Espero,
Lucio Cornelio, que ésta te llegue a tiempo. Y espero que hayas tenido mejor año
que yo. Pero eso te lo contaré más adelante.
Me
encanta relatar lo que sucede en Roma a los que se encuentran lejos. ¡Cómo voy
a echarla de menos! ¿Y quién me escribirá a mí? Pero ya hablaremos de esto.
En
abril elegimos nuevos censores, Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, y Lucio
Licinio Craso Orator. Una mala pareja, como puedes ver. El irascible unido al
inmutable -Hades y Zeus-, el sucinto vinculado al verborreico, una arpía y una
musa. Toda Roma intenta hallar la definición perfecta del más imperfecto
binomio. Que, por supuesto, habrían debido formarlo Craso Orator y mi querido
Quinto Mucio Escévola. Pero no fue así. Escévola se negó a presentarse porque
dice que está muy atareado. ¡Muy cansado, más bien! Después del revuelo que
crearon los últimos censores -con la lex Licinia Mucia como plato fuerte- yo
creo que a Escévola no le han quedado fuerzas.
En
cualquier caso, los tribunales especiales previstos por la lex Licinia Mucia
han pasado a mejor vida. Cayo Mario y yo conseguimos que se desmantelasen a
primeros de año, fundamentándonos en que eran una rémora financiera
injustificable. Afortunadamente todos se mostraron conformes y la enmienda se
aprobó sin incidente alguno en el Senado y los Comitia. Pero aún perduran
terribles secuelas, Lucio Cornelio. A dos de los jueces más execrables, Cneo Escipión
Nasica y Catulo César, les han quemado las alquerías y las villas, y a otros
les han destrozado los cultivos, las viñas y les han envenenado los aljibes. Y
ahora tenemos un deporte nacional nocturno: dar con un romano y pegarle una
paliza de muerte. Aunque, claro, ninguno - incluido Catulo César- admite que
estos hechos tengan nada que ver con la lex Licinia Mucia.
El
repugnante joven Quinto Servilio Cepio ha tenido la osadía de denunciar a
Escauro, príncipe del Senado ante el tribunal de extorsiones, acusándole de
haber aceptado una gran suma como soborno del rey Mitrídates del Ponto. Puedes
imaginarte lo que sucedió. Escauro se personó en el lugar en que estaba reunido
el tribunal en el bajo Foro, ¡pero no para responder de las acusaciones! Fue
derecho a donde estaba Cepio y le abofeteó, mejilla izquierda, mejilla derecha,
¡plaf!, plaf! Yo te aseguro que en semejantes circunstancias Escauro crece dos
palmos. Parecía dominar por entero a Cepio, cuando de hecho son casi igual de
altos.
«¡Cómo te atreves! -bramó-. ¡Cómo te atreves, miserable
gusano! ¡Retira inmediatamente esa absurda acusación o desearás no haber
nacido! ¿Tú, un Servilio Cepio, miembro de una familia famosa por su amor al
oro, osas acusarme a mí, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, de
apoderarme de oro? ¡Me meo en ti, Cepio!»
Y se
alejó, cruzando el Foro, entre vítores, aplausos y aclamaciones, sin hacer
caso. Cepio se quedó allí con las marcas de la mano de Escauro en los dos
carrillos, esquivando las miradas del grupo de caballeros convocados para
elegir el jurado. Pero después de la intervención de Escauro, por muchas
pruebas que Cepio hubiese podido presentar, el jurado habría absuelto a
Escauro.
Así
acaban todos los que acusan a Marco Emilio Escauro, actor sin igual, farsante y
príncipe de rectitud. Te confieso que a mí me encantó, porque Cepio llevaba
tanto tiempo haciéndole la vida imposible a Marco Livio Druso que ya es un tema
del que se habla en el Foro, Por lo visto a Cepio le parecía que mi sobrino
debía haberse puesto de su parte cuando se descubrió la historia de mi sobrina
con Catón Saloniano, y como las cosas no fueron como él quería, reaccionó con
toda maldad. ¡Aún sigue hablando del famoso anillo!
