Tenemos
un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que
imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el
gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que
concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes,
alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no
anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de
que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su
pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si
está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad. En nuestras relaciones
con el Estado vivimos como ciudadanos libres y, del mismo modo, en lo tocante a
las mutuas sospechas propias del trato cotidiano, nosotros no sentimos
irritación contra nuestro vecino si hace algo que le gusta y no le dirigimos
miradas de reproche, que no suponen un perjuicio, pero resultan dolorosas. Si
en nuestras relaciones privadas evitamos molestarnos, en la vida pública, un
respetuoso temor es la principal causa de que no cometamos infracciones, porque
prestamos obediencia a quienes se suceden en el gobierno y a las leyes, y
principalmente a las que están establecidas ayudar a los que sufren injusticias
y a las que, aun sin estar escritas, acarrean a quien las infringe una
vergüenza por todos reconocida. En el
sistema de prepararnos para la guerra también nos distinguimos de nuestros
adversarios en estos aspectos: nuestra ciudad está abierta a todo el mundo, y
en ningún caso recurrimos a las expulsiones de extranjeros para impedir que se
llegue a una información u observación de algo que, de no mantenerse en secreto,
podría resultar útil al enemigo que lo descubriera. Esto porque no confiamos
tanto en los preparativos y estratagemas como en el valor que sale de nosotros
mismos en el momento de entrar en acción. Y en lo que se refiere a los métodos
de educación, mientras que ellos, desde muy jóvenes, tratan de alcanzar la
fortaleza viril mediante un penoso entrenamiento, nosotros, a pesar de nuestro
estilo de vida más relajado, no nos enfrentamos con menos valor a peligros
equivalentes. He aquí una prueba: los lacedemonios no emprenden sus
expediciones contra nuestro territorio sólo con sus propias fuerzas, sino con
todos sus aliados; nosotros, en cambio, marchamos solos contra el país de otros
y, a pesar de combatir en tierra extranjera contra gentes que luchan por su
patria, de ordinario nos imponemos sin dificultad. Ningún enemigo se ha
encontrado todavía con todas nuestras fuerzas unidas, por coincidir nuestra
dedicación a la flota con el envío por tierra de nuestras tropas en numerosas
misiones; ellos, sin embargo, si llegan a trabar combate con una parte, en caso
de conseguir superar a algunos de los nuestros, se jactan de habernos rechazado
a todos, y, si son vencidos, que han sido derrotados por el conjunto de
nuestras fuerzas. Pero, en definitiva, si nosotros estamos dispuestos a
afrontar los peligros con despreocupación más que con penoso adiestramiento, y
con un valor que no procede tanto de las leyes como de la propia naturaleza,
obtenemos un resultado favorable: nosotros no nos afligimos antes de tiempo por
las penalidades futuras y, llegado el momento, no nos mostramos menos audaces
que los que andan continuamente atormentándose; y nuestra ciudad es digna de
admiración en estos y en otros aspectos. Amamos la belleza con sencillez y el
saber sin relajación. Nos servimos de la riqueza más como oportunidad para la
acción que como pretexto para la vanagloria, y entre nosotros no es un motivo
de vergüenza para nadie reconocer su pobreza, sino que lo es más bien no hacer
nada por evitarla. Las mismas personas pueden dedicar a la vez su atención a
sus asuntos particulares y a los públicos, y gentes que se dedican a diferentes
actividades tienen suficiente criterio respecto a los asuntos públicos. Somos,
en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos lo
consideramos no un despreocupado, sino un inútil; y nosotros en persona cuando
menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los estudiamos puntualmente,
porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que supone un perjuicio para
la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de proceder a lo
necesario mediante la acción. También nos distinguimos en cuanto a que somos
extraordinariamente audaces a la vez que hacemos nuestros cálculos sobre las
acciones que vamos a emprender, mientras que a los otros la ignorancia les da
coraje, y el cálculo, indecisión. Y es justo que sean considerados los más
fuertes de espíritu quienes, aun conociendo perfectamente las penalidades y los
placeres, no por esto se apartan de los peligros. También en lo relativo a la
generosidad somos distintos de la mayoría, pues nos ganamos los amigos no
recibiendo favores, sino haciéndolos. Y quien ha hecho el favor está en mejores
condiciones para conservar vivo, mediante muestras de benevolencia hacia aquel
a quien concedió el favor, el agradecimiento que se le debe. El que lo debe, en
cambio, se muestra más apagado, porque sabe que devuelve el favor no con miras
a un agradecimiento sino para pagar una deuda. Somos los únicos, además, que
prestamos nuestra ayuda confiadamente, no tanto por efectuar un cálculo de la
conveniencia como por la confianza que nace de la libertad. Resumiendo, afirmo
que nuestra ciudad es, en su conjunto, un ejemplo para Grecia, y que cada uno
de nuestros ciudadanos individualmente puede, en mi opinión, hacer gala de una
personalidad suficientemente capacitada para dedicarse a las más diversas
formas de actividad con una gracia y habilidad extraordinarias. Y que esto no
es alarde de palabras inspirado por el momento, sino la verdad de los hechos,
lo indica el mismo poder de la ciudad, poder que hemos obtenido gracias a estas
particularidades que he mencionado. Porque, entre las ciudades actuales,
nuestra es la única que, puesta a prueba, se muestra superior a su fama, y la
única que no suscita indignación en el enemigo que la ataca, cuando éste
considera las cualidades de quienes son causa de sus males, ni, en sus
súbditos, el reproche de ser gobernados por hombres indignos. Y dado que
mostramos nuestro poder con pruebas importantes, y sin que nos falten los
testigos, seremos admirados por nuestros contemporáneos y por las generaciones
futuras, y no tendremos ninguna necesidad de un Homero que nos haga el elogio ni de ningún
poeta que deleite de momento con sus versos, aunque la verdad de los hechos
destruya sus suposiciones sobre los mismos; nos bastará con haber obligado a
todo el mar y a toda la Tierra a ser accesibles a nuestra audacia, y con haber
dejado por todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes. Tal
es, pues, la ciudad por la que estos hombres han luchado y han muerto,
oponiéndose noblemente a que les fuera arrebatada, y es natural que todos los
que quedamos estemos dispuestos a sufrir por ella.
(
Tucídides en "Historia de la Guerra del Peloponeso )
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