Como
llevaba en la sangre madera de actor, montó el escenario con gran minuciosidad. Hizo
construir un elevado estrado con losas de mármol blanco pulimentado del templo
de Zeus en Zeugma, y sobre el estrado otro de amplitud suficiente para colocar
la silla curul un palmo más alto que el resto de la superficie, y en frente de
ella situó un pedestal de mármol rojo oscuro que había servido de realce a una
estatua de Zeus. Confiscó en la ciudad artísticos sitiales de mármol, con
respaldo de grifos y leones, esfinges y águilas, y los dispuso en el estrado en
dos grupos de seis en dos lados y uno espléndido para Tigranes, formado por dos
leones alados, enfrente del pedestal con la silla curul, modesto asiento
comparado con los otros, y sobre todo ello hizo tender un toldo rojo y gualda
con la tapiceria que adornaba el santuario del templo de Zeus.
Poco
después del amanecer del día convenido, una escolta romana condujo a seis de
los embajadores
partos al estrado y los acomodó en un grupo de seis sitiales, mientras el resto
de la embajada permanecía en el suelo, debidamente sentado a la sombra.
Tigranes quiso subir al estrado rojo, pero se le invitó cortés pero firmemente
a hacerlo en su regio sitial, situado en el centro del semicírculo formado por
los otros. Los partos miraron a Tigranes, él los miró a ellos, y todos
dirigieron la vista al podio de mármol rojo.
Cuando
todos estuvieron sentados compareció Lucio Cornelio Sila, ataviado con su toga
praetexta bordada en púrpura con la vara de marfil, signo de su cargo, con
un extremo en la palma de la mano y el otro detrás del codo. Con el
cabello resplandeciente, aun al pasar del sol a la sombra, caminó sin
dirigir la vista a derecha o izquierda hasta los escalones del estrado, salvó
el último escalón hasta su silla curul y tomó asiento con la vara alzada y
la espalda erguida, un pie adelantado y el otro retrasado, en la pose clásica.
Un auténtico romano.
No
les divirtió, y a Tigranes menos que a nadie, pero poco podían hacer, pues los
habían acomodado con tal dignidad y cortesía que reclamar sentarse a la misma
altura que la silla curul no habría servido para acrecentar su dignidad.
-Señores
representantes del rey de los partos y rey Tigranes, os doy la bienvenida a la reunión
-dijo Sila desde su posición dominante, deleitándose en inquietarlos con sus
extraños ojos claros.
-¡No
te corresponde parlamentar, romano! -espetó Tigranes-. ¡Yo he convocado a mis soberanos!
-Lo
siento mucho, rey, pero si me corresponde parlamentar -replicó Sila con una sonrisa-.
Has acudido a donde yo me encuentro, invitado por mí. ¿Quién de vosotros,
señores partos, es el que dirige la delegación? -añadió acto seguido, sin dar
tiempo a que Tigranes replicara, volviéndose levemente hacia ellos con su más
fiera sonrisa, mostrando los colmillos.
Como era de esperar, el más anciano, sentado en el primer
sitial, hizo una regia reverencia.
SILA EN EL ESTRADO CURUL |
-Soy
yo, Lucio Cornelio Sila. Mi nombre es Orobazus y soy sátrapa de Seleucia del Tigris.
Yo sólo respondo ante el rey de reyes, Mitrídates de los partos, que lamenta
que el tiempo y la distancia le impidan estar hoy aquí.
-¿Se
encuentra en su palacio de verano en Ecbatana, verdad? -inquirió Sila.
-Bien
informado estáis, Lucio Cornelio Sila -contestó Orobazus, parpadeando-. No sabía
que en Roma se conocieran tan bien sus movimientos.
