La mayor parte de los historiadores cierran con la muerte de Alejandro la
historia de Grecia,
y se comprende por qué; a partir de
entonces, o sea durante el llamado «período helenista», que va hasta la conquista de Roma, resulta muy difícil de relatar por la vastedad de los horizontes en
que se pierde.
El rey macedonio no conquistó el
mundo con su increíble marcha hasta el océano Indico, sino que rompió sus
barreras, abriendo el
Oriente de par en par a la
iniciativa griega que se derramó en él con ímpetu
torrencial. A Grecia
siempre le había faltado una capacidad de coagulación
nacional. Mas entonces
los centros sobre los cuales
gravitaba aquel fragmentado pueblo
—Esparta, Corinto, Tebas y sobre todo Atenas— no tuvieron ya una fuerza centrípeta que oponer a la centrífuga. Y como hoy día las naciones europeas han abandonado a Asia y a América el papel de protagonistas de la
Historia, así entonces
las ciudades de Grecia hubieron de cederlo a los reinos periféricos que se
conformaron con la herencia de Alejandro.
Éste, como he dicho,
murió sin dejar heredero ni designar sucesor. Fueron, pues, sus lugartenientes, llamados diádocos,
quienes se repartieron el efímero
pero inmenso Imperio sobre el que el
pequeño ejército macedonio habla plantado
su bandera. Lisímaco tuvo Tracia; Antígono, el
Asia Menor; Seleuco, Babilonia; Tolomeo, Egipto, y Antípater, Macedonia y Grecia.
Éstos procedieron al reparto sin
consultar a los Estados griegos en nombre de los cuales Alejandro había realizado
su empresa de conquista y que, además, le
habían proporcionado un contingente de
soldados. Esto demuestra precisamente lo
poco que contaban ya entonces aquellos
Estados.
Es
materialmente imposible seguir las vicisitudes de los nuevos reinos grecoorientales que de tal suerte se formaron a
lo largo de todo el arco del Mediterráneo. Nos
limitaremos, pues, a resumir las de
Antípater y sus sucesores, únicas que tienen relación directa con Grecia y Europa, hasta el
advenimiento de Roma.
Plutarco cuenta que, cuando la noticia de la muerte del gran rey llegó a Atenas, la población se echó a las calles enguirnaldadas de flores, cantando himnos de victoria, como si hubiesen sido ellos
quienes le mataron. Una delegación se apresuró a buscar a Démostenes, el glorioso desterrado, la gran víctima
del fascismo macedonio, que, en realidad, tras haberle condenado por el hecho comprobado de
haber estado a sueldo, del enemigo, le había dejado huir a un cómodo exilio.
La Historia, como veis, es monótona como las miserias de los hombres que la hacen. Demóstenes volvió espumante
de rabia y de oratoria contenida, arengó al pueblo en fiestas predicando la guerra de liberación contra Antípater el opresor, organizó un ejército con la ayuda de otras ciudades del Peloponeso
y lo lanzó contra Antípater,
que lo derrotó en una batalla de pocos minutos.
Antípater
era un viejo y bravo
soldado que no alimentaba hacia la civilización y la cultura de Atenas, los complejos de Filipo y de Alejandro. Impuso crecidas reparaciones a
las ciudades rebeldes, dispuso en ellas una guarnición macedonia y deportó, privándoles de la ciudadanía, a doce mil perturbadores del
orden público, entre los cuales debía de hallarse también Demóstenes. Éste se fugó a un templo de Calauria. Pero al verse descubierto y rodeado, se envenenó.
Después
de aquella lección, los atenienses se mantuvieron un poco tranquilos, bajo el gobierno de un hombre de confianza de Antípater o, como se diría hoy, de un Quisling;
el habitual hombre de bien Foción, que obró como mejor no se hubiera podido en aquellas circunstancias. Pero esto no le salvó de ser linchado cuando
murió Antípater, y los atenienses se convencieron, una vez más, de haber sido ellos quienes lo mataron. Casandro, el nuevo rey,
volvió a intervenir, deportó otra cantidad de gente, dispuso otra guarnición y confió el gobierno a otro Quisling que, por casualidad,
fue también un hombre de Estado ejemplar por su honestidad y moderación: el filósofo
Demetrio Falareo, alumno de Aristóteles.
Mas aquí sobrevinieron complicaciones entre los diádocos, cada uno de los cuales, naturalmente, soñaba con reunir en sus manos el Imperio de Alejandro. Antígono, el
del Asia Menor, creyó
tener fuerza para ello, pero fue batido por la coalición de los otros cuatro. Su hijo Demetrio Poliorcetes, que quiere decir «conquistador de ciudades», fue acogido como «liberador» en Atenas, y se acuarteló en el Partenón transformándolo en una gargonniére para sus amores de ambos sexos. Los atenienses consideraron
democrático y liberal su régimen, que tan sólo era licencioso. En efecto, Demetrio no perseguía más que a quienes trataban de eludir sus galanterías. Uno de ellos, Damocles, para escapar de ella, se
tiró a un caldero de agua hirviendo, suscitando, más que la admiración, el estupor de sus conciudadanos,
poco avezados a
semejantes ejemplos de pudor y de esquivez.
Después de doce
años de orgías, Demetrio reemprendió la guerra contra Macedonia, la derrotó, proclamóse rey, mandó a Atenas otra guarnición que puso fin al intermedio democrático y se aventuró en otra larga serie de campañas contra Tolomeo de Egipto, luego contra Rodas y finalmente contra
Seleuco, quien, tras haberle derrotado y capturado, le obligó a suicidarse. Sobre este. caos cayó del Norte, en 279 antes de Jesucristo, una invasión de galos celtas. Atravesaron Macedonia presa de la revolución y,
por tanto, carente de ejército. Guiados por algunos traidores griegos que conocían los pasos, rebasaron
las Termópilas, saqueando ciudades y aldeas.
