Dicen los romanos que a
las muchas virtudes de Craso sólo un vicio hacía sombra, que era la codicia;
pero, a lo que parece, no era solo, sino que, siendo muy dominante, hacía que
no apareciesen los demás. Las pruebas más evidentes de su codicia son el modo
con que se hizo rico y lo excesivo de su caudal; porque, no teniendo al
principio sobre trescientos talentos, después, cuando ya fue admitido al
gobierno, ofreció a Hércules el diezmo, dio banquetes al pueblo, y a cada uno
de los romanos le acudió de su dinero con trigo para tres meses; y, sin
embargo, habiendo hecho para su conocimiento el recuento de su hacienda antes
de partir a la expedición contra los Partos, halló que ascendía a la suma de
siete mil y cien talentos; y si, aunque sea en oprobio suyo, hemos de decir la
verdad, la mayor parte la adquirió del fuego y de la guerra, siendo para él las
miserias públicas de grandísimo producto. Porque cuando Sila, después de haber
tomado la ciudad, puso en venta las haciendas de los que había proscrito,
reputándolas y llamándolas sus despojos, y quiso que la nota de esta rapacidad
se extendiese a los más que fuese posible y a los más poderosos, no se vio que
Craso rehusase ninguna donación ni ninguna subasta. Además de esto, teniéndose
por continuas y connaturales pestes de Roma los incendios y hundimientos por el
peso y el apiñamiento de los edificios, compró esclavos arquitectos y maestros
de obras, y luego que los tuvo, habiendo llegado a ser hasta quinientos,
procuró hacerse con los edificios quemados y los contiguos a ellos, dándoselos
los dueños, por el miedo y la incertidumbre de las cosas, en muy poco dinero,
por cuyo medio la mayor parte de Roma vino a ser suya. A pesar de poseer tantos
artistas, nada edificó para sí, sino la casa de su habitación, porque decía que
los amigos de obras se arruinaban a sí mismos sin necesidad de otros enemigos.
Eran muchas las minas de plata que tenía, posesiones de gran precio en sí y por
las muchas manos que las cultivaban; a pesar de eso, todo era nada en
comparación del valor de sus esclavos: ¡tantos y tales eran los que tenía!.
Lectores, amanuenses, plateros, administradores y mayordomos, y él era como el
ayo de los que algo aprendían, cuidando de ellos y enseñándoles, porque llevaba
la regla de que al amo era a quien le estaba mejor la vigilancia sobre los
esclavos, como órganos animados del gobierno de la casa. Excelente pensamiento,
si Craso juzgaba, como lo decía, que las demás cosas debían administrarse por
los esclavos, y él gobernar a éstos; porque vemos que la economía en las cosas
inanimadas no pasa de lucrosa y en los hombres tiene que participar de la
política. En lo que no tuvo razón fue en decir que no debía ser tenido por rico
el que no pudiera mantener a sus expensas un ejército: por que la guerra no se
mantiene con lo tasado, según Arquídamo, sino que la riqueza, respecto de la
guerra y los guerreros, tiene que ser indefinida; muy distante de la sentencia
de Mario, el cual, como habiendo distribuido catorce yugadas de tierra a cada
soldado le hubiesen informado que todavía codiciaban más, “No quiera Dios- dijo
que ningún romano tenga por poca la tierra que basta a mantenerlo”.
( Plutarco )
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