-Llamadme
simplemente Lucio Cornelio, señor Orobazus -dijo Sila, inclinándose un poco hacia
adelante sin doblar la columna vertebral, manteniendo en la silla una postura
de perfecta mezcla de gracia y poderío, como correspondía a un romano
dirigiendo una reunión importante-. Hoy vamos a hacer historia aquí, señor
Orobazus, pues es la primera vez que los embajadores del reino de los partos se
reúnen con un embajador de Roma. Y es muy adecuado que ello tenga lugar en el
río que constituye la divisoria entre dos mundos.
-Efectivamente,
mi señor Lucio Cornelio -comentó Orobazus.
-No
digáis «mi señor», sino sencillamente Lucio Cornelio -replicó Sila-. En Roma no
hay señores ni reyes.
-Eso
hemos oído, pero lo encontramos extraño. Seguís, pues, la modalidad griega. ¿Cómo
es que Roma se ha engrandecido tanto si no la gobierna un rey? Es comprensible
entre los griegos, que nunca fueron grandes por no tener un gran rey y se escindieron
en una miriada de pequeños estados que se enfrentaron unos a otros. Roma, por
el contrario, actúa como si tuviera un gran rey. ¿Cómo no teniendo rey habéis adquirido
tanto poder, Lucio Cornelio? -inquirió Orobazus.
-Roma
es nuestro rey, señor Orobazus, aúnque la nombremos con una forma femenina y digamos
«ella». Los griegos se supeditaban a un ideal, vosotros os subordináis todos a un
hombre, vuestro rey, pero los romanos nos subordinamos a Roma y sólo a Roma. Nosotros
no doblamos la rodilla ante ningún ser humano, señor Orobazus, del mismo modo
que no nos doblegamos ante ningún ideal abstracto. Roma es nuestro dios, nuestro
rey, nuestra vida. Y aunque todos los romanos se esfuerzan por acrecentar su
reputación y ser más grandes ante sus compatriotas, en último extremo todo va
dirigido a acrecentar Roma y a la grandeza de Roma. Nosotros, señor Orobazus,
adoramos un lugar, no a un hombre. No un ideal. Los hombres pasan por la tierra
en un vuelo, y los ideales se esfuman conforme soplan los vientos filosóficos,
pero un lugar es eterno mientras los que viven en él lo amen, lo cuiden y lo
engrandezcan. Yo, Lucio Cornelio Sila, soy un gran romano, pero al final de mi
vida todo lo que haya hecho será para engrandecer el poder y la majestad de
donde he nacido: Roma. Hoy estoy aquí, no por cuenta propia, ni por cuenta de
otro hombre, sino por cuenta de ¡Roma! Si firmamos un tratado, quedará depositado
en el templo de Júpiter Feretrius, el más antiguo de Roma, y allí se conservará
sin que sea mio ni siquiera lleve mi nombre. Un legado para la grandeza de
Roma. mio ni siquiera lleve mi nombre. Un legado para la grandeza de Roma. Había
hablado con elocuencia en su hermoso griego ático, mucho mejor que el de los partos
o el de Tigranes, y ellos le habían escuchado fascinados, esforzándose por
comprender un concepto que les era totalmente ajeno. ¿Una ciudad con más
grandeza que un hombre? ¿Un lugar más grande que el resultado del raciocinio de
un hombre?
EMBAJADOR PARTO |
-¡Pero
un lugar, Lucio Cornelio -adujo Orobazus-, no es más que un conjunto de
objetos! Si es una ciudad, es un conjunto de edificaciones; si un santuario, un
conjunto de templos; si un paisaje, un conjunto de árboles, rocas y campos.
¿Cómo un lugar puede generar ese sentimiento, esa nobleza? Miráis un conjunto
de edificaciones, pues ya sé que Roma es una gran ciudad, ¿y qué es lo que
hacéis en consideración a esos edificios?
