Algunos
biógrafos de Homero han contado que, además de escribir poesías por su cuenta, se pasaba el tiempo juzgando las ajenas como presidente de las comisiones para los premios literarios, que también en aquellos tiempos —como se ve— apasionaban
al mundo, o al menos a Grecia: y que en uno de esos concursos
él hizo conceder el triunfo a Hesíodo, que efectivamente viene en
seguida después
de Homero en el afecto
y la estima de los antiguos griegos. No
es verdad, porque entre Hornero y Hesíodo corren al menos un par de siglos. Pero nos gustaría creerlo.
Los
atenienses, que fueron las lenguas
más viperinas del mundo clásico, consideraron después a Beocia, donde Hesíodo nació, como patria de villanchones y cazurros, e hicieron de «beocio» un sinónimo de «tonto», por bien que beocios hayan sido escogidas personalidades como Epaminondas, Píndaro y Plutarco. En esta malevolencia existían sobre todo motivos políticos: Tebas, capital
de Beocia, será durante siglos
enemiga de Atenas, hasta el punto de llamar a los persas contra ésta. Pero hay que reconocer que una mano, a los denigradores de su país, se la echó también él, Hesíodo, el más célebre de sus hijos, describiéndolo de modo que justificaba plenamente la calumnia.
Por
lo demás, no había nacido allí, pues su madre le puso en el mundo en Cime,
en Asia Menor, donde su padre, pobre campesino, había emigrado en busca de trabajo, o tal vez mezclado con otros prófugos que buscaban zafarse
del yugo de los invasores dorios. Pero era beocio de sangre, y en
Beocia, donde le llevaron de niño, vivió el resto de su larga vida, labrando un campecillo poco generoso en Ascra, cerca de Tespias.
Visto con otros ojos, podía ser un paisaje encantador, lleno de sublimes inspiraciones. En el horizonte se recortan el Parnaso y el Helicón, el Hollywood de aquellos tiempos, donde se, daban cita las Musas y donde Pegaso, el caballo alado, decíase que había emprendido el vuelo hacia el cielo. Y no
lejos de allí
gorgoteaba la fuente en la
cual Narciso
contemplaba su propia imagen, según algunos; o, según otros, buscaba la de su hermana muerta, de la que había estado incestuosamente
enamorado.
Bellísimos motivos que, en manos de Homero, se hubiesen traducido en Dios sabe qué novelas de amor y de aventuras. Pero Homero era un poeta cortesano,
que trabajaba por orden de príncipes y de princesas, clientes de alto rango que exigían productos confeccionados a su medida aristocrática y
a su
gusto togado, y que no podían conmoverse más que por las suertes de héroes semejantes a ellos, espléndidos,
caballerescos y a quienes sólo el Hado podía vencer.
Hesíodo
era campesino, hijo de campesinos. Jamás había visto príncipes ni princesas; tal
vez nunca había ido a la ciudad; y aquella tierra que él no había ido a visitar como turista, sino que araba con sus manos, le pareció tan sólo avara, ingrata, gélida
en invierno y candente en estío, como así efectivamente la describe.
Se desconoce, no digo
el año, sino incluso el siglo en que nació. Créese generalmente que fue
el séptimo antes de Jesucristo, cuando
Grecia comenzaba a salir de las tinieblas en que la había sumido cuatro siglos antes la invasión doria, y a elaborar finalmente
su civilización. Hesíodo nos da un cuadro nada poético, pero exacto, de aquellos tiempos
y de aquellas miserias en
Los trabajos y los días, que son una serie de consejos impartidos a su joven hermano Perseo, de quien lo menos que podemos pensar es que se trataba de un mozallón disoluto y más bien embustero. Al parecer, defraudó
al pobre Hesíodo su parte de herencia y vivía
disfrutando del trabajo de éste, dedicado sólo al vino y a las mujeres. Tenemos la sospecha de que no tuvo muy en cuenta las prédicas de su hermano mayor y que continuó toda su vida burlándose de su sensatez, que le reclamaba al trabajo y a la honestidad. Mas esto no desanimó a Hesíodo, que seguía propinándole sus sermoncetes, especialmente contra el bello sexo, con el cual hubiérase dicho que tenía el diente particularmente envenenado. Según él, fue una mujer quien trajo todos los males a los hombres, que hasta aquel momento habían gozado de paz, salud y prosperidad: Pandora. Y entre líneas da a entender que, rascando un poco, se encuentra una Pandora en cada mujer. De esto muchos críticos han deducido que debió de haber sido soltero. Nosotros
creemos, en cambio, que cosas semejantes sólo pueden escribirlas
los casados.
