Aquél
era el secreto de la adolescencia César, lo único en su vida que nadie sabía
aparte de su escalvo Burgundus y de Lucio Decumio el cuidador-protector que le
había asignado su madre Aurelia Cotta. Por su condición de flamen dialis no
podía tocar caballos, pero desde que su tío el anciano Cayo Mario le había
enseñado a montar cuando le hacía compañia para superar aquel infarto, le había
fascinado la sensación de velocidad, notando la fortaleza del cuerpo del
caballo entre sus piernas; y, aunque no era rico, con excepción de las tierras,
disponía de una cantidad de dinero estrictamente suya, que su madre jamás
habría osado administrar, procedente del testamento de su difunto padre Sexto
César, con la que había ido adquiriendo cuanto necesitaba sin necesidad de
recurrir a Aurelia. Y se había comprado un caballo. Pero no era un caballo
cualquiera.
César
había sacado fuerzas de flaqueza y se había sacrificado para cumplir todos los requisitos
de flamen dialis menos aquél. Se mostraba indiferente a la monótona dieta
pensando en que no le costaba nada, y muchas veces había estado tentado de
sacar la espada paterna del arca en que se guardaba y hacer prácticas en esgrimirla,
pero se había contenido, porque era sacerdote, y los fundamentos marciales no
eran propios del sacerdocio. A lo único que no había sido capaz de renunciar
era a su adoración por los
caballos y a montar. ¿Por qué? Por el perfecto resultado de la combinación de
dos seres vivos tan distintos. Cuando montaba, en armonía con el caballo, se
sentía como la continuación de sí mismo.Y se había comprado un precioso caballo
castrado color castaño, tan veloz como Bóreas, al que llamaba Bucéfalo en honor
al legendario corcel de Alejandro Magno. El animal era su mayor placer, y siempre
que podía se escapaba a la puerta Capena, en donde le aguardaban Burgundus y
Lucio Decumio con el caballo, para correr con él por el sendero de remolque del
Tíber sin temor a matarse, esquivando los pesados bueyes que tiraban de las
barcazas corriente arriba. Y cuando ya se había divertido lo bastante, galopaba
a campo través saltando cercas, fundido como un solo ser con su querido
Bucéfalo. Muchos conocían al caballo de acostumbrarse a verlo por allí, pero no
al jinete, pues se disfrazaba de gálata y se cubría cabeza y rostro con un pañuelo
medo.
Aquellas
cabalgadas secretas conferían a su vida un riesgo de cuya afición no era aún consciente;
a él le divertía sobremanera burlar a Roma y arriesgar su cargo, pues, aunque
honraba y respetaba al gran dios al que servía, sabía que mantenía con Júpiter
Optimus Maximus una relación particular, y que su antepasado Eneas era hijo de
Venus, la diosa del amor. Júpiter lo comprendía, lo autorizaba aunque fuera en
secreto y a cubierto del resto de los mortales; Júpiter sabía que por las venas
de su terrenal servidor corría una gota de linfa divina. En todo lo demás
cumplía los preceptos del flaminado lo mejor que podía, pero sin renunciar a
aquella comunión con Bucéfalo, un ser vivo más valioso para él que todas las
mujeres del Subura.
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