Pero
basta de Cepio, individuo repulsivo para ser el tema de una carta. Tenemos ya
en las tablillas otra ley útil, gracias al tribuno de la plebe Cneo Papirio
Carbón. ¡Ésta sí que es una familia sin suerte desde que sus miembros
decidieron prescindir de su condición patricia! Dos suicidios en la última
generación y ahora un grupo de Papirios jóvenes que no piensan más que en crear
complicaciones. En fin, hace unos meses Carbón convocó un contio de la Asamblea
plebeya, a principios de primavera concretamente. ¡Hay que ver cómo pasa el
tiempo! Craso Orator y Ahenobarbo, pontífice máximo, se acababan de declarar
candidatos para el cargo de censor. Lo que intentaba Carbón sacar adelante era
una versión modernizada de la lex frumentaria que Saturnino hizo aprobar por la
plebe, pero la reunión se le fue de las manos y murieron un par de ex
gladiadores, atacaron a algunos senadores y hubo que suspender el acto a causa
del tumulto. Craso Orator se vio envuelto en ello porque andaba haciendo
campaña, y salió con la toga hecha un asco y demudado. Como consecuencia,
promulgó un decreto en el Senado que estipula que la responsabilidad del orden
durante una asamblea es totalmente del magistrado que la convoca. El decreto
fue acogido como un ejemplo encomiable de legislación, pasó a la Asamblea de
todo el pueblo y se aprobó. Si la reunión de Carbón se hubiese celebrado ya
vigente esta ley de Craso Orator, habría podido ser acusado de incitación a la
violencia y fuertemente multado.
Y
ahora viene la noticia más curiosa.
¡Ya no tenemos censores!
Pero
¿qué ha sucedido, Publio Rutilio?, te oigo exclamar. Bien; te lo diré. Al
principio pensamos que se llegarían a entender bastante bien, pese a su
manifiesta diferencia de carácter. Despacharon los contratos del Senado,
repasaron los rollos de los senadores y de los caballeros, y después promulgaron un decreto expulsando a todos los maestros de retórica de Roma
menos a un puñado intachable, descargando sobre todo su furia en los maestros
de retórica latina, aunque no creas que los de retórica griega salieron muy
bien parados. Ya sabes qué clase de gente son, Lucio Cornelio; por unos
sestercios al día convierten a los hijos de ciudadanos poco acomodados de la
tercera y cuarta clase en abogados, que luego no hacen más que rondar por el Foro
en busca de trabajo, incitando al populacho crédulo y proclive a las querellas.
La mayoría no se molestan en enseñar en griego, ya que los procesos legales se
llevan a cabo en latín, y es bien sabido que esos llamados maestros de retórica
denigran la ley y a los abogados, abusan de los ingenuos y desfavorecidos, les
extorsionan por el poco dinero que tienen y son una deshonra para el Foro. ¡Y
allá fueron todos con bolsas y equipaje, lanzando en vano maldiciones contra Craso
Orator y Ahenobarbo, pontífice máximo! Todos. Sólo los maestros de retórica con
reputación sin tacha y una clientela como es debido han podido quedarse.
La
medida ha estado bien y todos han elogiado a los censores, por lo que era de
esperar que hubieran seguido de acuerdo para actuar mejor juntos; pero
comenzaron a regañar. ¡Y qué discusiones en público! Todo culminó en un áspero
intercambio de groserías delante de media Roma, la media Roma (de la que formo
parte, lo confieso) que se quedó cerca de ellos a escuchar lo que se decían.
No sé
si sabrás que Craso Orator se ha consagrado a la piscicultura, un negocio considerado
no incompatible con la dignidad senatorial. Así que ha instalado en sus fincas enormes
estanques y está haciendo una fortuna con la venta de anguilas, lucios, carpas,
etcétera, al colegio de epullones, por poner un ejemplo, en vísperas de las grandes
fiestas públicas. ¡Qué poco imaginábamos lo que se nos venía encima cuando
Lucio Sergio Orata inició el cultivo de ostras en los lagos de Baiae! Es un
gran progreso pasar de las ostras a las anguilas, querido Lucio Cornelio.
