-Hace
dos horas que ha anochecido -dijo Antonio a Fulvia-. Ahora ya no habrá peligro.
-¿Peligro
de qué? -preguntó Fulvia, cuyos ojos de un azul violáceo se nublaron en la penumbra-.
Marco, ¿qué vas a hacer?
-Voy
a ir a la Domus Publica.
-¿Por
qué?
-Para
comprobar con mis propios ojos que realmente ha muerto.
-¡Claro
que ha muerto! Si no fuera así, alguien habría venido a decírtelo. Quédate, por favor.
No me dejes sola.
-No
te pasará nada.
Un
selecto barrio de grandes mansiones, las Carinas eran una estribación del monte Esquilino
que descendía hasta el Foro, separada de los humeantes baños públicos por
varios santuarios y por un robledal. Así pues, Antonio no tenía que recorrer
una gran distancia. Los faroles parpadeaban a lo largo de la Sacra Vía hasta el
Foro. La calle estaba atiborrada de peatones que se dirigían hacia el centro de
Roma para esperar noticias sobre César. Embozado, Antonio se mezcló con la
multitud y siguió adelante. Algunos iban a la parte baja del Foro, pero la zona
que rodeaba la Domus Publica estaba abarrotada. Se vio obligado a
abrirse paso entre la muchedumbre y aporrear la
puerta de la residencia del pontífice de un modo menos discreto del previsto. Pero
nadie hizo ademán de impedírselo. La mayoría de la gente lloraba
desconsoladamente, y todos eran romanos corrientes. Ningún senador aguardaba
frente a la casa de César.
Al
verlo, Trogo abrió la puerta sólo lo suficiente para dejarlo entrar y cerró rápidamente. Lucio
Piso estaba detrás de él, con una adusta expresión en su moreno rostro.
-¿Está aquí? -preguntó Antonio, lanzando la capa a Trogo.
-Sí,
en el templo -dijo Piso-. Ven.
-¿Y
Calpurnia?
-Mi
hija se ha acostado. Ese extraño individuo egipcio le ha preparado una poción
para dormir.
El
templo se hallaba entre las dos alas de la Domus Publica, era una amplia
sala sin un solo ídolo, ya que pertenecía a los numina de Roma; los
sombríos dioses sin cara ni forma humana cuya existencia se remontaba a muchos
siglos antes de que aparecieran las ideas griegas, y que seguían siendo el
verdadero núcleo de la veneración romana; eran las fuerzas que regían las
funciones, las acciones, y cosas tales como las despensas, los graneros, los
pozos, los cruces de caminos... La sala estaba muy iluminada con candelabros,
abiertas sus grandes puertas de bronce en ambos extremos; la una daba a la
columnata que rodeaba el peristilo y la otra daba al misterioso vestíbulo de
los reyes con sus dos amygdalae y sus tres caminos de mosaicos en
pendiente que llevaban a otra puerta de dos hojas. A ambos lados de la sala se
alzaban las imagines de las Vestales superiores desde los tiempos de la
primera Emilia; llevaban realistas máscaras de cera y se exhibían en el interior
de templos en miniatura, cada uno posado sobre un costoso pedestal.
César
estaba sentado en un féretro negro justo en el centro, y parecía dormido. Solo Hapd'efan'e
sabía que el lado superior izquierdo de la cara era cera cuidadosamente teñida
sobre un fondo de gasa. El dictador tenía los ojos y la boca cerrados. Más afectado
y temeroso de lo que esperaba, Antonio se acercó lentamente al féretro y
contempló aquel semblante dormido. César vestía la toga y la túnica de colores
carmesí y púrpura del pontífice máximo, y una corona de hojas de roble ceñía su
cabeza. El único anillo que había llevado en vida era su sello, pero había desaparecido;
tenía los largos dedos cruzados sobre el regazo, con las uñas cortadas y
limadas.
De
pronto Antonio no pudo resistir más aquella visión. Se dio media vuelta y salió
de la celta
en dirección al estudio de César, seguido por Piso.
-¿Hay
dinero aquí? -preguntó Antonio de repente. Piso lo miró inexpresivo.
-¿Cómo
voy a saberlo? -dijo.
-Calpurnia
sí debe de saberlo. Despiértala.
-¿Cómo
dices?
-¡Despierta
a Calpurnia! Ella sabrá dónde guardaba el dinero. Mientras hablaba, Antonio abrió
un cajón de la mesa y empezó a revolver el interior.
-¡Antonio,
detente!
-Soy
el heredero de César, así que será mío en todo caso. ¿Qué más da si cojo ahora
un poco o me lo llevo más tarde? Estoy sin blanca, y he de encontrar dinero
suficiente para satisfacer a los prestamistas mañana.
Cuando
se enojaba, Piso ofrecía un aspecto aterrador. Su rostro tenía por naturaleza
un aire de villanía, y cuando enseñaba los dientes podridos y rotos, parecían
colmillos. Fuera de sí, agarró la mano de Antonio, se la sacó del cajón y lo
cerró violentamente.
-¡He
dicho que te detengas! Y no pienso despertar a mi pobre hija.
-Soy
el heredero de César, ya te lo he dicho.
