Sé que querías que me presentara
a cónsul contigo, Cayo Mario, pero me ha surgido una oportunidad que habría
sido necio perder. Sí, el año que viene seré candidato al consulado, y mañana inscribiré
mi nombre. De momento parece haberse secado el pozo y no se presenta nadie
importante. Parece que te oigo decir: "Cómo, ¿no vuelve a presentarse Quinto
Lutacio Catulo César?" No, últimamente está de capa caída por lo evidente
que resulta que pertenece a la facción partidaria de todos los cónsules
responsables de la pérdida de tantas vidas humanas. Hasta ahora el que más posibilidades
tiene es una especie de hombre nuevo; nada menos que Cneo Malio Máximo. No está
nada mal; yo podría entenderme con él, y estoy casi seguro que es el candidato
más idóneo.
En este momento, Roma es una
ciudad muy aburrida; apenas tengo qué contarte y poquisimo en cuanto a
escándalos. Los tuyos están bien; el pequeño Mario es un gozo y una delicia,
muy dominante y adelantado para su edad, y vuelve loca a su madre de lo
travieso que es, como deben ser los niños. Sin embargo, tu suegro no se
encuentra bien, aunque, como buen César, nunca se queja. Parece que le sucede
algo en la voz y no hay manera de paliarlo por mucha miel que tome.
¡Y no tengo nada más que
contarte! Es horroroso. ¿De qué podría hablarte? Apenas he llenado una página.
Ah, está lo de mi sobrina Aurelia. "¿Y quién diablos es esa Aurelia?",
te oigo decir. Además, no te interesará lo más mínimo. Es igual. Seré breve.
Seguro que conoces la historia de Helena de Troya, a pesar de que seas un
provinciano que no habla griego. Era tan hermosa, que todos los reyes y
príncipes de Grecia la codiciaban en matrimonio. Pues así es mi sobrina. Tan
preciosa, que en Roma todos quieren casarse con ella.
Todos los hijos de mi hermana
Rutilia son hermosos, pero Aurelia es algo más que hermosa. Cuando era niña, todos
lamentaban el rostro que tenía; decían que era demasiado huesudo, demasiado
duro, demasiado qué sé yo. Pero ahora que va a cumplir dieciocho años, todo el
mundo hace elogios de ese mismo rostro.
Te diré que yo la quiero mucho.
¿Por qué? me imagino que preguntarás. Cierto, generalmente no me interesan las
hijas de mis parientes cercanos, y tampoco mi hija ni mis dos nietas. Pero sí
sé por qué aprecio a mi querida Aurelia. Por su criada. Cuando cumplió trece
años, mi hermana y su esposo -Marco Aurelio Cota- decidieron que tuviese una
criada fija que hiciera las veces de compañera y vigilanta. Así, compraron una
buena muchacha y se la dieron a Aurelia, quien al poco les dijo que no quería aquella
chica.
-¿Por qué? -preguntó mi hermana
Rutilia.
Los padres volvieron a ver al
tratante y se esmeraron en elegir otra criada, que Aurelia también rechazó.
-¿Por qué? -preguntó mi hermana.
Y sus padres volvieron por
tercera vez y examinaron con Espurio Postumio Glicón los libros para encontrar
otra. Debo añadir que las tres que habían escogido eran muy instruidas, griegas
y muy bien habladas.
Pero Aurelia tampoco quiso a la
tercera criada.
-¿Por qué? -volvió a preguntarle
mi hermana Rutilia.
-Porque es una oportunista; ya
le está haciendo guiños al mayordomo -contestó Aurelia.
Cuando Aurelia regresó a casa
con la elegida, la familia se quedó atónita. Había traído a una chica de
dieciséis años de la tribu gala de los arvernos, una criatura altísima y delgada,
de rostro rosado y nariz chata, ojos azul claro, un pelo horrorosamente cortado
(su antiguo amo se lo había cortado para venderlo para pelucas) y los pies y
las manos mas enormes que habían visto en su vida en hombre o mujer. Aurelia
dijo que se llamaba Cardixa.
Bien, como tú sabes, Cayo Mario,
a mí siempre me han intrigado los antecedentes de los esclavos domésticos;
siempre me ha chocado que dediquemos mucho más tiempo a
decidir el menú de un banquete
que a saber los orígenes de aquellos a quienes confiamos nuestra ropa, nuestra
persona, nuestros hijos y hasta nuestra reputación. Y me llamó en seguida la
atención que mi sobrina de trece años hubiese elegido aquella horrenda Cardixa,
precisamente con toda la razón, pues ella quería una persona fiel, hacendosa,
sumisa y bien intencionada, más que alguien con buen aspecto, que hablase
griego como un indígena (¿no lo hablan todas?) y pudiese sostener una
conversación con ella.
Así que me preocupé por
enterarme de los datos de Cardixa, lo que no fue difícil, pues pregunté a
Aurelia, que conocía su historia. La habían vendido cautiva con la madre cuando
tenía cuatro años, después de que Cneo Domicio Ahenobarbo conquistase la región
de los arvernos y crease la provincia de la Galia Transalpina. Poco después de
llegar las dos a Roma, murió la madre, por lo visto de melancolía; la niña se
convirtió en una especie de doncella, obligada a ir y venir con orinales,
almohadas y cojines. Poco después de perder su encanto de niña, la vendieron
varias veces y fue creciendo hasta convertirse en la espingarda que yo vi el
día que Aurelia la trajo a casa. Uno de los amos la había vejado sexualmente a
la edad de ocho años, otro la azotaba cada vez que su esposa la regañaba y un
tercero la había enseñado a leer y escribir con su propia hija, que era terca
para el estudio.
Ahora, Cayo Mario, verás por qué
quiero más a esta muchacha que a mi propia hija. Mi comentario no le gustó nada.
Dio un respingo hacia atrás, como una serpiente; y me contestó:
-¡Ni mucho menos! La compasión
es admirable, tío Publio, así nos lo dicen los libros y los padres, pero yo no
creo que sea una buena justificación para elegir una criada. Si la vida de
Cardixa ha dejado mucho que desear, no es culpa mía. Y no tengo capacidad moral
para rectificar su infortunio. Yo la he elegido porque estoy segura de que será
jiel, trabajadora, sumisa y bien intencionada. Una buena encuadernación no es
garantía de que el libro merezca la pena leerse.
Ah, ¿no te gusta a ti también un
poco, Cayo Mario? ¡Trece años que tenía entonces! Y lo más curioso es que esto,
dicho ahora con mi atroz escritura, puede sonar pedante o hasta insensible si
yo no supiera que no era pedante ni insensible. ¡Sentido común, Cayo Mario! Mi sobrina
tiene sentido común. ¿Cuántas mujeres conoces con una virtud como ésa? Todos quieren
casarse con ella por su rostro, su cuerpo y su fortuna, cuando yo preferiría
entregarla a alguien que apreciase ese sentido común. Pero ¿cómo saber quién se
merece ese favor? Esa es la inquietante cuestión que nos planteamos.
( C. McC. )
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