¡Ah,
cuánto voy a echar de menos este delicioso comadreo de Roma! Pero ya te
contaré. Volvamos a Craso Orator y su piscicultura. En sus fincas es una simple
actividad comercial, pero, como es Craso Orator, le ha encantado lo de los peces
y ha agrandado el tamaño del estanque del jardín de su casa de Roma y lo ha
llenado con los ejemplares más exóticos y caros. Se sienta en la orilla, agita
el agua con el dedo, y a por las miguitas acuden gambas y toda clase de
apreciados habitantes de las aguas. Tiene, sobre todo, una carpa, un ser enorme
del color del mejor peltre y de agradable rostro, tan mansa que acude rauda al
borde del estanque en cuanto Orator pone el pie en el jardín. Realmente yo no
le reprocho que le gusten esas cosas. No me parece mal, en absoluto.
En
fin, el pez murió y a Craso Orator se le partió el corazón; durante un
intervalo de mercado no salió de su casa, y a los que se tomaron la molestia de
acercarse les dijeron que estaba postrado de aflicción. Finalmente reapareció
en público, muy cariacontecido, y se unió a su colega el pontífice máximo en su
caseta del Foro; aunque me apresuro a añadir que estaban a punto de trasladarla
al Campo de Marte para efectuar el tan esperado censo del populacho general.
«¡Ah!
-exclamó Ahenobarbo, pontífice máximo, al verle aparecer-. ¿No llevas la toga pulla,
Lucio Licinio? ¿No vistes de luto? ¡Me sorprende porque me han dicho que en la ceremonia
de cremación de tu pez contrataste un actor que llevase su máscara de cera, haciéndole
nadar todo el camino hasta el templo de Venus Libitina! ¡Y me han dicho también
que has mandado construir una vitrina para la máscara del pez y piensas sacarla
en procesión en los futuros entierros de los Licinios Crasos como si fuera de
la familia!»
Craso
Orator se irguió majestuosamente -bueno, como todos los Licinios Crasos, figura
no le falta- y miró por encima de su hiperbólica nariz a su colega censor.
«Es
cierto, Cneo Domicio, que he llorado a mi pez muerto -dijo altanero Craso
Orator-. ¡Y eso demuestra que soy más bondadoso que tú, que hasta ahora se te
han muerto tres esposas y no has derramado una sola lágrima!»
Y ése
fue, Lucio Cornelio, el final de las funciones de censores de Lucio Licinio
Craso Orator y Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo.
Lástima
que no se pueda efectuar el censo del populacho hasta dentro de cuatro años, supongo, porque nadie se preocupa por elegir nuevos
censores.
Y
ahora entro en las malas noticias. Te escribo ésta en vísperas de mi marcha a
Esmirna, a donde voy exiliado. ¡Sí, ya imagino tu sorpresa! ¿Publio Rutilio
Rufo, el más inofensivo y recto de los hombres, condenado al exilio? Pues así
es. Algunos en Roma no han olvidado la espléndida tarea que llevamos a cabo
Quinto Mucio Escévola y yo en la provincia de Asia; hombres como Sexto
Perquitieno, que ya no pueden confiscar obras de arte inapreciables a guisa de
deudas por impuestos. Y como soy el tío de Marco Livio Druso, me he ganado
también la enemistad de ese horripilante Quinto Servilio Cepio. Y, por medio de
él, de semejante escoria como Lucio Marco Filipo, que persiste en que le elijan
cónsul. Por supuesto que a nadie se le ocurrió meterse con Escévola, pues tiene
mucho poder; por eso optaron por ir a por mi. Y lo consiguieron. Ante el
tribunal de extorsiones presentaron pruebas vergonzosamente falsificadas de que
yo -¡yo!- obtuve dinero de los desventurados ciudadanos de la provincia de
Asia. El fiscal fue un tal Apicio, un ser que alardea de ser cliente de Filipo.
Oh, muchos, ofendidos, se ofrecieron a defenderme; entre ellos Escévola, Craso
Orator y Antonio Orator, incluso el nonagenario Escévola el Augur, figúrate. Y
ese repugnante niño prodigio que siempre anda con ellos por el Foro, Marco
Tulio Cicerón, de Arpinum, se ofreció también a hablar en mi defensa.
