Los acontecimientos
que —tratando de desentrañar la historia de la leyenda, que en
los cronistas griegos
se confunden— hasta aquí hemos narrado, pertenecen a la Edad Media helénica, que se cierra con
la invasión doria y con el caos que siguió. Trataremos ahora, antes de levantar el telón sobre la historia propiamente dicha, que comienza en
el siglo VII antes de Jesucristo, de fijar sus características principales. Porque, además, en ellas reside la
explicación de los acontecimientos sucesivos.
Como hemos dicho, el rasgo fundamental y permanente de los griegos fue el
particularismo, que halló su expresión en las polis, es decir, en las «ciudades-estado», que no lograron jamás
fusionarse en una nación. Lo que sobre todo lo impidió fue, más que la diversidad racial de los varios pueblos que se sobrepusieron unos
a otros, su escasa permeabilidad. Me explicaré. Todas las nacionalidades son compuestas. El último en creer que las hay puras, y en fundar encima una doctrina y, lo que es peor, una política, fue Hitler.
Y acabó como ha acabado. De hecho, la misma Alemania
es una mezcolanza
de germano y de eslavo, como una mezcolanza de céltico, de normando y de sajón
es Inglaterra,
como de céltico, de germánico y de latino es Francia, por no hablar de Italia, donde hay de todo cabalmente. Quiero decir que en el mundo entero las invasiones que toda nación ha
sufrido tarde o temprano, no han impedido la formación, a plazo más o menos largo, de un pueblo, que es precisamente
el
resultado de una fusión de sus distintos ingredientes étnicos.
Esto no ocurrió en Grecia por culpa de los dorios, que al invadir el país, no digo que destrozaron su unidad puesto que no existía, pero sí
impidieron que se formase, permaneciendo apartados, con el sentimiento de una superioridad racial frente a los indígenas con los cuales no quisieron mezclarse. No se sabe exactamente cómo anduvieron
las cosas.
Pero yo creo que Heródoto, que fue el primero en
tratar de ponerlo en claro, tiene sustancialmente razón cuando dice que los dorios
se
impusieron,
reduciéndoles a la esclavitud a los aqueos, los cuales a su vez se habían impuesto, reduciéndoles a esclavitud, a los pelasgos, que por lo tanto, eran
los verdaderos autóctonos de Grecia. Ésta
resultó así compuesta
por tres estados étnicos, o al menos por dos, pues cuando los dorios llegaron,
en -1100, los aqueos, que les habían precedido en un par de siglos, se habían mezclado bastante con los pelasgos, o se estaban mezclando con ellos y precisamente por esto los dorios les despreciaban llamándoles «bastardos» como llamaban los alemanes nazis
a los austríacos.
No es por nada que los atenienses decían ser uno de los dos
pueblos griegos que quedaron de raza pura, o sea no contaminada
por los dorios. El otro era Arcadia,
el más inaccesible reducto alpino del Peloponeso, donde efectivamente es probable que los
nuevos conquistadores
no lograrán jamás instalarse.
Evidentemente, el racismo dorio provocó, por reacción, otro aqueo-pelasgo, que se llamó jónico, predominó en el Ática y en las islas de la Jonia, y que impelía a los atenienses a proclamarse «generados por la tierra», y a los árcades a sostener que sus padres se habían instalado en Arcadia antes de que en el
cielo naciese la luna, a fin de tener un pretexto para tratar a los dorios como intrusos.
En este punto se impone una pregunta. Aquellos griegos litigantes, que no lograron jamás formar políticamente una nación, o sea una comunidad, tuvieron, sin embargo, algo común y nacional: la lengua. Y visto que ésta no pudo nacer de una fusión que no se produjo, ¿cuál de los tres elementos la elaboró y la impuso a los otros? En suma, de las tres razas que poblaban Grecia, ¿cuál era la que hablaba griego? Heródoto, gran buscador de curiosidades,
cuenta haber hallado en sus exploraciones por todos los rincones
del país, muchas poblaciones y tribus donde se hablaba una lengua incomprensible
para él. Seguramente era la pelasga, que subsistió en algunas «bolsas» del interior hurtadas a la soberanía de los conquistadores aqueos primero, y después a la de los dorios.
