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domingo, 1 de enero de 2023

CLEOPATRA ENAMORADA DE CÉSAR



Esa noche, mientras yacía insomne en el enorme lecho de plumas de Cleopatra, notando el contacto de su cuerpo cálido en el fresco del supuesto invierno de Alejandría, César pensó en el día, el mes, el año. Desde el momento en que había pisado suelo egipcio, todo se había alterado drásticamente: la cabeza de Magno -aquella perversa cábala palaciega-, una corrupción y una degeneración que sólo Oriente podía producir, una indeseada campaña luchada en las calles de una hermosa ciudad; la voluntad de un pueblo de destruir lo que se había tardado tres siglos en construir; su propia participación en esa destrucción... y una pragmática proposición de una reina resuelta a salvar a su pueblo de la única manera que creía que podía ser salvado, concibiendo el hijo de un dios. Creía que él, César, era un dios. Extraño. Insólito.


Ese día César había tenido miedo. Ese día César, que nunca estaba enfermo, había afrontado las consecuencias inevitables de sus cincuenta y dos años. No sólo por su edad, sino por los excesos que había cometido, forzándose a seguir cuando otros hombres se detendrían a descansar. ¡No, César no! El descanso no era propio de César. Nunca lo sería. Pero ahora César, que nunca estaba enfermo, debía admitir que llevaba meses indispuesto. Fuera cual fuese la fiebre o el miasma que había producido temblores y arcadas en su cuerpo, había dejado secuelas. Una parte del organismo de César había -¿cómo había dicho el médico-sacerdote?- sufrido un cambio. César tendría que acordarse de comer, o de lo contrario padecería un ataque de epilepsia, y dirían que por fin César estaba decayendo, debilitándose, que César no era ya invencible. Así que César debía mantener el secreto, no debía permitir que el Senado y el pueblo supieran que algo le pasaba, porque ¿quién, si no, sacaría del lodo a Roma?


Cleopatra suspiró, susurró algo, dejó escapar un leve hipo. Tantas lágrimas, y todas por César. Esta cría patética me ama, me ama. Para ella me he convertido en marido, padre, tío, hermano. Todas las retorcidas ramificaciones de un tolomeo. Yo no lo comprendía, creía entenderlo pero no lo entendía. La fortuna ha arrojado las preocupaciones y pesares de millones de personas sobre sus frágiles hombros; no le ha permitido elegir su destino más de lo que yo le permití a Julia. Ha sido ungida soberana con ritos más antiguos y sagrados que ningún otro; es la mujer más rica del mundo; tiene un poder absoluto sobre las vidas humanas. Sin embargo es un cría insignificante, una niña. Para un romano, es imposible calibrar en qué la han convertido sus primeros veintiún años de vida, con el asesinato y el incesto como norma. Latón y Cicerón sostienen que César aspira a ser rey de Roma, pero ninguno de ellos tiene la menor idea de qué es reinar verdaderamente. Un verdadero reinado está tan lejos de mí como esta criatura que tengo a mi lado, hinchada por el hijo mío que lleva dentro.


Debo levantarme, pensó. Debo beber algo de ese brebaje que Apolodoro tan amablemente me ha traído: zumo de melones y uvas cultivados en invernáculos de lienzo. ¡Qué degeneración! Mi mente divaga: soy César y a la vez soy yo; no puedo separar lo uno de lo otro.


Pero en lugar de ir a beber el zumo de melones y uvas cultivadas en invernáculos de lienzo, apoyó otra vez la cabeza en la almohada y se volvió para observar a Cleopatra. Pese a que era plena noche, no estaba muy oscuro; los grandes paneles de la pared exterior estaban un poco corridos y entraba la luz de la luna, que daba a la piel de Cleopatra un color no plateado sino de bronce claro. Una piel adorable. Alargó el brazo para tocarla, acariciarla, recorrer con la palma de la mano el abultado vientre de una preñez de seis meses, cuya piel no estaba aún bastante distendida para estar luminosa, como él recordaba que estaba el vientre de Cimila cuando le faltaba poco para parir a Julia, o antes de dar a luz a Cayo, que nació muerto debido al ataque de eclampsia de su progenitora. Quemamos a Cimila y al pequeño Cayo juntos, mi madre, la tía Julia y yo. No César. Yo.


Los pequeños pechos de Cleopatra se habían puesto redondos y firmes como globos, y sus pezones se habían oscurecido hasta tener el mismo color negro ciruela que la piel de sus abanicadores etíopes. Quizá lleve en las venas algo de esa sangre, porque su organismo contiene rasgos que no son los de Mitrídates y Tolomeo. Su piel es deliciosa al tacto, tejido vivo con una finalidad más importante que simplemente complacerme. Pero soy parte de este ser, porque lleva mi hijo. En general tenemos a los hijos cuando somos demasiado jóvenes, cuando se llega a mi edad es el momento de disfrutarlos y de adorar a sus madres. Se requieren muchos años y muchos sufrimientos para comprender el milagro de la vida.


Cleopatra tenía el pelo suelto y esparcido sobre la almohada, no era una cabellera espesa y negra como la de Servilia, no un río de fuego en que él podía envolverse, como el de Rhiannon. Ése era el pelo de Cleopatra, del mismo modo que ése era el cuerpo de Cleopatra. Y Cleopatra me ama de manera distinta a todas las demás. Me devuelve la juventud.