Después, rechazados hasta Delfos por un ejército constituido de cualquier manera entre todos, se arrojaron sobre Asia Menor, degollaron a la población, y sólo
comprometiéndose a pagarles un tributo anual, Se- leuco llegó a
persuadirles de que
se retiraran más hacia el Norte,
aproximadamente en la actual Bulgaria..
Afortunadamente,
en aquel momento Antígono II llamado Gonatas,
hijo de Poliorcetes,
lograba sofocar la revolución en Macedonia, y a la cabeza
de su ejército barrió los restos de la invasión. Fue un soberano excelente,
que entre otras cosas tuvo también la fortuna de permanecer en el trono treinta y siete años- seguidos, durante los cuales,
con sabiduría y moderación, ejerció con mucho tacto su poder sobre Grecia. Pero Atenas, con la ayuda de Egipto, se rebeló
contra él. Gonatas, tras haber vencido sus tropas con irrisoria facilidad, no se mostró riguroso. Limitóse tan sólo a restablecer el orden, dejando para
garantizarlo una guarnición en El Píreo y otra en Salamina.
En
aquel momento se estaban haciendo en toda la península tentativas para adaptarse a la nueva situación
y hallar un equilibrio estable que conciliase el orden
con la libertad. Se habían formado dos ligas, la
etolia y la aquea, cada uno
de cuyos Estados miembros había renunciado a una pizca de su soberanía en favor de la colectiva ejercida por un strategos regularmente elegido.
Era
un noble y sensato esfuerzo para superar finalmente los particularismos, pero eran los griegos de siempre quienes
lo llevaron a cabo. En 245, el estrategos
aqueo, Arato, persuadió con su habilidad oratoria
a todo el
Peloponeso —excepto Esparta y Elida, que se mantuvieron al margen— a entrar en la Liga. Luego,
sintiéndose lo bastante fuerte,
organizó una expedíción de sorpresa contra Corinto, expulsó a la guarnición macedonia y por fin repitió el golpe en El Píreo, donde los macedonios, previa propina, se fueron por su cuenta.
Era
de nuevo para toda Grecia, la liberación del extranjero como siempre había sido considerada, injustamente, la Macedonia, que sin embargo, hablaba su lengua y había absorbido su civilización. Pero algunos Estados, no
reconociendo en ello más
que la supremacía aquea, se apretaron en torno a la Liga etolia, incluyendo Esparta y Elida. Y de nuevo se encendió una guerra fratricida, de la que Macedonia podía haberse aprovechado
fácilmente si su «regente», Antígono III. que aguardaba la
mayoría de edad de su hijastro Filipo para cederle el trono hubiese querido hacerlo.
Así
Grecia continuó marchitándose en las
discordias intestinas y en las revueltas sociales. Estas últimas tocaron finalmente también a Esparta, la
ciudadela del conservadurismo, que parecía a resguardo de toda subversión.
La concentración de la riqueza en manos de pocos
privilegiados había
ido acentuándose
cada vez más. El catastro de 244 demuestra que las 250.000 hectáreas de Laconia eran monopolio de
sólo cien propietarios.
Dado que no había industrias ni comercio, todo el resto de la población era pobre. Un intento de reforma surgió de los dos reyes que, como de costumbre, se repartían el poder en 242: Agides
y Leónidas. El primero propuso
una distribución de tierras sobre el modelo de Licurgo. Pero Leónidas urdió un complot con
los latifundistas y le hizo asesinar con su madre y su abuela que, grandes propietarios a su vez, habían dado el ejemplo
del reparto. Fue una tragedia de mujeres del viejo molde heroico. La hija de Leónidas, Quilónides, se puso de parte de su marido Cleómbroto, que a su vez era partidario de Agides, y le siguió voluntariamente al exilio.
Leónidas echó mal sus cuentas dando por mujer a su hijo Cleómenes, por razones de dote, la viuda de Agides. Cleómenes, subido al trono al lado de su padre, se enamoró en serio de su mujer (ocurre,
a veces), compartió sus
ideas, que eran las del difunto marido, se rebeló contra Leónidas y le mandó al destierro. Cleómbroto fue llamado. Pero Quilónides, en vez de seguir a
su esposo triunfante, se reunió con el padre.
Cleómenes operó la gran reforma
restableciendo el ordenamiento semicomunista de Licurgo. Luego, identificándose con aquel papel de justiciero, acudió a liberar todo el proletariado griego que lo
invocaba. Arato
marchó contra él con el Ejército aqueo y fue derrotado. Toda la burguesía griega tembló por su propia
suerte.y llamó a Antígono de Macedonia, quien llegó, vio y venció,
obligando a Cleómenes a refugiar- se en Egipto.
Pero
una vez desencadenada, la lucha de clases no remitió, complicando la que ya se desarrollaba por el predominio
político y mezclándose con ésta. Despierto ya,
el proletariado de los pobres ilotas volvió
a insurreccionarse y, de revuelta en represión, no hubo ya paz hasta el advenimiento de Roma.
Olvidábamos
decir que cuando Leónidas volvió al trono, Quilónides no le siguió a Esparta. Se quedó en su confinamiento en
espera del marido, Cleómbroto,
que, en efecto, se
reunió con ella.
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