No se sabe qué lengua pudiera ser, como no se sabe de qué raza eran los pelasgos; pero seguramente era de origen meridional.
Se deduce por la palabra que, extinguiéndose poco a poco, dejó a la lengua griega propiamente dicha; thálassa, por ejemplo, que quiere decir «mar». Jenofonte, cuenta que durante la
famosa «Anabasis» de los diez mil guerreros griegos de Asia
Menor, éstos no hacían más que preguntar a los indígenas que encontraban por la calle: «¿Thálassa...? ¿Thálassa...?». Y los indígenas comprendían,
pues precisamente
era una palabra de su lengua. Hay muchas más: en general todas las pertenecientes a cosas y hechos del mar. Lo que nos confirma que aqueos y dorios no entendían de mar, acaso porque no lo habían visto antes de llegar a Grecia, y, por lo tanto, no tenían siquiera un vocablo para denominarlo. Por esto adoptaron el
de los pelasgos,
que con el mar tenían, en cambio, gran confianza, como sugiere su nombre.
Por consiguiente,
no puede haber duda: el griego fue una lengua importada,
y no tiene mucho sentido discutir si la importaron los aqueos o los dorios. Por el simple motivo que, salvo diferencias
dialectales, la hablaban unos y otros, por cuanto unos y otros procedían
del mismo tronco indoeuropeo,
como los latinos, los celtas y los teutones.
Pero vayamos
adelante. El hecho de que los dorios practicasen el racismo, suscitando otro no menos insensato
en sus coinquilinos de Grecia, no
basta para explicar
la segmentación de ésta. Porque ellos no dominaban, en suma, más que el Peloponeso,
donde siempre
constituyeron una
minoría, e igualmente en
la misma Esparta, que era su castillo roquero. En las otras regiones, donde dominaba el cruce aqueo-pelasgo, o sea el jónico, algún Estado que fuese algo más que una ciudad con su suburbio podía formarse hasta para mejor resistir a la amenaza doria, y en
cambio no se formó. ¿Por qué?.
Hay que poner
en guardia al lector ante la tentación de
interpretar ciertos fenómenos de la Antigüedad según su experiencia moderna. Los antiguos historiadores reclutados por el servicio de propaganda de los dorios seguramente se equivocaban al
imaginárselos nietos
de los cincuenta hijos de
Hércules, que retornaban a su patria de origen a recuperar su
posesión en virtud de un pacto debidamente estipulado y suscrito.
Pero nosotros no nos equivocaríamos
menos atribuyendo a su invasión, que ciertamente fue tal, los métodos y la técnica de la alemana en Checoslovaquia
o la rusa en Estonia. Más que verdaderas y propias conquistas, planificadas y programadas, fueron
aluviones de tribus escasamente coaligadas entre sí. Y si, el «grueso» se acuarteló en el Peloponeso, otros grupos dispersos se diseminaron un poco por todas partes, y en todas partes
crearon confusión e inseguridad.
¿Qué sucedió?. Sucedió que en toda Grecia los campesinos, no pudiendo defenderse solos en sus aislados caseríos, los abandonaron y comenzaron a agruparse en las cimas de ciertas colinas, donde, juntos y con la ayuda
de la naturaleza, podían resistir mejor. Estas cimas se llamaron
acrópolis, que literalmente quiere decir
«ciudad alta», Fortificadas, se convirtieron en el primer
núcleo de
la ciudad, que fue, como se ve, antes que nada un expediente estratégico.
Alguien objetará que esto no sucedió solamente en Grecia.
