Para
empezar, Sila estaba bebido, cosa que Pompeyo hubiera podido perdonarle si
aquel Sila hubiese sido el que él recordaba del día de su toma de posesión del
cargo de cónsul. Pero de aquel hombre apuesto y fascinante no quedaba nada; ni
siquiera la dignidad de un mechón de pelo gris o blanco. El Sila que avanzaba
hacia él llevaba una peluca que cubría su cráneo calvo, un horrendo artificio
de ricitos color amarillo rojizo, por debajo del cual colgaban dos largas
patillas grisáceas de su propio cabello. No tenía dientes, y su ausencia
alargaba aquella barbilla hendida y convertía la boca en una raja fruncida bajo
la inconfundible nariz con una leve arruga en la punta. La piel del rostro
parecía desollada en parte y como en carne viva, y sólo en algunas partes se
veía la blancura natural. Y aunque estaba casi escuálido, debía haber estado
gordísimo no hacía mucho, pues la piel de la cara mostraba profundas arrugas y
una barba rala convertía su cuello en una parodia de buitre.
( C.
McC. )
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