Tenía diecinueve años al morir
mi padre el censor, quien me dejó en herencia no sólo sus bienes, sino también
el cargo de paterfamilias. Quizá por suerte, la única carga molesta fue mi
hermana de trece años, por ser huérfana de padre y madre. En aquel entonces, mi
madre Cornelia se ofreció a admitir a mi hermana en su casa, pero, naturalmente,
yo me negué. Aunque no hubo divorcio, sé que conocéis la frialdad que existía
entre mis padres y que llegó a su punto culminante cuando mi padre dispuso que
mi hermano fuese adoptado. Mi madre siempre le quiso más que a mi y, al
convertirse en Marco Emilio Lépido Liviano, alegó que era muy joven y fue a
vivir con él en el nuevo hogar, en donde, efectivamente, encontró una clase de
vida mucho más libre y licenciosa de la que habría tenido bajo el techo de mi
padre. Os refresco la memoria en estas cosas por pundonor, pues considero
mancillado mi honor por la conducta vil y egoísta de mi madre.
Me enorgullezco de haber criado
a mi hermana Livia Drusa como corresponde a su alta posición. Tiene ahora
dieciocho años y está en edad casadera. Igual que yo mismo, Quinto Servilio,
con mis veinticinco años. Sé que existe la costumbre de aguardar hasta pasados
los veinticinco años para casarse y sé que hay muchos que prefieren esperar hasta
entrar en el Senado, pero yo no puedo. Soy el paterfamilias y el único Livio
Druso varón que queda de mi generación. Mi hermano Mamerco Emilio Lépido
Liviano ya no puede reclamar sus derechos al nombre de Livio Druso ni a heredar
parte de la fortuna. Por consiguiente, me incumbe a mí el casarme y procrear,
si bien al morir mi padre había decidido esperar hasta que mi hermana tuviese
edad para casarse.
Por consiguiente, Quinto
Servilio, desearía, como cabeza de familia, proponeros una alianza matrimonial
a vos, cabeza de vuestra familia. Por cierto, no he considerado oportuno hablar
de este asunto con mi tío Publio Rutilio Rufo. Aunque nada tengo contra él como
marido de mi tía Livia y padre de sus hijos, no creo tampoco que su sangre y su
carácter tengan suficiente categoría como para que su consejo cuente. Por
ejemplo, hace poco llegó a mis oídos que había convencido a Marco Aurelio Cota
para que permitiese a su hijastra Aurelia elegir esposo por si misma. Difícil
es imaginar actitud más antirromana. Y naturalmente, ella eligió a un guapo
mozo llamado Julio César, un muchacho débil y pobre que nunca llegará a nada.
Al decidir esperar a mi hermana,
pensé que evitaba a mi futura esposa la responsabilidad de acogerla en su casa
y corresponder a su conducta. No veo virtud alguna en transmitir las tareas de
uno a quienes no puede esperarse que las desempeñen con igual esmero.
Lo que os propongo, Quinto
Servilio, es que consintáis en darme en matrimonio a vuestra hija, Servilia
Cepionis, y permitáis que vuestro hijo Quinto Servilio se case con mi hermana
Livia Drusa. Es una solución ideal para ambas familias. Nuestros lazos conyugales
se remontan a muchas generaciones y tanto mi hermana como vuestra hija tienen
dotes iguales, lo cual significa que no habrá dinero que cambie de manos, una
ventaja en estos tiempos de escasez monetaria.
Os
ruego me comuniquéis vuestra decisión
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