-¡Demonio
de niño! -dijo Aurelia a Lucio Cornelio Sila cuando éste pasó a verla en septiembre-.
La familia hace colecta para reunir el dinero y pagarle un magnífico pedagogo,
¿y qué sucede? ¡Que el pedagogo sucumbe a su encanto!
-Hummm
-farfulló Sila, que no había ido a oír una letanía de quejas sobre el retoño de
Aurelia. Los niños le aburrían por muy listos y encantadores que fuesen; ya era
un misterio que los suyos no le aburrieran. No, él visitaba a Aurelia para
decirle que se iba.
-Así
que tú también me dejas -dijo ella ofreciéndole uvas del huerto del patio.
-Y me
temo que muy pronto. Tito Didio quiere embarcar las tropas hacia Hispania y la mejor
época para ello son los primeros días de invierno, cuando soplan vientos propícios.
Pero yo iré antes por tierra para preparar la llegada.
-¿Te
cansa Roma?
-¿No
te sucedería a ti lo mismo de estar en mi caso?
-Oh,
sí.
-¿Aurelia,
no voy a conseguirlo! -exclamó, rebulléndose inquieto y apretando los puños.
-¿Bah!
-replicó Aurelia riendo-. Eres la encarnación del caballo de octubre, Lucio Cornelio;
ya verás cómo lo consigues algún día.
-Espero
que no sea tanto -añadió él, también riendo-. Me gustaría conservar la cabeza sobre
los hombros... no como el pobre caballo de octubre. Me pregunto por qué será
así... Lo malo de todos nuestros rituales es que son tan antiguos que ni se
entiende el lenguaje en que se murmuran los rezos, y no hablemos ya del porqué
de esa costumbre de uncir parejas de caballos de guerra a los carros para hacer
carreras y luego sacrificar a los de la derecha del equipo vencedor. Y lo de
luchar por la cabeza... -Había tal luminosidad, que sus pupilas se contrajeron hasta
convertirse en dos rendijas que le hacían parecer un profeta ciego; la mirada
que le dirigió estaba cargada de profético dolor, no de una pena pasada o
presente, sino causada por el conocimiento del futuro-. ¡Aurelia, Aurelia!
-exclamó-. ¿Por qué no consigo ser feliz?
-No
lo sé, Lucio Cornelio -respondió ella con el corazón en un puño, clavándose las
uñas en la palma de las manos.
-Yo
tampoco.
-Creo
que debes ocuparte en algo -añadió ella, pensando en la inutilidad de darle
sanos consejos; pero ¿qué otra cosa podía hacer?
-¡Ah,
desde luego! -replicó él, irónico-. Cuando estoy ocupado no me queda tiempo
para
pensar.
Estaban
sentados en el salón de visitas a lo largo de la pared baja del jardín del
patio, separados por una mesa, las uvas rojas y orondas y un plato. Cuando cesó
en su charla, Aurelia siguió mirándole, pese a que él había desviado los ojos.
¡Qué atractivo es!, pensó, sintiendo una súbita punzada de conmiseración, que
ella generalmente lograba mantener a nivel inconsciente. Tiene la boca como mi
esposo y es muy guapo. Guapo. Guapo...
Sila
la miró de pronto a los ojos y ella enrojeció. Su rostro cambiaba, pero era
difícil decir en qué... sí, parecía más él. Y alargó la mano para coger la
suya, animado por una sonrisa hechicera.
-Aurelia...
Ella
se soltó de su mano, contuvo la respiración y sintió que la invadía un vértigo.
-¿Qué,
Lucio Cornelio? -atinó a decir.
Aurelia
tenía la boca seca; necesitaba tragar para no desmayarse, pero no podía; y los dedos
de él, entrelazados a los suyos, eran como las últimas fibras de una vida que
se escapa y que no podía soltar por no perecer. Lo que posteriormente no se
explicaría es cómo había dado la vuelta a la mesa; simplemente vio su rostro
próximo al suyo, el brillo de sus labios, el tornasol de aquellos ojos jaspeados
como mármol pulimentado. Fascinada, vio el pálpito de un músculo en su brazo
derecho y sintió que, más que temblar, vibraba, vencida, perdida... Cerró los
ojos, a la espera, y sintió la boca de él en la suya, y le besó como si hubiese
estado hambrienta de amor toda la eternidad, impulsada por una emoción más
arrasadora de lo que hubiera podido imaginar, aturdida, aterrada, exaltada,
carbonizada.
Transcurrió
un instante y de nuevo se vieron separados por el espacio, Aurelia estaba de espaldas
contra el llamativo mural de la pared, como queriendo perder corporeidad, y
Sila junto a la mesa, jadeante, con el sol incendiándole el pelo.
-¡No...
puedo! -exclamó ella con un grito sordo.
-¡Pues
ojalá no vuelvas a sentirte en paz!
Decidido,
en medio de aquella colérica vorágine, a no hacer nada que pudiera provocar hilaridad
en ella, recogió con augusto ademán su toga, caída en el suelo, y, con pasos
inexorables que denotaban que jamás volvería, salió de la casa como si hubiese
obtenido una victoria.
( C. McC. )
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