FILIPO II DE MACEDONIA |
Probablemente
la mayor parte de los griegos ignoraba hasta la existencia de su provincia más septentrional, la Macedonia, cuando Filipo, en 358 antes de Jesucristo, subió
al trono según el proceder habitual
en aquella comarca y en aquella Corte, o sea, una serie de asesinatos en familia. Las ciudades-estado del Sur tenían escasísimas relaciones con aquellos parientes
lejanos del Norte, que, si bien hablaban su misma lengua o poco más o menos, no les había dado ni un poeta, ni un filósofo ni un legislador.
Pero
tampoco los macedonios, por
su lado, habían sentido jamás ninguna necesidad de meter baza en los asuntos ni en las riñas de Atenas, de Tebas y de Esparta.
Eran dispersas tribus de pastores que vivían en régimen patriarcal, agrupadas cada una en torno a su propio principillo. Su evolución política no había seguido en absoluto la de Grecia; se había quedado en medieval. Había un rey, pero su poder estaba limitado por ochocientos vasallos, cada uno de los cuales, en su propia circunscripción,
sentíase dueño absoluto y no admitía interferencias. No iban sino raramente y a desgana a Pella, la capital, que de hecho no pasaba de ser una aglomeración de
cabañas en torno de la única plaza; la del mercado. El rey,
cuando había de tomar alguna decisión importante, tenía que consultarles y no
siempre lograba su consenso.
El
nuevo soberano,
empero, no era, como sus predecesores, «hecho en casa». De chico le habían mandado a estudiar en Tebas, donde se
metió en las malas compañías de
los parientes y amigos de Epaminondas. No había aprovechado mucho las lecciones de Filosofía e Historia. Pero siguió con atención las de estrategia que aquel gran capitán había enseñado a su ejército. Pese a las muchas lagunas de su cultura, cuando volvió entre los pastores de Pella, fue considerado un sabio. De hecho, él sabía lo que aquéllos, criados en la montaña y sin puntos de referencia, ignoraban: o sea, que Macedonia era
una comarca semibárbara, que debía romper su aislamiento
con el resto de Grecia y que el mejor modo de hacerlo era apoderarse de ella. Mas esto sólo se podía conseguir después
de haber unificado el mando de Macedonia, o sea después de haber destruido
o embridado las fuerzas feudales y centrífugas de los principillos
locales.
Lo
consiguió un poco por la fuerza y otro poco por la astucia, porque
de ambas cosas tenía a porrillo. Era un pedazo de hombre
listo y prepotente, guerrero intrépido, cazador infatigable, siempre
dispuesto a enamorarse indistintamente de una hermosa mujer que de un guapo muchacho. Un trasfondo de astucia se encontraba en cada gesto suyo,
hasta en el más espontáneo. Era de
natural simpático, pero lo sabía y se aprovechaba. El mismo Demóstenes, su irreductible adversario, después de haberle conocido
exclamó: «¡Qué
hombre! Por el poder y el éxito ha perdido un ojo, tiene un hombro roto y un brazo paralizado. ¡Y todavía no hay quien pueda hacerle poner de
rodillas!»
Por primera vez desde su advenimiento
al trono, los «compañeros del rey»,
como se llamaban los ochocientos señorones macedonios, para afirmar su paridad con él comenzaron a frecuentar Pella, adonde Filipo les atraía con fiestas, con los dados, las mujeres y los torneos. A menudo jugaba con ellos hasta avanzada la noche. Pero su objeto no era solamente divertirles y divertirse. Entre una cacería y una borrachera tejía la
trama del mando único en
la nueva organización
copiada de Epaminondas, y contagiaba a aquellos indóciles barones sus sueños de gloria y de conquista. Se impuso a quien se le resistía corrompiéndole
y a veces matándole, acaso «por accidente» en cacerías o torneos, sin perjuicio de conmoverse sobre el cadáver y de tributarle regias
exequias. Aquel hombre de modales rudos y francos sabía mentir como el más vil de los hipócritas. Su diplomacia apuntaba lejos y no
conocía escrúpulos. En pocos años
puso en
pie el más formidable instrumento de guerra que haya conocido la Antigüedad antes de las legiones romanas: la falange,
rígida muralla de dieciséis filas de infantes, protegida en los flancos por
escuadrones de
espantable
caballería. La falange no contaba más que con diez mil hombres. Pero eran, a diferencia de los demás griegos, soldados toscos, entrenados, por su
propia vida de pastores, a la disciplina y al sacrificio.
Con perfecta elección del momento, Filipo esperó que Atenas estuviese sumida en la «guerra social» que puso término a su segundo Imperio,
para adueñarse con un golpe de mano de Anfípolis, Pidna y Potidea, distritos mineros y claves del comercio ateniense con Asia. Y a las protestas de Atenas
respondió: «Con un arte y una literatura como la que tenéis,
¿por qué dar importancia a esas pequeñeces?» Poco después, otras dos «pequeñeces» cayeron en sus manos: Metón y Olinto, o sea todo el oro de Tracia y el control del alto Egeo.
