De acuerdo con el testamento de Constantino, el imperio fue
dividido entre los tres hijos sobrevivientes, cada uno de los cuales ya había
sido elevado al rango de césar. (Todos los niños de escuela saben esto, pero
¿lo sabrán siempre?). A los veintiún
años Constantino II fue a la prefectura de Galia. Constancio, a os veinte, a Oriente. Y a los dieciséis, Constante
a Italia e Iliria. Cada uno debió asumir automáticamente el título de Augusto.
Sorprendentemente, esta división del mundo se realizó en forma pacífica.
Después del funeral (al que yo no asistí por ser demasiado joven), Constantino
II se retiró inmediatamente a su capital en Vienne, Francia. Constante partió
para Milán. Y Constancio ocupó el Sagrado Palacio en Constantinopla.
Entonces comenzaron los
asesinatos. Constancio sostuvo que existía u complot para acabar con su vida,
instigado por los hijos de Teodora, legítima esposa de su abuelo Constancio
Cloro, cuya concubina Elena, madre de Constantino, había sido rechazada
cuando su padre fue elevado al rango de emperador. Sí, todo esto puede sonar a
embrollo para los que lo lean, pero para nosotros, cogidos en la trama, estas
relaciones eran tan evidentemente criminales como las de la araña y la mosca.
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