Pero
me di cuenta de que todo habría sido inútil, Lucio Cornelio. Al jurado le
habían pagado
una fortuna (¿aurum Tolosanum?) para que me condenara. Así que rechacé los ofrecimientos
y me defendí yo mismo. Con gracia y dignidad, modestia aparte. Y con calma. Mi único
ayudante fu e mi querido sobrino Cayo Aurelio Cota, el mayor de los tres hijos
de Marco Cota y hermanastro de mi querida Aurelia. Su hermanastro, que fue
pretor el año de la lex Licinia Mucia, por el contrario, tuvo el descaro de
ayudar a la acusación. Su tío Marco Cota y su hermanastra le han retirado la
palabra.
Como
te he dicho, el resultado era inevitable. Dictaminaron que era culpable de extorsión, privándome de la ciudadanía y condenándome al exilio a más de ochocientas
millas de Roma. No obstante, no me han confiscado las propiedades; creo que
debieron imaginar que si se atrevían acabarían linchándolos. Mis últimas
palabras al tribunal fueron para informarles de que elijo ir al exilio entre
las gentes por cuenta de las cuales se me condena, los ciudadanos de la provincia
de Asia, y en concreto a Esmirna.
Nunca
regresaré a Roma, Lucio Cornelio. Y no lo digo por resentimiento ni por mi orgullo
herido, pero no quiero volver a ver una ciudad y unas gentes que consienten tan manifiesta
injusticia. Tres cuartas partes de la ciudad va a llorar esa injusticia, pero
eso no impedirá que la víctima, yo, pierda la ciudadanía romana y tenga que
partir al destierro. Bien, no pienso rebajarme y darles la satisfacción a los
que me han condenado de agobiar al Senado con un aluvión de apelaciones para
que me devuelvan la ciudadanía y se revoque la sentencia. Pienso comportarme
como romano que soy y acataré sumiso, como un buen perro romano, la sentencia
de un tribunal romano legal.
Ya he
recibido una carta del etnarca de Esmirna, loco de alegría, por lo que se ve,
ante la perspectiva de contar con un nuevo ciudadano llamado Publio Rutilio
Rufo. Por lo visto van a organizar festejos en mi honor en cuanto llegue.
¡Curiosas gentes, que reaccionan de este modo ante la llegada de quien se
supone los expolió sin piedad!
No te
apenes mucho por mí, Lucio Cornelio. Ya ves que me cuidarán bien. Esmirna ha votado
incluso una generosa pensión para mí además de concederme una casa y buenos
criados. Quedan en Roma bastantes Rutilios y el clan no resultará afectado;
está mi hijo, mis sobrinos y mis primos de la rama de los Rutilios Lupo. Pero a
partir de ahora vestiré la clámide griega y las sandalias, pues no tengo
derecho a vestir la toga. En tu viaje de regreso, Lucio Cornelio, si tienes tiempo,
¿por qué no pasas por Esmirna para verme? ¡Me he imaginado que ninguno de mis amigos
que ande por el extremo oriental del Mediterráneo dejaría de pasar por Esmirna
para verme! Un agradable placer para un exiliado.
He
decidido escribir en serio. Se acabaron los compendios de logística, táctica y estrategia
militar. Quiero convertirme en biógrafo y proyecto comenzar con una biografía
de Metelo Numídico, el Meneitos, sazonándola con jugosas anécdotas que harán
que Meneitos hijo se muerda los puños de rabia. Luego seguiré con Catulo César
y mencionaré cierto amotinamiento que tuvo lugar en Athesis en la época en que
las hordas germanas llegaron hasta Tridentum. ¡No sabes cómo voy a divertirme!
Así pues, ven a verme, Lucio Cornelio. ¡Necesito información que sólo tú puedes
facilitarme!
( C.
McC. )
Estoy leyendo "La corona de hierba" de Colleen McCullough y justo voy por la parte donde Lucio Cornelio Sila acaba de leer esa carta de Publio Rutilio Rufo.
ResponderEliminarQue sensación de rabia e impotencia por la tamaña injusticia que tuvo que padecer Publio Rutilio.