La población de cada
ciudad, desde muy antiguo, estaba dividida entre «azules» y «verdes», pero no
hace mucho tiempo que, por estos colores y por las gradas en que están sentados
para contemplar el espectáculo, gastan su dinero, exponen sus cuerpos a los más
amargos tormentos y no renuncian a morir de la muerte más vergonzosa. Se pelean
con sus rivales, sin saber por qué corren ese peligro, pero dándose plena
cuenta de que, aun cuando superaran a los enemigos en la pelea, lo que les
espera es que los lleven de inmediato a la cárcel y al final los hagan perecer
torturados de la peor manera. Lo cierto es que el odio que les brota hacia
personas muy próximas no tiene justificación, y permanece irreductible durante
toda su vida, sin ceder ni siquiera ante vínculos de matrimonio, ni de
parentesco, ni de amistad, aunque sean hermanos o algo semejante los que
defienden colores distintos. Y no hay nada humano ni divino que les importe,
comparado con que venza el suyo. Aun en el caso de que alguien cometa un pecado
de sacrilegio contra Dios, o la constitución y el Estado sufran violencia por
parte de los propios ciudadanos o de enemigos externos, o incluso si ellos
mismos se ven quizás privados de cosas de primera necesidad, o su patria es
víctima de las circunstancias más nefastas, ellos no hacen nada, si no le va a
suponer un beneficio a su bando: que así es como llaman al conjunto de sus
partidarios. En este fanatismo también se unen a ellos sus esposas, que no sólo
secundan a sus maridos, sino que incluso, si se tercia, se les enfrentan,
aunque no vayan nunca a los espectáculos ni las induzca ningún otro motivo; de
modo que a esto no puedo darle otro nombre que enfermedad del alma.
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