Los
Disturbios de Jerusalén se refieren a
los disturbios masivos en el centro de la provincia romana de Judea, que se
convirtieron en el catalizador de la gran revuelta judía.
De
acuerdo con Josefo, la violencia del año 66 d. C.
comenzó inicialmente en Cesarea, provocada por los griegos de cierta casa de
comerciantes que sacrificaron aves frente a una sinagoga local. La guarnición romana no intervino y, por lo tanto, las antiguas
tensiones religiosas entre los helenísticos y los judíos helenizados, por un
lado, y los judíos ortodoxos, por otro lado, tuvieron una espiral ascendente de
violencia. En reacción, el hijo del Sumo Sacerdote del templo judío, Eliezer ben Hanania, hizo cesar las oraciones y
sacrificios por el emperador romano. Las protestas por los impuestos se sumaron
a la lista de agravios y ataques aleatorios de ciudadanos romanos y percibidos
«traidores» acaecidos en Jerusalén. El templo judío fue entonces ocupado por
las tropas romanas a órdenes del gobernador romano Gesio Floro (Gessius Florus), quien retiró
diecisiete talentos del tesoro del Templo, alegando que el dinero era para el
emperador.
Josefo
atribuye a Gesio Floro una buena parte de la responsabilidad en el
desencadenamiento del conflicto, junto con el radicalismo zelote, mantenido y
alentado a partir del rechazo al censo confeccionado en época de Publio Sulpicio Quirinio.
Josefo
hace alusiones constantes a un tipo de procurador nefasto, inculpándolo
gravemente en el desencadenamiento de una crisis irreversible que, en buena
medida, parece buscada a propósito por él mismo. De Gesio Floro —destaca
Josefo— que si el procurador Albino, su predecesor en el cargo, era un corrupto
por sus frecuentes robos y extorsiones [F.J., Bell Iud., II, 272-276], Floro lo
fue aún peor, pues ya no guardó disimulo alguno y todo lo hacía descarada y
cruelmente y, lo que era aún más grave, «planeaba la guerra», buscando de forma
consciente la sublevación, para tapar y desviar sus iniquidades ante su máximo
superior, el emperador [F.J., Bell Iud., II, 282-283]. Buscando «encender la
guerra» ordena extraer diecisiete talentos del tesoro de Templo [F.J. Bell Iud.,
II, 293-294] y al estallar el conflicto, siempre latente entre la población
greco-siria y judía de Cesarea Marítima, —para Josefo uno de los detonantes que
lleva al «comienzo de la guerra»— [F.J. Bell Iud., II, 284], no parece que el
procurador haga nada para encauzar el problema, sino todo lo contrario [F.J.
Bell Iud., II, 287-288]. Se comporta de un modo abusivo incitando a la
población judía en la capital, Jerusalén, al frente de una cohorte de
infantería y de un destacamento de caballería [F.J. Bell Iud., II, 295-296],
provocando una masacre (¿3.600 muertos?) [F.J., Bell Iud., II, 307] y haciendo
que la tropa romana actúe «con una crueldad hasta entonces desconocida» [F.J.
Bell Iud., II, 308].
En
respuesta a esta acción, la ciudad cayó en los disturbios y parte de la
población judía comenzó a burlarse abiertamente de Floro pasando una cesta
alrededor para recoger el dinero como si Floro fuera pobre. Floro reaccionó a los disturbios mediante el envío de
soldados a Jerusalén el día siguiente para allanar la ciudad y detener a varios
de sus líderes, quienes más tarde fueron azotados y crucificados, a pesar de
que muchos de ellos eran ciudadanos romanos.
Inmediatamente,
las facciones nacionalistas de Judea indignadas tomaron las armas y la
guarnición militar romana de Jerusalén fue arrasada rápidamente por los
rebeldes. En septiembre de 66, los romanos en Jerusalén se rindieron y fueron
linchados. Mientras tanto, los habitantes griegos de la capital de Judea,
Cesarea, atacaron a sus vecinos judíos; los judíos respondieron del mismo modo,
expulsando a muchos griegos de Judea, Galilea y los Altos del Golán. Temiendo
lo peor, el rey pro-romano Agripa II y su
hermana Berenice huyeron de Jerusalén a Galilea. Las milicias de Judea
expulsaron posteriormente a los ciudadanos y funcionarios pro-romanos de Judea,
limpiando el país de todos los símbolos romanos.
Interesantes estos echos.
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