-Esto
es Roma, señor Orobazus -replicó Sila, tendiendo la vara de marfil y tocando el
musculoso antebrazo, blanco como la nieve-. Esto es Roma -añadió apartando los pliegues
de su toga para mostrar la equis curvada de la silla plegable-. Esto es Roma,
señor Orobazus -repitió, extendiendo el brazo izquierdo, cubierto de pliegues
de la toga, y tocando la tela y haciendo una pausa para mirar aquelíos pares de
ojos clavados en él desde abajo-. Yo soy Roma, señor Orobazus, igual que todo
aquel que se llame romano. Roma es un cortejo que se remonta a mil años, en tiempos
en que un huido de Troya llamado Eneas puso pie en las playas del Lacio, originando
una raza que fundó hace seiscientos sesenta y dos años un lugar llamado Roma. Durante
un tiempo, esa Roma fue gobernada por reyes, hasta que los romanos repudiaron
el concepto de que un hombre pueda ser más poderoso que el lugar que le ha
visto nacer. No hay ningún romano más grande que Roma. Roma es el crisol de los
grandes hombres. Pero lo que son y lo que hacen es para gloria de ella, son su
contribución a ese cortejo que continúa. Y yo os digo, señor Orobazus, que Roma
perdurará mientras los romanos la quieran más que a sí mismos, más que a sus
hijos y más que a su propia fama y triunfos. -Hizo otra pausa y respiró hondo-.
Mientras los romanos quieran más a Roma que a un ideal o a un solo hombre.
-Pero
el rey es la encarnación de todo eso que decís, Lucio Cornelio -replicó
Orobazus.
-Un
rey no puede serlo -añadió Sila-. A un rey, lo primero que le importa es él
mismo, y se cree más cerca de los dioses que ningún otro hombre. Hay reyes que
se creen dioses. Simple egoísmo, señor Orobazus. Los reyes se aprovechan de sus
países; Roma se engrandece con los romanos.
-No
comprendo lo que decís, Lucio Cornelio -dijo Orobazus, alzando los brazos en senecto
ademán de rendición.
-Pues
pasemos a los motivos que han hecho que nos reunamos aquí, señor Orobazus. Es una
circunstancia histórica, y por cuenta de Roma os hago una propuesta. Todo lo
que queda al este del río Éufrates es de vuestra absoluta potestad y asunto del
rey de los partos, pero lo que está al oeste del río Eufrates es asunto de Roma
y potestad de quienes actúan en nombre de Roma.
-¿Queréis
decir, Lucio Cornelio -replicó Orobazus enarcando sus hirsutas cejas grises-, que
Roma quiere gobernar en todas las tierras al oeste del río Éufrates? ¿Que Roma pretende
destronar a los reyes de Siria, del Ponto, de Capadocia, de Comagene y muchas
otras tierras?
-Ni
mucho menos, honorable Orobazus. Roma quiere garantizar la estabilidad de las tierras
al oeste del Éufrates, impedir que unos reyes se expansionen a costa de otros, evitar
que las fronteras de los paises se reduzcan o se amplíen. ¿Sabéis, por ejemplo,
honorable Orobazus, en qué lugar exacto me hallo hoy?
-Con
exactitud, no, Lucio Cornelio. Recibimos aviso de nuestro súbdito Tigranes de Armenia
de que ibais contra él con un ejército. Y hasta el momento no he podido obtener
razón alguna del rey Tigranes que me explique por qué vuestro ejército no ha
pasado a la acción. Estabais muy al este del Éufrates, y ahora parece que os
dirigís de nuevo hacia el oeste. ¿Qué os trajo aquí? ¿Por qué entrasteis con vuestro
ejército en Armenia? ¿Y por qué, una vez dentro, no habéis atacado?
Sila
volvió el rostro para mirar a Tigranes y vio el círculo dentado de su tiara,
decorado a ambos lados por encima de la diadema con una estrella de ocho puntas
y un creciente formado por dos águilas, notando que estaba hueco y que el rey
era bastante calvo. Molesto por su situación inferior, el rey alzó la barbilla
y miró irritado a Sila.