Dónde quería llegar Filipo, era claro. Es decir, lo habría sido si los griegos hubiesen tenido el valor de reconocerlo. Pero,
otra vez más, en lugar de unirse contra la amenaza común, prefirieron pelear entre ellos. Por una cuestión de dinero, atenienses y espartanos se habían coligado contra la Liga anficiónica de Beocia y Tesalia, que, derrotada, llamó a Filipo. Éste acudió, en Delfos fue aclamado protector del templo de Apolo, patrono de la Liga, y graciosamente aceptó la presidencia honoraria de las Olimpíadas siguientes, lo que era un poco la candidatura a la soberanía sobre Grecia.
Finalmente,
Atenas despertó; pero hizo falta la oratoria de Demóstenes para arrancarla de
su pereza. Para quien ama la libertad, es bastante doloroso saber que en Grecia ésta haya encontrado su último adalid en un hombre semejante. Pero los tiempos no ofrecían otro mejor. Demóstenes era hijo de un armero acomodado que, al morir, le había dejado unos cincuenta millones de liras, confiados al
cuidado de tres administradores.
Éstos los administraron tan
bien que cuando Demóstenes, a los veinte años, trató de rescatarlos,
no encontró ni un céntimo. Y tal vez sacara un ejemplo y una moral de esta lección.
Aquel que estaba destinado a convertirse en el más grande o al
menos en el más famoso, de todos los oradores, no era un orador nato. Estaba afectado de tartamudez y para curársela dícese que se habituó a hablar con una piedrecita en
la boca y a declamar corriendo
en cuesta. Pero jamás fue un improvisador. A menudo se recluía en una caverna, afeitándose solamente media cara para no ceder a la tentación de salir, para
preparar por escrito sus requisitorias. Empleaba en ellas meses enteros y después las ensayaba y volvía a ensayar ante un espejo para estudiar todos los efectos, incluso los mímicos. Con tal de conseguirlos, no ahorraba contorsiones, alaridos, muecas. El oyente común se divertía
como en el teatro. Pero nosotros estamos con Plutarco, que definió aquel método como «bajo, humillante e indigno de un hombre», y llamamos la atención sobre este juicio a muchos pequeños Demóstenes contemporáneos del país.
Demóstenes
había debutado escribiendo «comparecencias» por cuenta de otros, a menudo a favor de los dos litigantes de la misma causa. Pero después se convirtió en abogado del gran banquero Formión y, no teniendo
necesidad de dinero, se dedicó solamente a procesos célebres
en defensa de clientes de alto copete, entre ellos la Libertad.
¿La amaba verdaderamente, o solamente vio en ella el pretexto
para labrarse una
gran reputación y una carrera política?.
No contestó jamás a su adversario Hipérides, que le acusó de defender la libertad de Atenas contra Filipo para revenderla a los persas que se la pagaban bien. Si no era
verdad, era verosímil, pues la moralidad del
hombre tenía bastantes lagunas. «Nada que hacer con Demóstenes —decía su secretario—. Si una noche encuentra una cortesana o un guapo chico, al día siguiente el cliente le esperará en vano en el tribunal.» Pero era un histrión tal, que sus llamamientos a la resistencia contra el macedonio tenían el apasionado acento de
la verdad. Contra él estaba lo que hoy se llamaría «el espíritu de Munich»,
el partido de la
paz, capítaneado por Foción y Esquines.
Foción era un hombre de bien, de costumbres estoicas, que batió
el récord
de Pericles haciéndose elegir estrategos cuarenta y cinco
veces seguidas. Cuando un discurso suyo en la
Asamblea era interrumpido
por un aplauso, preguntaba sorprendido; «¿Acaso he dicho alguna estupidez?». Ni siquiera Demóstenes
pudo jamás insinuar en contra de él que quisiera el compromiso con Filipo por algún interés personal;
dijo que lo quería por estolidez y vileza. Todo permite creer, en cambio, que Foción comprendía
perfecta- mente los planes de Filipo. Pero comprendía también
que Grecia no se uniría jamás para combatirlo y que Atenas sola no bastaba. Y tal vez esperaba francamente que la unificación, en vez de «en contra», se hiciese
«bajo» Filipo.
No pudiendo atacarle personalmente, Demóstenes atacó a su mayor colaborador, Esquines, que era también su enemigo personal. El pretexto era fútil. Años antes,
un tal Ctesifonte había propuesto en la Asamblea que le fuese dada a Demóstenes una corona en recompensa a los servicios prestados por éste a la ciudad. Esquines le denunció por «ultraje a la Constitución». Ahora bien, la causa que se llamó precisamente
«Sobre la corona», se veía en el Tribunal, y Demóstenes era el abogado de Ctesifonte. Fue un proceso no menos sensacional
que el de Aspasia, y
Demóstenes prodigó todo lo mejor de su repertorio: alaridos, «trémolos», llantos, carcajadas, sarcasmos
y melancolía. Y, si bien no tenía razón, ganó. Esquines, condenado a una multa exorbitante,
huyó a Rodas, donde, dícese, Demóstenes siguió mandándole dinero hasta el fin de su vida.
Mas aquella victoria judicial fue también una victoria política. Demostró que el partido de
la guerra había tomado la delantera. Por primera vez en su historia, bajo el estímulo de la oratoria patriótica de Demóstenes, Atenas echó mano de fondos destinados para las fiestas, que eran considerados intocables, para organizar un ejército. En 338, éste se alineó con el de Tebas en
Queronea contra Filipo, que derrotó fácilmente a uno y otro.
¿Había, finalmente, encontrado Grecia su amo y unificador en el rey de su región más bárbara y tosca?
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