Los ojos leoninos de la faraona estaban abiertos, la mirada fija en el rostro de César. En otro momento él habría adoptado una expresión impasible, habría excluido a la joven de su mente con la automática rapidez de un reflejo; nunca hay que entregar a las mujeres la espada del conocimiento, porque la utilizan para castrar. Pero ella está acostumbrada a los eunucos; no valora a esa clase de
hombres, lo que busca en mí es un esposo, un padre, un tío, un hermano. Soy su igual en el poder, y sin embargo poseo el poder adicional de la masculinidad. La he conquistado. Ahora debo demostrarle que no entra en mis intenciones ni en mi naturaleza aplastarla para obtener su sumisión. Ninguna de mis mujeres ha sido servil.



-Te quiero -dijo rodeándola con sus brazos-, como mi esposa, mi hija, mi madre, mi tía. Cleopatra no podía saber que estaba equiparándola a unas mujeres reales, no empleando metáforas tolomaicas, pero a ella le invadió una oleada de amor, de alivio, de absoluto regocijo.

César la había admitido en su vida. César había dicho que la quería.

( Fragmento del libro de Colleen McCullough "El Caballo de César" )




martes, 19 de mayo de 2015

RESPUESTA DE SERVILIA CEPIONIS A LA CARTA DE RHIANNON, LA AMANTE GERMANA DE CÉSAR





Bien, no puedo decir que yo esperase jamás recibir una carta escrita en un latín bastante peculiar de la amante gala de César, pero no deja de resultar divertido, tengo que admitirlo. De modo que tienes un hijo de César. Qué asombroso. Yo tengo una hija de César. Y lo mismo que tu hijo, tampoco lleva el nombre de César. Eso se debe a que yo, por aquel entonces, estaba casada con Marco Junio Silano. Un pariente lejano suyo, otro Marco Junio Silano, es uno de los legados de César este año. Por ello el nombre de mi hija es Junia, y como es la tercera Junia, yo la llamo Tertula.




Dices que eres una princesa. Los bárbaros las tienen, ya lo se. Mencionas ese hecho como si tuviera alguna importancia. No la tiene. Para un romano, la única sangre que importa es la sangre romana. La sangre romana es mejor. El ladrón más mezquino de cualquier callejón trasero es mejor que tú, porque tiene sangre romana. Ningún hijo cuya madre no sea romana podría importarle a César, que tiene la sangre de mayor alcurnia en Roma. Nunca ha sido mancillada por otra sangre que no fuera romana. Si Roma tuviera un rey, César sería ese rey. Sus antepasados fueron reyes. Pero Roma no tiene rey, y César nunca permitiría que Roma tuviera un rey. Los romanos no doblan la rodilla ante nadie.




No tengo nada que enseñarte, princesa bárbara. No es necesario que un romano tenga un hijo de su carne para que herede su posición y lleve el nombre de su familia, porque los romanos pueden adoptar hijos. Esto lo hacen con mucho cuidado. Cualquiera a quien adopten deberá tener la sangre necesaria para continuar su linaje, y como parte de la adopción el nuevo hijo asume su nombre. Mi hijo fue adoptado. Se llamaba Marco Junio Bruto, pero cuando su tío, mi hermano, murió sin dejar un heredero, adoptó a Bruto en su testamento. Bruto se convirtió en Quinto Servilio Cepión, de mi propia familia. Que haya preferido en los últimos años llamarse otra vez Marco Junio Bruto es debido al orgullo que siente por un antepasado juniano, Lucio Junio Bruto, que desterró al último rey de Roma y fundó la res publica romana. Si César no tiene ningún hijo, adoptará uno de sangre juliana y de antepasados impecablemente romanos. Así es la costumbre romana. Y sabedor de esto, César proseguirá su vida seguro, en el convencimiento de que, si no tuviera un hijo de su carne, su último testamento remediaría eso.




No te molestes en contestar esta carta. Me desagrada el hecho de que te consideres a ti misma como una de las mujeres de César. No eres ni más ni menos que un mero recurso circunstancial

( C. McC. )





CARTA DE LA PRINCESA GERMANA RHIANNON, AMANTE DE CÉSAR, A SU OTRA AMANTE ROMANA SERVILIA





Te escribo, dama Servilia, porque sé que tú has sido íntima amiga de César durante muchos años, y que cuando César regrese a Roma él reanudará esa amistad. O por lo menos eso dicen aquí en Samarobriva.




Tengo un hijo de César que ahora tiene tres años. Y soy de sangre real. Soy la hija del rey Orgetórix de los helvecios, y César me apartó de mi marido, Dumnórix de los eduos. Pero cuando mi hijo nació, César dijo que deseaba que fuese educado como galo en la Galia Comata, e insistió en que se le pusiera un nombre galo. Lo llamé Orgetórix, pero me hubiera gustado mucho más llamarlo César Orgetórix.




En nuestro mundo galo es absolutamente necesario que un hombre tenga por lo menos un hijo. Por esa razón, los hombres de la nobleza tienen más de una esposa, no siendo que, si tienen una sola, ésta resulte estéril. Porque ¿qué es la carrera de un hombre, si no tiene un hijo que lo suceda? Sin embargo, César no tiene ningún hijo que lo suceda, y ni siquiera quiere oír hablar de que mi hijo le suceda en Roma. Le pregunté por qué. Lo único que quiso contestarme es que yo no soy romana. No soy lo bastante buena, fue lo que quiso decir. Aunque fuera yo la reina del mundo, si no fuese romana no sería lo bastante buena. No lo comprendo y estoy enfadada.




Dama Servilia, ¿puedes enseñarme a entenderlo?

( C. McC. )