-¿Cómo,
rey, no se lo dijiste a tu señor? -inquirió Sila. Al no recibir respuesta, se
volvió hacia Orobazus y los otros partos-. Roma está seriamente preocupada,
honorable Orobazus, porque algunos reyes del extremo oriental del Mediterráneo
se hagan excesivamente poderosos y expulsen a otros. A Roma le complace la
situación en Asia Menor, pero el rey Mitrídates del Ponto ha puesto sus miras
en el reino de Capadocia y en otras regiones de Anatolia, incluida Cilicia, que
se ha puesto voluntariamente en manos de Roma ahora que el rey de Siria no
tiene suficiente poder para protegerla. Pero vuestro súbdito, el rey Tigranes,
ha apoyado a Mitrídates, llegando incluso hace poco a invadir Capadocia.
-Algo
de eso he oído -dijo Orobazus impasible.
-¡Me
imagino, honorable Orobazus, que nada escapa a la atención del rey de los
partos y de sus sátrapas! Sin embargo, después de hacerle el trabajo sucio al
Ponto, el rey Tigranes regresó a Armenia y no ha vuelto a pasar al oeste del
Eufrates -dijo Sila con un carraspeo-. Lamentablemente, he tenido que expulsar
de nuevo de Capadocia al rey del Ponto; encomienda del Senado y del pueblo de
Roma que llevé a cabo a principios de año. Sin embargo, pensé que mi tarea no
habría quedado culminada sin viajar para hablar con el rey Tigranes. Por eso me
dirigí a Eusebia Mazaca para verle.
-¡Desde
luego! -replicó Sila enarcando sus puntiagudas cejas. Comprenderéis, honorable Orobazus,
que ando por un confín del mundo que no conozco, y es una simple precaución.
Por eso he venido con mi ejército y me he conducido con absoluto decoro, como
me imagino sabréis; no hemos saqueado ni pillado, ni pisoteado ningún cultivo.
Hemos comprado cuanto necesitábamos y seguimos haciéndolo. Considerad mi
ejército como una escolta muy numerosa. ¡Yo soy un hombre importante, honorable
Orobazus! Mi puesto en el gobierno de Roma no ha alcanzado el cenit y aún
llegaré más alto. Por consiguiente, me incumbe a mi, ¡y a Roma!, cuidar de
Lucio Cornelio Sila.
-Un
momento, Lucio Cornelio -interrumpió Orobazus con un gesto-. Tengo aquí a un caldeo, Nabopolosor, que viene no de Babilonia sino de la misma Caldea, donde el delta
del Éufrates desemboca en el mar de Persia. Me sirve de vidente y de astrólogo
y su hermano está al servicio del rey Mitrídates de los partos. Todos los
presentes de Seleucia del Tigris creemos en lo que vaticina. ¿Permitiríais que
os examinara la palma de la mano y el rostro? Quisiéramos saber por nosotros
mismos si sois tan gran hombre como decís.
Sila
se encogió de hombros con expresión de indiferencia.
-Me
da igual, honorable Orobazus. ¡Que ese hombre escrute las líneas de mi mano y
de mi rostro cuanto queráis! ¿Está aquí? ¿Queréis que lo haga ahora? ¿O debo ir
yo a algún sitio?
-Quedaos
sentado, Lucio Cornelio, Nabopolosor vendrá aquí -dijo Orobazus chascando los
dedos y diciendo algo al grupo de observadores partos sentados en el suelo.
De
entre ellos surgió un individuo que no se diferenciaba de los demás, con el
sombrero redondo cuajado de perlas, el collar espiral y vestiduras doradas. Con
las manos metidas en las mangas, se llegó hasta los escalones del estrado, los
ascendió ágilmente y se detuvo en el último, ante el estrado de Sila; allí sacó
una mano de la manga y cogió la mano derecha que le tendía el romano para ir
mirando despacio las líneas; luego la soltó y se puso a escrutarle el rostro.
Hizo una reverencia, descendió los escalones, retrocediendo hasta Orobazus, y
sólo en ese momento volvió la espalda a Sila.
