Druso
no anunció su candidatura a tribuno de la plebe hasta la mañana del día de las elecciones,
lo que, generalmente, habría sido una estratagema temeraria, pero en este caso
resultó una excelente idea, pues le ahorró tener que contestar a preguntas comprometidas
durante el plazo preelectoral y, por otra parte, pareció como si al ver la poca
entidad de los otros candidatos hubiese alzado los brazos escandalizado y se hubiera
decidido a presentarse para mejorar el equipo. Los mejores nombres del resto de
la candidatura eran Sestio, Saufeio y Minicio, ninguno de ellos noble, y menos
aún de valía. Druso anunció su candidatura después que lo hubiesen hecho otros
veintidós.
Fueron
unas elecciones tranquilas, poco concurridas. Se presentaron unos dos mil electores, porcentaje muy reducido; y como en la zona de los Comitia cabían con
holgura el doble, no hubo necesidad de hacerlas en un recinto mayor, como el
circo Flaminio. Una vez declarados los candidatos, el presidente del colegio
saliente de tribunos de la plebe inició el procedimiento de votación instando a
los electores a agruparse en tribus; el cónsul Marco Perperna, un plebeyo, no
quitaba ojo de todo, como encargado del escrutinio, y como la asistencia fue
baja, los esclavos públicos que sostenían las sogas que separaban a las tribus
no tuvieron que enviar a recintos acotados con cuerdas fuera de la zona a las
tribus más numerosas.
Como
se trataba de una elección, las treinta y cinco tribus emitieron el voto a la
vez en lugar de hacerlo sucesivamente una tras otra, como en el caso de aprobar
una ley o dar el veredicto de un juicio. Las cestas en que se depositaban las
tablillas de cera inscritas con el voto estaban en un estrado debajo del muro
de los rostra, al que sólo tenían acceso los tribunos de la plebe
salientes, los candidatos y el cónsul encargado del escrutinio.
El
estrado de madera instalado al efecto seguía la curva de la grada inferior de
la zona de votaciones, tapándola. Treinta y cinco angostos pasadizos en cuesta
iban desde la parte inferior hasta las cestas, a una altura de unos seis pies,
y las sogas que separaban a las tribus se extendían a modo de porciones de
tarta hasta el lado opuesto a los rostra. Los electores llegaban a la
rampa, recibían su tablilla de cera de los custodes, se detenían a
inscribir su elección con el stylus, ascendían por el puente de tablas y
la depositaban en la cesta de su tribu correspondiente. Una vez cumplido el
deber electoral, salían andando por la grada superior y del recinto por ambos
lados del muro de los rostra. Los que se habían tomado la molestia o se
habían sentido con ánimo de revestir la toga, no se marchaban hasta después del
recuento, por lo que, después de votar, se quedaban rezagados en el bajo Foro
charlando, comiendo un tentempié y observando cómo iba la votación.
Durante
todo este largo proceso, los tribunos de la plebe salientes permanecían detrás
de la tribuna de los rostra, los candidatos, delante, y el presidente
del colegio saliente con el cónsul encargado del escrutinio, sentados en un
banco, enfrente, para ver todo lo que sucedía en el recinto inferior.
Algunas
tribus, en particular las cuatro urbanas, contaban aquel día con varios centenares
de electores, mientras que otras tenían muchos menos, incluso sólo un par de
docenas en el caso de tribus rurales distantes. Sin embargo, sólo contaba un
voto por cada tribu: el de la mayoría de sus miembros, lo que a las tribus
rurales distantes les confería una ventaja desproporcionada.
Puesto
que las cestas sólo tenían capacidad para aproximadamente cien tablillas, las retiraban
a medida que se llenaban para poner otras en su lugar; el recuento lo fiscalizaba
constantemente desde su posición central el cónsul encargado del escrutinio,
que efectuaban, en una gran mesa en la grada superior, a sus pies, treinta y
cinco custodes con sus ayudantes.
