas de que la catástrofe fuese evitada y el temor era grande en
todos, excepto en Sócrates. Cuando se recontaron los votos, los partidarios de la pena de muerte habían aumentado en ochenta.
Sócrates fue
encerrado en la cárcel, donde se permitió que sus discípulos le visitaran. A Critón,
que le decía: «Mueres inmerecidamente», respondió: «Pero si no lo hiciese, lo merecería.» Y a Fedón, su
favorito del momento; «Lástima
de tus rizos. Mañana tendrás que cortártelos en
señal de luto.» No se conmovió siquiera cuando
llegó Xantipa, llorando con su último hijo en brazos: pero rogó a uno de sus amigos que la acompañaran
a casa. Llegado el momento, bebió la cicuta con mano firme, se tendió en el lecho, se cubrió con una sábana,
y
debajo de ésta esperó la muerte, que le comenzó por
los pies y le subió lentamente a lo largo del cuerpo. En torno a él sus discípulos lloraban. Les
consoló mientras tuvo un poco de aliento; «¿Por qué os desesperáis?. ¿No sabíais que
desde el día en que nací la naturaleza me ha condenado a morir?. Mejor es hacerlo a tiempo,
con el cuerpo sano, para evitar la decadencia...»
Acaso en
estas palabras resida el secreto del misterio. Sócrates había
sentido que el sacrificio de la vida aseguraría el triunfo de su misión. Valeroso
como era, no le pareció siquiera un gran sacrificio. Contando ya setenta años, no renunciaba a gran cosa. En compensación se aseguraba una
gran hipoteca sobre el futuro. Todos se habían engañado con él, deslumbrados por su carencia de vanidad.
Bajo su aparente modestia se ocultaban un orgullo y una ambición inmensas y, sobre todo, una profunda fe en la validez de lo que había enseñado y que,
por aquella espontánea aceptación de la muerte, alcanzaba una importancia profética.
Los frutos
no tardaron en madurar. Apenas el cadáver había caído en la fosa, Atenas se rebelaba
ya contra quien había provocado la condena. Nadie quiso volver a dar un tizón a los tres
acusadores para encender sus fuegos. Meletos fue lapidado y Anito desterrado. Es un destino que sometemos a la
meditación de todos los que se
fortalecen con los más bajos instintos del pueblo para
cometer una injusticia contra los mejores.
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