Sila
se levantó al amanecer al día siguiente, y una hora más tarde tenía a su
ejército en marcha en dirección a Capua. Ahora ya se había acostumbrado a
impulsos de actividad que coincidían con el estado de su rostro, pues no siempre
le picaba, sino que era algo más bien cíclico. Recién superado el ataque, y la consiguiente
borrachera, sabía que estaría exento del mal durante unos días si no hacía nada
contraproducente que desencadenase otro ciclo; era necesario una rigurosa
higiene de las manos y no tocarse para nada la cara. Hasta no encontrarse en
semejante situación no se daba uno cuenta de las veces que uno se llevaba las
manos a la cara sin pensar, inconscientemente. Y allí estaba, con las glándulas
lacrimales endureciéndose en fase de curación y todas las cosquillas,
hormigueos y leves movimientos cutáneos que implica el proceso de curación. Lo
más fácil era el primer día, aquél, pero conforme transcurrían, tendería a
olvidarse y acercaría la mano para rascarse un picor totalmente natural de la
nariz o la mejilla, y aquel horror volvería a empezar. Otra vez. Por eso se
había autodisciplinado a hacer
el mayor número de cosas posible antes de que se produjera el siguiente ataque
y luego a beber hasta quedar inconsciente mientras se disipaba.
¡Pero
resultaba difícil! Tenía tanto trabajo, tantas cosas por hacer; y no era ni la
sombra del que había sido. Todo lo que había conseguido lo había hecho
superando gigantescos obstáculos, pero desde que le había surgido aquella
enfermedad en Grecia un año atrás, cada día que pasaba se preguntaba por qué
molestarse en continuar. Como Pompeyo había advertido muy bien, Sila no era
tonto y sabía que le quedaba un tiempo de vida limitado.
Pero,
naturalmente, en un día como aquél, en que salía de un ataque de picor,
entendía por qué se molestaba en continuar: porque era el hombre más grande en
un mundo que no quería admitirlo. Nabopolosor lo había visto a orillas del
Éufrates, y ni los mismos dioses podían desdecir a un adivinador caldeo. En un
día como aquél entendía que fuese más grande que ningún otro hombre, incluida
la capacidad de sufrimiento. Contuvo una sonrisa (sonreír podía entorpecer el
proceso curativo) pensando en su compañero de camilla durante la cena; aquél
era uno muy lejos de entender la naturaleza de la grandeza.
Pompeyo
el Grande. Sila confiaba en haber descubierto el sobrenombre que le daban los
suyos. Un joven que pensaba que la grandeza no hay que ganársela, que la
grandeza se adquiere al nacer y se conserva para siempre. Deseo con todo mi
corazón, Pompeyo Magnus, pensó Sila, vivir lo bastante para ver quién y qué
circunstancias te hacen caer. Pero un muchacho fascinante, en cualquier caso. Indudablemente,
una especie de prodigio. No tiene madera de leal subordinado, de eso estaba
seguro. No, Pompeyo el Grande era un rival. Y él mismo se consideraba ya como
rival. A los veindós años. Las tropas de veteranos que había traído, Sila sabía
cómo utilizarlas, pero ¿de qué modo utilizar mejor a Pompeyo el Grande? Darle
bastante rienda suelta, desde luego, cuidando de no asignarle una tarea que no
fuese capaz de llevar a cabo. Halagarle, exaltarle, no herir jamás su enorme engreimiento. Hacerle creer que es él el que se aprovecha y no dejarle ver
jamás que es él el utilizado. Yo habré muerto mucho antes de su caída, porque
mientras yo viva tendré buen cuidado de que ninguno le haga caer. Es demasiado
útil. Demasiado valioso.
La
mula que montaba Sila lanzó un chillido y agachó la cabeza en asentimiento;
pero Sila, consciente de su rostro, se abstuvo de sonreír ante la sagacidad del
animal. Estaba esperando. Esperaba un tarro de ungüento y la receta para
hacerlo. Hacía casi diez años que había padecido por primera vez la enfermedad
cutánea a su regreso del Éufrates. ¡Qué fantástica expedición!
Había
llevado con él a su hijo, un adolescente, hijo de Julilla, que había resultado
ser un amigo y un confidente como él jamás había conocido. La mitad perfecta de
una relación perfecta. ¡Cuánto habían hablado! De todo lo divino y lo humano.
El muchacho había sabido perdonar al padre muchas cosas que el mismo Sila no
habría podido perdonarse. Bah, no asesinatos y otras cosas prácticas
necesarias, que son actos a los que la vida fuerza a un hombre. No, errores
emocionales, debilidades de la mente dictadas por anhelos
e inclinaciones que la razón gritaba eran estúpidas, fútiles. Con qué gravedad
le había escuchado su hijo y qué bien le había entendido a su corta edad; le
había confortado y le había dado excusas que por aquel entonces le habían
parecido verosímiles. Y el mundo estéril de Sila se había enaltecido,
agrandado, adquiriendo una profundidad y una dimensión que sólo su querido hijo
podía darle. Luego, ya seguros en casa,
después de la enorme experiencia de la expedición al Éufrates, el joven Sila
había muerto. De repente. Su vida se había extinguido en dos insignificantes
días. Perdido el amigo y el confidente: perdido el hijo querido.
Las
lágrimas quemaban, a punto de brotar. ¡No! ¡No podía llorar! ¡No debía! Si una
sola gota resbalaba por su mejilla, volvería el tormento del picor. La pomada.
Tenía que concentrar sus pensamientos en el ungüento. Morsimo lo había
encontrado en un pueblo perdido junto al río Pyramus en la Cilicia Pedia, y le
había calmado, curándole.
Hacía
seis meses que había enviado un mensajero a Morsimo, que ahora era etnarca en
Tarsus, para pedirle que le buscara el ungüento, aunque tuviera que revolver
toda la Cilicia Pedia. Si lo encontraba y -lo que era más importante- conseguía
la receta, su piel recobraría la normalidad. Entretanto, aguardaba, sufría y
crecía su grandeza. ¿Entiendes, Pompeyo el Grande?
(C.
McC. )
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