Entre las muchas leyendas que florecieron en tiempos de los aqueos, había la de Hércules, que ya hemos encontrado
de pasada, como formando
parte de la tripulación
del Argos, la nave en que Jasón fue a la
conquista del Vellocino de Oro. Pero es necesario decir algo más de él porque es uno de los personajes más importantes de la historia griega.
Era, hay que decirlo,
hijo de Zeus, quien, antes de haber desposado a Hera, se
concedía algunas libertades, y una vez perdió francamente la cabeza por una mujer vulgar, aunque de sangre aristócrata: Alcmena, mujer de un Anfitrión tebano, que después había de dar su nombre a una de las más simpáticas y benéficas categorías del
género humano: el de la gente hospitalaria. Zeus estaba tan apasionado por ella, que hizo durar veinticuatro horas, en vez de ocho, la
noche en que fue a visitarla. Y el fruto de aquel abrazo fue en proporción a su duración. Hera, para vengarse, mandó dos serpientes
a estrangular al neonato. Pero éste cogiéndolas entre el índice
y el pulgar les aplastó la cabeza. Por esto le llamaron Hércules, que quiere decir «gloria de Hera».
Creció idóneo a sí mismo, y convirtióse en breve en el más popular de
los héroes griegos por su carácter alegrote, vagabundo, cariñoso y amable, aunque
de vez en cuando, creyendo hacerle una caricia, le rompía la columna vertebral a un amigo, y luego se echaba a llorar sobre el cadáver por su propio atolondramiento. Las hizo de todos los colores. Sedujo a las cincuenta hijas del rey de Tespias, mató con las manos a un león, cuya piel fue, desde entonces su único vestido, enloqueció por una brujería de Hera, estranguló a sus propios hijos y fue a curarse a Delfos, donde le ordenaron retirarse a Tirinto y ponerse a las órdenes del rey Euristo, quien, para tenerle sujeto, le ordenó doce empresas dificilísimas y arriesgadísimas, esperando que en una de ellas dejase la piel. Pero Hércules las llevó a cabo.
Después de muerto, fue venerado como un dios, pero sus hijos, llamados heráclidas, que debían de ser millares dada la
fuerza demográfica del papá y que habían heredado su carácter
turbulento se convirtieron en los bandidos de Grecia. Uno de
ellos, Hilo, retó, uno tras otro, a los soldados que el rey había movilizado para echarle con sus hermanos.
La condición era que, si les
vencía a todos, los heráclidas tendrían en premio el reino de Micenas. Si perdía, se marcharían, comprometiéndose a volver sólo después de transcurridos cincuenta
años, o sea en las personas de sus hijos y nietos. Perdió,
y la promesa fue mantenida. Los heráclidas partieron,
pero sus
descendientes de la tercera generación, al cumplirse el medio siglo,
se presentaron puntualmente, mataron a los aqueos que intentaron resistir, y
se adueñaron de Grecia.
Esto
que la leyenda llama «el retorno de los heráclidas», en
lenguaje histórico se llama «invasión doria», y aconteció hacia el año 1100 antes de Jesucristo. Sin
duda fueron los mismos dorios, si no los que elaboraron de raíz esta leyenda, los que se la apropiaron.
Deparaba un pretexto para el abuso y un blasón al señorío de los nuevos amos, haciéndoles pasar
por acreedores en vez de ladrones.
Como de costumbre, no se sabe con precisión quiénes eran los dorios. Pero no
hay duda de que procedían de la Europa central,
porque llevaron a Grecia el don más precioso de aquella civilización que los etnólogos llaman
«de Hallstatt», por el nombre de la ciudad austríaca
donde se han descubierto las primeras huellas: el hierro.
También
los aqueos habían conocido el hierro, pero no lo habían labrado jamás, limitándose a importarlo del Norte, manufacturado. Los dorios eran mucho más toscos y bárbaros que ellos; pero poseían hierro en gran cantidad; lo extrajeron hasta de las laderas de las montañas epirotas y macedonias a medida que avanzaban
hacia el Sur en su marcha de conquista, y con él
se proveyeron de armas contra las cuales las piedras
y las mazas de los aqueos podían bien poco. Eran altos, de cráneo redondo
y ojos azules, de un valor y una ignorancia a toda prueba. Se trataba, ciertamente, de una raza nórdica.
Cayeron a manadas, establecieron su primera fortaleza en Corinto, que dominaba el istmo, y pronto sometieron toda Grecia menos el Ática, donde los atenienses lograron resistir y rechazarlos. A diferencia de los aqueos, no eran solamente terrestres y no se limitaron
al continente.
Desembarcaron en
las islas, y en Creta destruyeron los últimos restos de la civilización minoica.
Casi siempre, los conquistadores se cansan pronto de hacer de amos y, tras de un arrebato de prepotencia, suelen acabar como hicieron los aqueos: llegando a un compromiso con la población local, con
la que se
mezclan y de la que aceptan del todo o en parte las costumbres. Pero
los dorios tenían una fea enfermedad: el racismo. Y hasta en esto se confirma que se trataba de nórdicos, que el racismo lo llevaron siempre
y siguen llevándolo en la sangre: todos, hasta los que de palabra lo niegan. Por bien que fuesen mucho menos numerosos que los indígenas, o acaso precisamente
por ello, defendieron su integridad biológica,
a menudo con auténtico heroísmo
como en Esparta. La civilización
griega, lejos de seducirles, en el primer momento
les espantó. Aceptaron la lengua, mucho más evolucionada que la suya y rica ya de una literatura, aunque sólo fuese oral. Se adueñaron de la leyenda de los heráclidas, porque les era útil. Pero la paridad de derechos y los matrimonios mixtos
los excluyeron aún mucho tiempo, y esto es lo que explica el caos que provocaron.
Hesíodo, que seguramente no era dorio y escribió algún tiempo después, llamó a ésta «la edad del hierro», y no sólo porque el hierro era por primera vez ampliamente usado, sino porque la vida se había vuelto dura y difícil. La inseguridad en el campo lo había despoblado. Todos llevaban armas para defenderse
y atacar. El desarrollo artístico y cultural se había detenido porque, a diferencia de los aqueos, todos muertos o fugitivos, los nuevos señores no tenían sombra de mecenazgo.
Todo esto tuvo, como veremos, fatales consecuencias.
(
Indro Montanelli )
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