En su Teogonía nos ha contado cómo él y sus contemporáneos veían el origen del mundo. En principio fue el dios del Cielo, y Gea, diosa de la Tierra, los cuales, al casarse, procrearon
a los Titanes, extraños monstruos con cincuenta cabezas y cien manos. Urano, al verles tan feos, se puso rabioso, y los mandó al Tártaro, o sea al infierno. Gea, que no dejaba de ser una mamá, se lo tomó a malas y organizó una con- jura con sus hijos para
asesinar a aquel padre desnaturalizado. Cronos, el primogénito, encargóse de la ruin tarea, y cuando Urano volvió trayéndose consigo
a la Noche (Erebo) para acostarse con su mujer, de la que estaba enamoradísimo, se le echó encima con un
cuchillo, le infligió
la más cruel mutilación que se puede infligir a
un hombre, y arrojó los restos al mar. De cada gotita de sangre nació
una furia; y de las olas que había engullido aquel innominable pedazo del cuerpo de Urano emergió la diosa Afrodita, que precisamente por ello, no tenía sexo. Después Cronos subió al trono del derrocado Urano, se casó con su hermana Rea y, recordando que al nacer sus
progenitores predijeron que él sería depuesto a su vez por sus hijos, se los comió a todos, menos uno que Rea logró sustraerle con engaños y llevarle a Creta. Éste se llamaba Zeus, quien después, habiéndose hecho mayorcito, derrocó verdaderamente a Cronos, obligándole a regurgitar los hijos que había engullido, pero que aún no había digerido, mandó definitivamente al infierno a sus tíos Titanes y quedónse, en la religión griega, como señor del Olimpo, hasta el día en que Jesucrito lo expulsó a él.
Tal vez en toda esta alegoría
se halla
condensada y resumida, en
un estilo de fábula, la historia de Grecia: Gea, Urano, Cronos, los Titanes, etc., formaban parte de la teogonía terrestre de la primera población autóctona: la pelasga. Zeus era, en cambio, un dios celeste, que llegó a
Grecia, como se diría ahora, «en la punta de las bayonetas» aqueas y dorias. Su definitiva victoria sobre el padre, los hermanos y los tíos señala precisamente el triunfo de los conquistadores provenientes del Norte.
Dígase lo que se quiera el único título de Hesíodo para la inmortalidad es su estado civil. Él es, después. de Hornero, el más antiguo autor de Grecia.
Pero si bien
escribiera en versos, no es seguramente un poeta. Hesíodo encarna un personaje tosco y mediocre que es de todos los tiempos y que está entre Bertoldo, Simplicissimus
y Don Camilo. Pero su valor de testimonio consiste precisamente en habernos mostrado, en cronista escrupuloso
y chato, la otra cara de aquella antigua sociedad, la proletaria y campesina de la cual Homero nos ha pintado solamente el áulico y aristocrático frontón. En sus descripciones opacas y a ras de tierra, sin un destello de lirismo, condimentadas tan sólo con un basto sentido común de hombre cualquiera,
reviven los peones de la
Beocia arcaica, los pobres villanos vejados por los latifundistas absentistas y rapaces, que no viven en el campo, que ni siquiera conocen, como la mayor parte de los barones del sur de Italia, nuestros
contemporáneos. Las casas de Hesíodo son cabañas de adobe, de una sola estancia
para bípedos y cuadrúpedos, donde
en invierno se tirita y en verano se asa. Nadie viene de la
ciudad a pedir el parecer de esta pobre gente, ni su voto. Tan sólo tiene que entregar una parte de la cosecha al amo, y otra parte al Gobierno, alistarse
en el Ejército y morir, por motivos que no conoce
e intereses que no le atañen, en las guerras entre Orcómenes y Tebas, o entre Tebas y Queronea.
Porque la patria no es más que la región, o sea Beocia, vagamente unida por un vínculo confederal representado por los beotarcas.
La dieta es de las
que se sustraen a
todo cálculo de vitaminas y
calorías. Grano torrefacto, cebollas, alubias, queso y miel, dos veces al día, cuando
la cosa iba
bien, e iba bien muy raramente. El paludismo causaba
estragos en los terrenos pantanosos del lago Copais, hoy desecado.
Para escapar de él, hacía falta retirarse a colinas pedregosas e inhóspitas, donde se moría de hambre. La moneda no existía.
Tenían que juntarse cinco o seis familias para reunir el
grano necesario para pagar un carro al carpintero que lo había construido. No había fuerzas ni tiempo que distraer de la lucha contra el apetito. Nadie soñaba en la instrucción. La
categoría más alta y evolucionada
era
la de los pequeños artesanos de pueblo, que solamente
hacía poco habían aprendido a labrar el hierro importado por los nuevos amos
dorios, y fabricaban tan sólo objetos de uso común. En las ciudades, en
torno de los señores, los había más refinados, que
ya tiraban hacia lo decorativo; pero en
el campo se estaba aún
en el estadio más arcaico. El núcleo que hacía de puntal a la sociedad era la familia en cuyo cerrado
ámbito los incestos eran frecuentes, lo que todos encontraban tan natural que también
se los atribuían a sus dioses.
Hesíodo
fue el cantor de este mundo, de esta Grecia campesina, tiranizada por los conquistadores nórdicos que aún no se habían fusionado. Y tuvo un solo mérito: el de reproducirla fielmente en sus
miserias, de las que personalmente participó: y se nota.
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