Cuando Quinto Servilio Cepio
recibió el mandato para marchar contra los volcos tectosagos de Galia y sus
aliados germanos, ya tranquilamente asentados en las cercanías de Tolosa, era
perfectamente consciente de que iban a dárselo. Tuvo lugar el primer día del
Año Nuevo, en la sesión del Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus,
tras la ceremonia inaugural. Quinto Servilio Cepio, en su primer discurso como
nuevo primer cónsul, anunció a la nutrida asamblea que él no utilizaría el ejército romano de nueva creación.
-Emplearé los tradicionales
soldados romanos, no los pobres del censo por cabezas -dijo, entre vítores y
aplausos.
Claro que hubo senadores que no
aplaudieron, pues Cayo Mario no estaba solo en aquel Senado totalmente hostil.
Buen número de los senadores de los bancos de atrás eran lo bastante
clarividentes para comprender la lógica de la posición de Mario frente a los irreductibles,
e incluso entre las familias ilustres había senadores con criterio independiente;
pero el grupo de conservadores que se sentaban en la primera fila de la cámara,
junto a Escauro, era el que dictaba la política senatorial; cuando ellos
vitoreaban, los demás les secundaban y la cámara emitía su voto a ejemplo suyo.
A este grupo pertenecía Quinto
Servilio Cepio, y era la activa presión de la facción lo que hizo que los
padres conscriptos autorizasen un ejército de ocho legiones para que Quinto Servilio
Cepio demostrase a los germanos que no eran bien recibidos en las tierras del Mediterráneo,
y a los volcos tectosagos de Tolosa que no les traía cuenta acoger a los germanos.
Unos cuatro mil soldados de la
tropa de Lucio Casio habían vuelto a alistarse, pero casi todas las tropas
auxiliares de su primitivo ejército habían perecido con el resto, y la caballería
que se salvó volvió a desperdigarse por sus tierras de origen con la tropa
auxiliar y sus caballos. Así, Quinto Servilio Cepio se enfrentaba a la tarea de
reunir cuarenta y un mil soldados de infantería más doce mil de tropas
auxiliares, ocho mil esclavos auxiliares y cinco mil jinetes con sus cinco mil
servidores. Todo ello en una Italia esquilmada de hombres con los debidos
requisitos de propietarios, ya fuesen romanos, latinos o de origen itálico.
Las técnicas de reclutamiento de
Cepio eran asombrosas. No es que él participase directamente o siquiera se
molestase en ver cómo iban a encontrarse aquellos hombres, sino que pagó a un
equipo de gente y envió a su cuestor, mientras él se dedicaba a otras cosas más
propias de un cónsul. Así, las levas se hicieron a la fuerza, obligando a la gente
a incorporarse a filas no sólo contra su voluntad, sino llegando a secuestrarla
y sacando a los veteranos de grado o por fuerza de sus casas. Reclutaban tanto
al hijo de catorce años y con el aspecto desarrollado de un granjero, como a su
abuelo de sesenta años de aspecto juvenil. Y si la familia no podía aportar el
dinero para equipar a los reclutados, siempre había alguien a mano para anotar
el precio de los pertrechos y confiscar la pequeña propiedad como garantía. Quinto
Servilio Cepio y sus partidarios se hicieron con gran número de tierras. Pero
cuando, a pesar de todo, no se pudo juntar suficientes hombres entre los
ciudadanos romanos y latinos, acosaron inmisericordes a los aliados itálicos.
De este modo, Cepio logró, al
fin, reunir sus cuarenta y un mil soldados de infantería y doce mil hombres
libres de tropas auxiliares según el método tradicional, para que el Estado no
tuviese que pagar armas, armaduras y equipo. Y dado el predominio de legiones
formadas por aliados itálicos, la mayor carga financiera de aquel ejército
recayó más sobre los pueblos aliados que sobre Roma. Como consecuencia, el
Senado ofreció a Cepio un voto de agradecimiento y no tuvo inconveniente en
abrir su bolsa para pagar jinetes de Tracia y de las dos Galias. Mientras Cepio
se daba cada día mayores aires de grandeza, los elementos conservadores de Roma
hablaban maravillas de él siempre que encontraban quien los escuchara.
El resto de las cosas que
realizó Cepio en persona mientras sus pandillas de secuestro asolaban la
península itálica, tuvieron todas que ver con la recuperación del poder por
parte del Senado. De un modo u otro, el Senado había ido perdiendo fuerza desde
los tiempos de Tiberio Graco, unos
treinta años atrás. Primero éste, luego Fulvio Flaco, después Cayo Graco y
luego un conjunto de hombres nuevos y de nobles reformistas, habían ido cercenando
la intervención senatorial en las tareas de las principales sedes legislativas.
De no haber sido por los
recientes ataques de Cayo Mario a los privilegios senatoriales, es muy posible
que Cepio no se hubiera visto imbuido de tal celo y decisión por restablecer
las cosas en su marco tradicional. Pero Mario había revuelto el avispero senatorial
y la consecuencia durante las primeras semanas del consulado de Cepio fue un
deplorable obstáculo para la plebe y los caballeros que la dirigían.
En su calidad de patricio, Cepio
convocó a la Asamblea del pueblo, de la que no había sido expulsado, y la
obligó a decretar una ley despojando a los caballeros del tribunal de extorsiones,
que lo habían recibido de Cayo Graco; de nuevo el jurado de estos tribunales volverían
a constituirlo exclusivamente miembros del Senado en quienes poner la defensa
de sus intereses. Fue una acerba batalla en la Asamblea del pueblo, en la que
el apuesto Cayo Memio a la cabeza de un grupo de senadores se opuso a la maniobra
de Cepio. Pero Cepio se salió con la suya.