Una
vez concluido, unas dos horas antes de ponerse el sol, el cónsul encargado leía
los resultados ante los que habían aguardado hasta el final y los que habían
vuelto a congregarse en el recinto, ya sin cuerdas, y autorizaba también la
publicación de los resultados en una hoja de pergamino que se exponía en el
muro de atrás de los rostra con vista al Foro, para que en días sucesivos
pudieran leerlos los que por allí pasaban.
Marco
Livio Druso fue el nuevo presidente del Colegio, después de efectuar el escrutinio
de la mayoría de las tribus; de hecho, las treinta y cinco tribus le habían
votado, fenómeno extraordinario. Los Minicios, Sestius y Saufeios también
fueron votados, y otros seis con nombres tan poco conocidos y sugerentes que
casi nadie los recordó, ni dieron motivo para ello durante el año que
permanecieron en el cargo, que se inició el décimo día de diciembre, unos treinta
días a partir de la votación. Naturalmente, a Druso le encantó no tener
adversarios de talla.
El
colegio de los tribunos de la plebe tenía su sede en la basílica Porcia, en la
planta baja y en el extremo próximo al Senado; era un espacio abierto con mesas
y sillas plegables sin respaldo y con el molesto estorbo de varias gruesas
columnas. Como la basílica Porcia era la más antigua de Roma, su construcción
era muy rara. Allí, los días en que no se podía hacer la reunión en la zona de
votaciones o no había convocatoria, se sentaban los tribunos de la plebe para
escuchar a los que les planteaban problemas, quejas y sugerencias.
Druso
estaba deseando iniciar su nueva tarea y pronunciar el discurso inaugural en el
Senado. La oposición de los magistrados mayores era de esperar, ya que Filipo
había vuelto a ser segundo cónsul con Sexto Julio César, el primer Julio que se
sentaba en la silla consular en cuatrocientos años; Cepio volvía a ser pretor,
aunque uno entre ocho en lugar de los seis habituales, pues había años en que
el Senado consideraba que seis eran insuficientes y recomendaba elegir ocho. Y
éste era uno de esos años.
La
intención de Druso era comenzar a legislar antes que ninguno de sus colegas
tribunos, pero cuando el colegio asumió sus funciones el diez de diciembre, al
patán de Minicio, nada más terminar la ceremonia, le faltó tiempo para anunciar
con voz chillona que convocaba el primer contio para hablar de una nueva
ley muy necesaria. En el pasado, dijo Minicio, a los hijos de un matrimonio
entre dos cónyuges uno de los cuales no era ciudadano romano, se les asignaba
la condición del padre. ¡Eso era muy fácil! ¡Demasiados romanos híbridos!,
gritó Minicio. Y para cerrar aquella brecha inadmisible en la ciudadela romana,
anunció la promulgación de una nueva ley que impidiera otorgar la ciudadanía
romana a todos los hijos de matrimonios mixtos, aunque el padre fuese romano.
La lex
Minicia de liberis fue una desagradable sorpresa para Druso, pues fue
aprobada en los Comitia entre aclamaciones, demostrando que la mayoría
de los electores de las tribus seguían pensando que la ciudadanía romana no
debía otorgarse a los individuos considerados inferiores; es decir: al resto de
la humanidad.
Cepio,
por supuesto, apoyó la medida, aunque se empeñó en que no se inscribiese en las
tablillas; acababa de hacerse amigo de otro senador, un cliente de Ahenobarbo,
pontífice máximo, a quien (mientras era censor) había incluido en los rollos
senatoriales. Riquísimo, fundamentalmente a expensas de sus compatriotas de
Hispania, el nombre del nuevo amigo de Cepio era imponente: Quinto Vario Severo
Hybrida Sucronensis. Aunque no era de extrañar que prefiriese que le llamaran
Quinto Vario; lo de Severo se lo había ganado por su crueldad más que por una
gravedad de la que carecía, el Hybrida era prueba de padre o madre sin
ciudadanía, y el Sucronensis indicaba que había nacido y se había criado en la
ciudad de Sucro de la Hispania Citerior. Apenas romano, más extranjero que los
itálicos, Quinto Vario estaba decidido a convertirse en uno de los hombres más
grandes de Roma, y no se andaba con remilgos respecto a cómo conseguirlo.
( C.
McC. )
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