Un poco en todas partes las ciudades nacieron por los mismos motivos, lo que no les impidió en determinado momento el fusionarse en Estados más grandes. Es verdad. Pero no en todas partes los motivos que obligaron a los griegos a despoblar los campos para agruparse en las acrópolis y permanecer en ellas, sin contactos con las demás acrópolis de Grecia, duraron mucho. El Medievo griego, o sea el período de las invasiones y de las convulsiones, iniciado por la llegada de los aqueos en el 1400 antes de Jesucristo, alcanza hasta el 800, o sea que se extiende durante seiscientos
años. Seiscientos años representan veinticuatro generaciones. Y en veinticuatro generaciones se forma una mentalidad, costumbres
y hábitos que nada logra ya destruir.
El espíritu de la polis,
o sea aquella fuerza coagulante que hace de cada griego un ciudadano tan sensible a lo
que sucede dentro y tan indiferente
a todo aquello que sucede fuera de su ciudad, es en estos seiscientos años cuando se desarrolla hasta hacerse indestructible. Incluso los grandes filósofos del Siglo de Oro no lograron concebir algo que superase la ciudad con su
inmediata campiña. Es más, esta ciudad no la querían sino
de cierta medida. Platón decía que no
debía rebasar los cinco, mil habitantes; y Aristóteles sostenía
que todos debían
conocerse entre sí, al menos de vista. Muchos se le echaron encima a Hipodamo
cuando, encargado por
Pisístrato de realizar el proyecto para circuir de murallas a Atenas hasta El
Pireo, calculó que dentro del recinto debían
caber diez mil personas: «¡Exagerado!», dijeron. En realidad, Atenas alcanzó después las doscientas mil almas.
Pero en aquellos tiempos
el alma era atribuida únicamente a las corporaciones de ciudadanos, que sólo representaban
una décima parte de la población, de quien preocuparse en caso de invasión. Los demás podían quedarse
fuera y dejarse aporrear. La sociabilidad del pueblo griego, su sentido comunitario y exclusivista con todos sus derivados,
hasta los más menguados
—murmuración,
envidia, intrusión en la conducta ajena—, nacen de esta larga incubación. «Evita la ciudad», dice Demóstenes de un enemigo suyo para significar que no participa de la
vida de todos, lo que era la peor acusación que pudiera
lanzarse contra un ateniense. Este hecho acarrea otro; la colonización.
La diáspora de los griegos en toda la cuenca mediterránea, que
les condujo a fundar sus características poleis un
poco en todas partes, desde Mónaco y Marsella a Nápoles, a Reggio, a Bengasi, en las costas asiáticas y en el mar Negro, atravesó dos estadios. El primero fue el confuso y desordenado de la
fuga pura y simple, escapando
de las invasiones, y
especialmente de la doria, y no
obedecía a ningún plan ni programa. La gente no partía para fundar colonias: huía para salvar el pellejo y la libertad, y buscó refugio sobre todo en las islas de la Jonia y del Egeo porque eran las más cercanas a la tierra firme y porque ya estaban habitadas por una población pelasga.
Es imposible decir
qué proporciones alcanzó este fenómeno; pero debieron ser notables. Como fuere, un primer estrato de población griega con sus usos y costumbres estaba establecido ya en estos archipiélagos cuando en el siglo VII comenzó el flujo migratorio organizado.
Con seguridad,
ello fue debido al aumento de la población en las poleis y a
su carencia de aledaños donde alojarla. No había espacio donde desarrollar una sociedad campesina. Además, admitiendo que lo hubiese sido en el pasado, el griego que emergía de los seis siglos de vida en la ciudad no era ya un campesino; y hasta cuando poseía una granja, después de haber trabajado en ella todo el día, por la. noche volvía a dormir, y sobre todo a charlar y a chismorrear, en la ciudad. Pero las murallas ciudadanas no podían contener gente más allá de cierto límite: además de una repugnancia espiritual, como hemos visto en Platón y Aristóteles, existía para la polis la imposibilidad material
de transformarse en metrópoli. Y fue entonces,
o sea en el siglo VIII, cuando se comenzó
a disciplinar y a organizar la emigración.
