La
dignitas era el don más intangible de cualquier noble romano. La auctoritas
representaba el ascendiente, la magnitud de su influencia pública, su capacidad
para influir en la opinión pública y en las entidades públicas desde los
sacerdotes a los encargados del Tesoro. La dignitas era distinto. Era una
cualidad profundamente personal y exclusiva, aunque se proyectaba sobre todos
los aspectos de la vida pública del individuo. ¡Qué difícil de definir! Claro,
por eso existía, precisamente, la palabra. La dignitas era... ¿la magnitud del
efecto que causaba alguien... el grado de su gloria? La dignitas resumía lo que
un hombre era, como persona y como miembro destacado de la sociedad.
Era el conjunto de su orgullo, su integridad, su fidelidad, su inteligencia,
sus hazañas, su habilidad, su saber, su posición, su valía como hombre... La
dignitas perduraba tras la muerte, era el único medio con que contaba el
individuo para triunfar de la muerte. Sí, ésa era la mejor definición. La dignitas
era el triunfo del hombre sobre la extinción de su ser físico. Y vista bajo esa
perspectiva, los protagonistas de la vida romana trataban de hacerse con una
reputación y nos méritos que le engrandecieran a ellos y sus familias. En eso
residía la razón de ser y el orgullo romano
Por
tanto la dignitas emanaba de la participación personal de un hombre en cuanto a
la posición
pública que ocupaba en Roma y que implicaba su valía ética y moral, su reputación,
su derecho a respetar a sus iguales y a recibir un trato correcto por parte de
éstos y de los libros de historia. Se trataba de una acumulación del peso
personal como producto de las cualidades y obras propias y únicas. Por eso los
romanos eran tan individualistas, aunque como pueblo se sintieran como grupo,
como una familia común.
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