Tardó
un rato en hacer su informe, mientras Orobazus y los demás escuchaban atentamente
con rostro impasible. Hecho lo cual, regresó hasta Sila, inclinó el tronco
hasta el suelo y salió de la plataforma sin alzar la cabeza, en actitud de
solemne sumisión.
El
corazón de Sila, que había comenzado a latir aceleradamente mientras el adivino
daba su veredicto, volvió a saltar de gozo cuando el caldeo se escurrió de la
plataforma para regresar a su puesto en el grupo. No sabía qué les había dicho,
pero era evidente que acababa de confirmar su afirmación de que era un gran
hombre romano al hacerle aquella profunda reverencia como si hubiera sido su
rey.
-Nabopolosor
dice, Lucio Cornelio, que sois el hombre más grande del mundo, y que ninguno de
vuestros contemporáneos puede compararse a vos desde el río Indus hasta el río
del océano en el extremo de Occidente. Debemos creerle, pues no se ha recatado
de incluir entre vuestros inferiores a nuestro rey Mitrídates, jugándose con
ello la cabeza dijo Orobazus con distinto
timbre en la voz.
-¿Resumimos
lo parlamentado? -inquirió Sila, sin alterar la postura, el gesto y el tono protocolario.
-Os
lo ruego, Lucio Cornelio.
-Bien.
Creo que había explicado el porqué de la presencia de mi ejército, pero no lo
que
había
venido a decir al rey Tigranes. En pocas palabras, le dije que permaneciera en
el lado del río Éufrates que le corresponde, advirtiéndole que no ayudase a su
suegro del Ponto a lograr sus ambiciones, ya fuesen relativas a Capadocia,
Cilicia o Bitinia. Y después de advertírselo, volví grupas.
-¿Creéis,
Lucio Cornelio, que el rey del Ponto ha puesto sus miras más allá de Anatolia?
LUCIO CORNELIO SILA |
-¡Yo
creo que ambiciona todo el mundo, honorable Orobazus! Ya es dueño del Euxino oriental,
desde Olbia en el Hypanis hasta la Cólquida del Fasis. Se ha apoderado de la
Galacia asesinando a todos los notables y ha matado al último rey de la
dinastía capadocia. Estoy seguro de que es el artífice de la invasión de
Capadocia llevada a cabo por Tigranes, aqui presente. Y al margen del objeto de
esta reunión -añadió, inclinándose hacia adelante, con un fulgor extraño en los
ojos-, os diré que la distancia entre el Ponto y el reino de los partos es
mucho menor que la existente entre el Ponto y Roma. Por consiguiente, creo que
el rey de los partos debería vigilar sus fronteras dado que el del Ponto
alimenta ambiciones expansionistas, vigilando a la par atentamente a su súbdito
el rey Tigranes de Armenia -añadió Sila, con una sonrisa amable y los colmillos
bien ocultos-. Eso es cuanto tengo que decir, honorable Orobazus.
-Habéis
hablado cuerdamente, Lucio Cornelio -dijo el parto-. Tendréis el tratado. Todo
el occidente del Éufrates será potestad de Roma y todo el este del Éufrates
potestad del rey de los partos.
-¿He
de entender que eso significa que no habrá más incursiones al Oeste por parte
de Armenia?
Por
fin, pensó Sila mientras los enviados partos abandonaban el estrado -seguidos
por un Tigranes al que no le llegaba la camisa al cuerpo-, por fin sé lo que
debió de sentir Mario cuando Marta, la vidente siria, le predijo que sería
siete veces cónsul de Roma y le calificó de tercer fundador de Roma. ¡Pero Cayo
Mario sigue vivo! ¡Y a mí me han llamado el hombre más grande del mundo! ¡De
todo el orbe, desde la India al océano Atlántico!
Pero
durante los días que siguieron no dejó trascender el menor júbilo ante quienes
le rodeaban;
su hijo, que había asistido de lejos a la entrevista, no sabía más que lo que
sus ojos habían visto, y ninguno de los que acompañaban a Sila había oído nada.
Y Sila sólo habló del tratado.
( C.
McC. )
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