Allí todo eran tumbas y más
tumbas, salvo los imponentes mausoleos y sepulcros de los ricos y nobles, que
flanqueaban las arterias que salían de la ciudad, y las simples lápidas de los
humildes. Todos los romanos y griegos, incluidos los más pobres y los esclavos,
soñaban con poder pagarse un monumento que atestiguara su existencia después de
muertos. Por eso, pobres y esclavos formaban parte de asociaciones funerarias y
aportaban lo poco que podían a aquellas fratrías, que administraban e invertían
cuidadosamente los ingresos; las malversaciones abundaban en Roma, como en cualquier
otra parte, pero las asociaciones funerarias estaban tan celosamente controladas
por los afiliados, que a los administradores no les quedaba más remedio que ser
honrados. Un buen funeral y una bonita tumba eran cosas importantes.
Un cruce de carreteras
constituía el punto central de la enorme necrópolis situada en el Campus
Esquilinus, y en el mismo cruce, entre unos frondosos árboles sagrados, se alzaba
el imponente templo de Venus Libitina; dentro del podio se guardaban los libros
de registro con los nombres de los ciudadanos romanos difuntos, acompañados de
arcas y más arcas con el dinero pagado durante siglos por la inscripción. Por
eso el templo poseía una gran riqueza, y aunque los fondos eran del Estado, no
se tocaban. Se trataba de la Venus que regía a los muertos, no a los vivos, la
Venus protectora de la extinción de la fuerza procreadora. Y su templo era la
sede central del gremio de las empresas funerarias de Roma.
Delante del templo había una explanada en la
que se levantaban las piras, y detrás de ella estaba el cementerio de los
pobres, una extensión siempre cambiante de fosas llenas de cadáveres, cal y
tierra. Eran pocos los que, ciudadanos o no ciudadanos, elegían ser inhumados,
aparte de los judíos, que recibían enterramiento en una zona especial, y los
aristócratas de la familia noble de los Cornelios, a quienes se daba sepultura
en la Via Apia. Por eso la mayoría de los sepulcros que convertían el Campus
Esquilinus en una densa ciudad de piedra, guardaban urnas con cenizas en lugar
de cuerpos en descomposición. Dentro del recinto sagrado de Roma no se
enterraba a nadie, ni siquiera a los grandes.
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VÉAMOS AHORA EL MAUSOLEO DE CECILIA METELA:
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