«Colonia», en griego, se dice apoikia, que significa
literalmente «casa afuera»; y ya la palabra excluye toda intención de conquista y toda reticencia
imperialista. Eran solamente unos pobres
diablos que se iban a poner casa. Y si bien su Gobierno designaba al frente de aquellas expediciones un «fundador» que asumía el mando y la responsabilidad de la
expedición, la apoikia, una vez constituida,
no se convertía en dependencia, dominio o protectorado de la ciudad-madre, sino que conservaba con ésta tan sólo
vínculos sentimentales.
Algún privilegio
era concedido a los viejos conciudadanos cuando iban de visita o por negocios; la lumbre en el hogar público era encendida con
tizones traídos de la patria de origen; y a ésta era costumbre
dirigirse para que designase un nuevo «fundador», si
la colonia, superpoblada a su
vez, decidía fundar
otra. Pero no había servidumbre política. Es más, de vez en cuando estallaban guerras
entre ellas, como tal ocurrió entre Corinto y
Corfú. Y ni siquiera
había servidumbre económica. La apoikia no era una base ni un emporio de la madre-patria, con la cual hacía solamente los negocios que le convenían. En
suma, así como faltaba una ligazón nacional entre las poleis, también faltaba un vínculo imperial entre cada una de ellas y sus
colonias. Y también esto
contribuyó de manera decisiva a la dispersión del mundo griego, a
su sublime
desprecio de todo orden y criterio territorial. Grecia nació a pesar de la geografía. De este desafío sacó muchas ventajas, pero del mismo le vino también la ruina.
Otros motivos que la obligaron a ellos fueron,
se dice, los geofísicos y los económicos, o sea la configuración particular de la península, que hacía difíciles los contactos por vía terrestre. Pero nosotros creemos que ésta fue más bien una consecuencia
que una causa. Ningún obstáculo natural impidió a los romanos, animados por una enorme fuerza centrípeta, el crear una imponente
red de caminos aun a través de las
regiones más impenetrables. Los
griegos eran, y siguen siendo, centrífugos. Atenas
no sintió jamás necesidad de una carretera que la uniese con Tebas, sencillamente porque ningún ateniense sentía el de- seo de ir a Tebas. En cambio, tuvo una hermosísima, con
El Pireo porque El Pireo formaba parte de la polis, la cual a
su vez no se sentía parte de nada más.
Los griegos podían
concedérselo, por otra parte, porque en aquel momento ninguna fuerza externa enemiga les amenazaba, y ésta fue acaso su gran desventura. En Asia, el imperio de los hititas se había derrumbado: en su lugar había, a la sazón,
los reinos de Lidia y de Persia, todavía en formación y, por tanto, sin fuerza agresiva. En África, Egipto decaía. El Occidente estaba sumido en las tinieblas de la prehistoria, Cartago era un puertecito de piratas fenicios.
Rómulo y Remo no habían nacido,
y los emigrantes griegos que se habían ido a fundar Nápoles,
Reggio, Síbari, Crotona, Niza y
Bengasi, no habían encontrado en los parajes más que tribus bárbaras
y des- unidas, incapaces, no
digo ya
de atacar, sino siquiera
de defenderse. Al Norte, la península balcánica era tierra de nadie. Tras la invasión de.
los aqueos y la de los dorios, desde sus selvas y montañas no se había ya asomado ningún
enemigo sobre Grecia.
En aquel vacío, la polis
pudo
tranquilamente entregarse
a su vocación particularista y secesionista, sin ninguna preocupación de unidad nacional. Es bajo la amenaza del exterior
cuando los pueblos se unen. Y por eso los dictadores modernos la inventan cuando no existen. Reyertas y pequeñas guerras
se desarrollaban entre poleis, es decir, en familia, y, por consiguiente, en
vez de unirla, contribuían a dividirla cada vez más.
He aquí,
pues, el cuadro que nos presenta Grecia, políticamente, ahora que comienza su verdadera historia; una vía láctea de pequeños Estados diseminados a lo largo de todo el arco del Mediterráneo oriental y del occidental,
cada uno de ellos ocupado en elaborar dentro de las murallas
ciudadanas una propia experiencia política y una cultura
autóctona. Intentemos
recoger los primeros frutos en sus personajes más representativos.
( Indro Montanelli )
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