-Yo
soy el albacea de César no tocarás nada, ni te llevarás nada ni harás nada
hasta que vea el testamento de César -declaró Piso.
Antonio
se dirigió al templo, donde Quinctilia, la vestal superior, se había instalado
en una silla para velar a César.
-¡Tú!
-bramó él, haciéndola levantarse de un tirón-. Ve a traer el testamento de
César.
-Pero...
-He
dicho que traigas el testamento de César... ahora mismo.
-¡No
te atrevas a perturbar la suerte de Roma! -gruñó Piso.
-Sólo
será un momento -balbuceó Quinctilia, asustada.
-Entonces
no pierdas el tiempo. Búscalo y tráelo al estudio de César. ¡Muévete, cerda
estúpida!
-¡Antonio!
-rugió Piso.
-Está
muerto, ¿qué más le da? -dijo Antonio, señalando con la mano el cadáver de César-. ¿Dónde
está su sello?
-En
mi poder -susurró Piso, demasiado furioso para levantar la voz.
-¡Dámelo!
Soy su heredero.
-No
hasta que yo lo vea con mis propios ojos.
-César
debía de tener certificados de propiedad, escrituras, toda clase de documentos
-dijo Antonio, revolviendo en los casilleros del estudio.
-Sí,
pero no aquí, necio avaricioso e impío. Lo dejaba todo en manos de sus
banqueros. No era como Bruto, que tiene su propia cámara acorazada. -Piso se
sentó rápidamente a la mesa para evitar que Antonio se acercara a ella.
Fríamente, dijo-: Pido a los dioses que tengas una muerte lenta y horrible.
Quinctilia
apareció con un pergamino en la mano, lacrado y sellado. Cuando Antonio fue a cogerlo,
ella lo esquivó con sorprendente agilidad y se lo entregó a Piso, quien lo tomó
y lo acercó a un candil para examinar el sello.
-Gracias,
Quinctilia -dijo Piso-. Por favor, di a Cornelia y a Junia que vengan a actuar
como testigos. Este ingrato insiste en que abra ahora el testamento.
Las
tres vestales vestidas de blanco de la cabeza a los pies, el cabello coronado
por siete
aros
de lana bajo el velo, se colocaron a un lado de la mesa mientras Piso rompía el
sello y desplegaba el breve documento.
Buen
lector, y ayudado por el punto que César siempre ponía sobre la inicial de una
nueva palabra, Piso lo examinó rápidamente, ocultando el contenido a Antonio
con el brazo. De pronto, echó atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas.
-¿Qué?
¿Qué?
-No
eres el heredero de César, Antonio. De hecho ni siquiera te menciona -consiguió
decir Piso, buscando a tientas su pañuelo para secarse las lágrimas, medio de
pena, medio de alegría-. ¡Bien hecho, César! ¡Bien hecho!
-No
te creo. Dámelo.
-Antonio,
hay tres vestales como testigos -advirtió Piso al entregárselo-. No intentes destruirlo.
Antonio
cogió el documento con dedos trémulos y leyó sólo lo suficiente para ver un nombre
siniestro; ni siquiera llegó a la cláusula de adopción.
-¿Cayo
Octavio? ¿Ese bobo afeminado? Es una broma. Eso, o César estaba loco cuando lo escribió;
lo impugnaré.
-Inténtalo
-dijo Piso, arrebatándole el testamento. Sonrió a las tres vestales, tan complacidas
como él ante aquel maravilloso castigo-. Es irrecusable, Antonio, y tú lo
sabes. Las siete octavas partes para Cayo Octavio; una octava parte a repartir
entre..., ejem, Quinto Pedio, Lucio Pinario, Décimo Bruto... (éste quedará
excluido porque es uno de los asesinos) y mi hija Calpurnia.
Piso
se apoyó contra el escritorio y cerró los ojos mientras Antonio salía hecho una
furia. César debía de tener como mínimo cincuenta mil talentos, pensó, todavía
sonriendo. Una octava parte de eso son seis mil doscientos cincuenta talentos.
Dejando de lado a Décimo Bruto, que no puede heredar a causa de su crimen,
corresponden a Calpurnia algo más de dos mil talentos. Bien, bien, bien. Le ha
resuelto la vida, como es propio de un marido decente. Yo no puedo tocar ese dinero...
como mínimo sin el consentimiento de ella.
Al
abrir los ojos descubrió que estaba solo. Las vestales sin duda se habían ido
para seguir velando. Guardándose el testamento en la toga, Piso se levantó.
¡Dos mil talentos! Eso convertía a Calpurnia en una importante heredera. En
cuanto acabara el periodo oficial de duelo de diez meses, la casaría con
alguien lo bastante poderoso para ayudarlo con su hijo. ¿No se alegraría
Rutilia?
Resultaba
interesante, sin embargo, que César no hubiera incluido provisión alguna para
un posible hijo de Calpurnia. Eso significa que sabía que no iba a nacer, y que
si nacía, no sería de él. Estaba demasiado ocupado con Cleopatra al otro lado
del río. Cayo Octavio iba a ser el hombre más rico de Roma.
( C.
McC. )
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