En
cuanto el primer pedarius salió como una flecha de la Curia Pompeya
gritando que César había sido asesinado, Marco Antonio lanzó un alarido y echó
también a correr, abandonando el peristilo en dirección a la ciudad. Desconcertado
por la inesperada reacción de Antonio, Trebonio corrió tras él, diciéndole que
se detuviera, que regresara y convocara al Senado. Pero ya era demasiado tarde.
Dolabela y sus lictores huían, al igual que los senadores, los esclavos... y
los Libertadores. Lo único que Trebonio podía hacer era tratar de atrapar a
Antonio.
Dentro,
el silencio era absoluto. Incapaz de contemplar lo que yacía a sus pies, la
estatua de Pompeyo miraba por encima de la sala hacia las puertas abiertas, sus
pupilas eran dos pequeños puntos frente a aquel cegador resplandor, porque el
artista había elegido darles un intenso azul. César estaba acurrucado sobre el
costado derecho, el rostro cubierto por un pliegue de la toga. La sangre por
fin había dejado de fluir, pero formaba una pequeña cascada a un lado del
estrado. De vez en cuando entraba un pájaro, aleteaba en vano en torno a los
rosetones del techo hasta que la luz lo atraía de nuevo al exterior, a la
libertad. Pasaron las horas, pero nadie se atrevió a entrar. César y Pompeyo no
se movieron.
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