Una vez que se hubo impuesto, a finales
de marzo, el primer cónsul salió con las ocho legiones y una importante fuerza
de caballería en dirección a Tolosa, con la cabeza llena de ilusiones, no tanto por la
gloria sino por la modalidad más privada de incrementar su fortuna. Pues Quinto
Servilio Cepio era un auténtico Servilio Cepio, para quien la ocasión de
aumentar su fortuna durante su mandato de gobernador era muchísimo más
halagadora que sus deseos de gloria militar. Había sido pretor-gobernador en la
Hispania Ulterior, cuando Escipión Nasica había declinado el nombramiento
alegando que no podían confiar en él, y le había ido muy bien. Ahora que era
cónsul-gobernador, esperaba que le fuera mucho mejor.
De haber sido habitualmente
posible enviar tropas por mar de Italia a Hispania, Cneo Domicio Ahenobarbo no
habría tenido necesidad de abrir la ruta por tierra a lo largo de la costa de
la Galia Transalpina; pero lo cierto era que los vientos dominantes y las corrientes
marinas dificultaban la navegación entre las dos penínsulas. Así pues, las
legiones de Cepio, igual que las de Lucio Casio el año anterior, tuvieron que
cubrir a pie la distancia de más de mil millas entre Campania y Narbo. Y no es
que a las legiones les importase la marcha, porque todos temían y detestaban el
mar, y les horrorizaba mucho más la travesía que el hecho material de caminar mil
millas. Para empezar, tenían acostumbrados desde la infancia los músculos a
caminar de prisa durante largas distancias, ya que la marcha era el modo más
cómodo de locomoción.
Las legiones de Cepio
invirtieron en el viaje de Campania a Narbona algo más de setenta días, lo que quiere
decir que cubrieron una media de menos de quince millas diarias; una marcha
lenta, entorpecida por una gran caravana de pertrechos y el cuantioso ganado, vehículos
privados y animales que tenían derecho a llevar los soldados romanos con propiedades,
enrolados según el sistema tradicional.
En Narbo, un pequeño puerto
reorganizado por Cneo Domicio Ahenobarbo para servir los intereses de Roma, el
ejército descansó el tiempo suficiente para recuperarse de la marcha pero sin
ablandarse. A principios de verano, Narbo era un lugar delicioso en cuyas diáfanas
aguas abundaban gambas, langostas, grandes cangrejos y toda clase de peces; en
el fango al final de las salinas, junto a la desembocadura del Atax y el
Rustino, había, además de ostras, sabrosos salmonetes. De todos los pescados
conocidos por las legiones romanas en sus expediciones, aquellos salmonetes del
fango estaban considerados como los más exquisitos. Estos peces se escondían en
el fango y había que hacerlos salir para ensartarlos cuando se revolcaban
tratando de volver a hundirse.
Los legionarios no sufrían de
agujetas, estaban habituados a andar, y sus sandalias de gruesa suela, ceñidas
a los tobillos, llevaban tachuelas para hacer un menor contacto con el suelo,
amortiguar la pisada y que no se les pegasen los guijarros. Pero era una
delicia nadar en aquel mar, descansando los músculos doloridos, y los que hasta
entonces habían eludido las clases de natación eran allí descubiertos, para
poner en seguida remedio a su ignorancia. Las muchachas de la localidad, como
las de cualquier otro lugar, se volvían locas por los uniformes; durante
dieciséis días, Narbo fue un hervidero de padres encolerizados, hermanos ahítos
de venganza, risitas femeninas, legionarios lascivos y peleas tabernarias,
actividades que mantenían a los capitanes prebostes atareados y a los tribunos
militares de muy mal humor.
A continuación, Cepio reunió sus
tropas y avanzó por la excelente carretera construida por Cneo Domicio
Ahenobarbo entre la costa y la ciudad de Tolosa. En el lugar en que el río
Atax, procedente de los Pirineos, tuerce en ángulo recto su curso hacia el sur,
la siniestra fortaleza de Carcaso
se erguía en lo alto. A partir de allí, las legiones salvaron las alturas que
separan las aguas del río Garumna de los riachuelos que desembocan en el Mediterráneo
y entraron por fin en las fértiles llanuras aluviales de Tolosa.
Como de costumbre, Cepio tuvo la
inmensa suerte de hallarse con que los germanos se habían enemistado con sus
aliados los volcos y el rey Copilo de Tolosa les había ordenado evacuar la
región. Así, Cepio se encontró con que los únicos adversarios para sus ocho legiones
eran los desventurados volcos, quienes echaron una ojeada a las nutridas filas
con coraza metálica que descendían las faldas de las colinas como una
interminable serpiente, y convinieron en que la discreción era con mucho
preferible al valor. El rey Copilo y sus huestes se dirigieron a las fuentes del
Garumna para dar la alerta a las diversas tribus de la región y esperar a ver
si Cepio era tan incauto como lo había sido Lucio Casio el año anterior.
Tolosa, en manos de hombres viejos, se rindió inmediatamente. Cepio no cabía en
sí de gozo.
¿Por qué ese alborozo? Porque
Cepio sabía lo del oro de Tolosa. Y ahora podía caer en sus
manos sin necesidad de combatir. ¡La suerte sonreía a Quinto Servilio Cepio!
( C.
McC. )
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