La historia había llegado a
oídos de Cepio siendo gobernador de la Hispania Ulterior tres años antes, y
desde entonces había soñado con encontrar el oro de Tolosa, pese a que su
informante hispano le había asegurado que aquel tesoro era un mito. En Tolosa
no había oro, así lo juraban todos los que habían visitado la ciudad de los
volcos tectosagos. Los volcos no tenían más riqueza que su generoso río y las
fértiles tierras. Pero Cepio confiaba en su suerte; estaba convencido de que el
oro estaba en Tolosa. Si no, ¿cómo había sabido él la historia en Hispania, y
había recibido después la encomienda de seguir los pasos de Lucio Casio hasta
Tolosa, encontrándose con que los germanos habían partido y pudiendo tomar la
ciudad sin lucha? Porque la fortuna estaba de su parte.
Se despojó del atuendo militar,
vistió su toga bordada en púrpura y recorrió las calles bastante primitivas de
la ciudad, fisgando en todos los escondrijos y huecos de la fortaleza; y aun
recorrió todos los campos y prados que rodeaban las afueras de la ciudad, más
de estilo hispano que galo. Efectivamente, Tolosa tenía poco espíritu galo;
allí no había druidas ni notaba la característica aversión gala por los
entornos urbanos. Los templos y sus recintos estaban construidos a la manera de
los de las ciudades hispanas, con pintorescos jardines con lagos y riachuelos
artificiales alimentados por el Garumna. ¡Una delicia!
Como no encontraba nada, Cepio
puso al ejército a trabajar en busca del oro; una búsqueda con ambiente
festivo, realizada por unas tropas ya sin la angustia de un enfrentamiento con
el enemigo y ansiosas de cobrar su parte del fabuloso botín.
Pero no daban con el oro. Si, en
los templos se hallaron algunos objetos de gran valor, pero sólo unos pocos y
nada de barras de oro. Y la ciudadela fue una gran decepción, como ya había
comprobado el propio Cepio: nada más que armas y dioses de madera, recipientes de asta y platos de
cerámica. El rey Copilo vivía con gran sencillez y no había sótanos secretos de
almacenamiento.
Entonces, Cepio tuvo una genial
idea y mandó a los soldados excavar en los jardines que rodeaban los templos. En
vano. Ni una sola zanja, aun la más profunda, reveló el menor indicio de oro.
Los zahoríes enarbolaron sus varitas de mimbre sin obtener la menor señal que
las hiciera vibrar o doblarse como arcos. Del recinto de los templos, la
búsqueda pasó a los campos de labor y a las calles de la ciudad, pero todo fue
inútil. Y mientras el paisaje se iba pareciendo cada vez más a la obra de un
topo gigante enloquecido, Cepio no paraba de pasearse y pensar.
En el Garumna había pesca
abundante, incluido el salmón y ciertas variedades de carpa, y como el río
alimentaba los lagos de los templos, también en éstos proliferaban los peces. A
los legionarios de Cepio les resultaba más fácil pescarlos en los lagos que en
el río, de ancho y profundo cauce y corriente rápida; así, paseando de arriba
abajo, no veía más que soldados prendiendo moscas y haciendo cañas con ramas de
sauce. Pensativo y sin dejar de pasear, llegó hasta el lago más grande. Y alli,
absorto en sus pensamientos, contempló distraídamente el juego que producía la
luz en las escamas de los abundantes peces, dando mil centelleos y fulgores
entre los juncos. Eran en su mayoría reflejos plateados, pero de vez en cuando
fulguraba una carpa con un brillo aurífero.
La idea se fue abriendo paso en
su subconsciente y, de pronto, le acometió y estalló en su cerebro. Mandó
llamar a su cuerpo de ingenieros y les ordenó vaciar el lago; no fue una tarea
difícil y, desde luego, valió la pena. El oro de Tolosa se hallaba en el fondo
de aquellos estanques sagrados, oculto por el fango, los juncos y los residuos
naturales de muchas décadas.
Una vez seco y amontonado el
último lingote de oro, Cepio fue a examinar el botín y tuvo que contener un
grito. No había querido asistir a la operación porque, por su carácter, le gustaba
sorprenderse. ¡Y menuda sorpresa! Pasmado quedó en realidad, porque habría unas
cincuenta mil barras de oro de unas quince libras, un total de 15000 talentos.
Y, además, diez mil barras de plata de veinte libras: 3.500 talentos de plata.
Luego, los zapadores encontraron más plata en los lagos, pues resultaba que los
volcos habían utilizado su tesoro para hacer piedras de plata maciza para
moler, y una vez al mes las sacaban del río y las dedicaban a moler trigo para
tener provisión de harina durante un mes.
( C.
McC. )
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