viernes, 20 de diciembre de 2019

DE ASCLEPIOS A HIPÓCRATES




"Oh Asclepios, oh deseado, oh invocado dios, ¿cómo pues podría conducirme dentro de  tu  templo  si  tú mismo no me conduces a él, oh invocado dios que sobrepasas en esplendor el  esplendor de  la  tierra y de la primavera?.  Y ésta es la plegaria de Diofanto. Sálvame, oh dios socorredor, sálvame de esta  gota,  que sólo tú lo  puedes,  oh  dios  misericordioso,  sólo    en la tierra y en el cielo. Oh dios  piadoso,  oh  dios  de todos los milagros, gracias a ti he  sanado,  oh  dios santo, oh bendito dios, gracias a ti, gracias a ti, Diofanto no caminará más como un cangrejo, sino que tendrá buenos pies como tú has querido".
 
Ésta es una de las tantas inscripciones que se pueden leer todavía en una de las muchas lápidas del templo de Epidauro, donde todos los enfermos de Grecia  acudían  a  hacerse  curar  por  Asclepios,  dios  de la medicina. Aquella amalgama de santuario, hospital, sanatorio y bazar debía  de  presentar,  durante  el año, un aspecto harto curioso. Una muchedumbre de lisiados, de ciegos, de epilépticos, la  tomaba por asalto, dando mucho quehacer, para disciplinarla, a los zácoros, a los portallaves, a los piróforos, que, mitad sacerdotes y mitad enfermeros, representaban a Asclepios y vigilaban los milagros.

 

Los peregrinos se reunían bajo los pórticos jónicos, de setenta y cuatro metros de longitud, que circundaban el templo, con su  impedimenta,  que  debía  de ser bastante voluminosa, pues cada cual tenía que proveerse por mismo de comida y leche. La clínica sólo proporcionaba, para no dejarles al raso, los muros del dormitorio, que estaba en la planta superior y se llamaba ábaton. Los pacientes, tras una noche pasada, unos durmiendo y otros  rezando,  eran  conducidos  a la fuente para tomar un  baño  y  la  precaución  no debía de ser superflua: los griegos se lavaban poco cuando estaban sanos, con que figurémonos cuando estaban enfermos.

 

Solamente después de haberse descostrado de encima lo mejor posible el hedor y la suciedad, eran admitidos en el templo propiamente dicho para la oración y la ofrenda. Asclepios era un doctor honesto; se remitía, para los honorarios, al cliente y sólo los exigía en caso de curación. Para soldar un fémur roto se contentaba con  un  pollo.  Mas para los pobres trabajaba también gratis, como demuestra la inscripción de otra lápida, donde se recuerda el caso de un labrantín quien, no habiendo podido ofrendar más que un puñado de huesecitos,  fue  sanado lo mismo.

 

No sabemos con precisión en qué consistían las curas. Ciertamente las aguas tenían gran parte en ellas, pues la región abundaba en termales.  Otro  ingrediente muy usado eran las hierbas. Pero sobre todo se contaba con la sugestión que se creaba a copia de exorcismos y espectaculares ceremonias. Tal vez se recurría también al hipnotismo y en ciertos casos hasta a la anestesia, si bien no se sabe cómo la lograban. Porque de las inscripciones resulta que Asclepios, más que un clínico, era un cirujano. Éstas no hablan, en efecto, más que de vientres abiertos a cuchilladas, de tumores extraídos, de clavículas soldadas, de piernas torcidas enderezadas haciendo transitar un carro por encima.

 

El caso más célebre de todos fue el de  una mujer que, queriendo librarse de una tenia y estando Asclepios ocupado en aquel momento, se había dirigido a su hijo quien, teniendo como el  padre la  pasión por la cirugía, le separó la cabeza del cuello y con la mano fue a buscarle la lombriz en el estómago. La encontró y la sacó.  Pero  luego  no  pudo volver a  poner la cabeza sobre el tronco de la  desdichada,  así  que tuvo que entregarla en dos  trozos al padre, quien, tras haberle dado un capón al incauto muchacho, los juntó. Esto también aparece escrito en una lápida.

 

Seguramente los sacerdotes que en nombre de Asclepios cumplían estas hazañas debían de ser unos bribonazos de marca. Pero no es imposible que tuviesen un poco de práctica en medicina, y de todas suertes conservaron en el culto a Asclepios algo de hogareño y cordial. En aquella gran Lourdes de Epidauro, el dios se había contentado con una simple capilla, donde se alzaba su estatua con los dos  animales preferidos por él: el perro y la  serpiente.  El resto era destinado a la  comodidad  de  los  peregrinos y a sus recreos, con piscina y palestra.

 

Fue este dios socorredor y algo charlatán, pero bondadoso, o,  por  decir  mejor,  fueron  sus  sacerdotes los que monopolizaron la medicina griega  hasta  el siglo v. Sólo en tiempos de Pericles asomó  la  medicina laica, que se apoyaba o pretendía apoyarse en bases racionales, al margen -de la religión y de los milagros. Pero también esta novedad le vino a Atenas desde fuera, o sea  del Asia  Menor y  de  Sicilia, donde se habían formado las primeras escuelas seglares.

 

El verdadero fundador fue Hipócrates,  si bien parece ser que antes que él, en Crotona, había habido otro, Alcmeón, formado en la  escuela  de  Pitágoras, al  que se atribuye el descubrimiento de las trompas de Eustaquio y del nervio óptico. Pero de  éste no  sabemos casi nada, mientras que Hipócrates es una figura histórica. Era de Coo, donde todos los años acudían miles de enfermos para zambullirse en las aguas termales.

 

Éstos constituían un excelente material  de  estudio para el joven Hipócrates, que era hijo de un "curandero" y discípulo de otro, Heródico de Selimbria. Empezó por elaborar una casuística que le allanó el camino para formular, sobre la base de la experiencia, la diagnosis. Sus libros fueron después reunidos en un Corpus Hippocraticum, donde de  Hipócrates  tal  vez no hay más que una mínima parte, siendo el resto añadido por sus discípulos y sucesores. En él se encuentra confusamente de todo: Anatomía, Fisiología, inducciones, deducciones, consejos,  investigaciones  y un conspicuo número de absurdidades.  No  obstante, ha constituido el texto fundamental de la Medicina durante más de mil quinientos años.

 

Hipócrates debió de haber tenido  algún  disgusto  con la Iglesia, porque comienza con la afirmación del valor terapéutico del rezo. Mas en seguida se pone a desmantelar el origen celeste de las enfermedades, tratando de reconducirlas a sus  causas  naturales. 

 

Parece que, como profesional, valía poco, pues no comprendió el valor revelador de las pulsaciones, juzgaba  la fiebre sólo con el contacto de la mano y no auscultaba al paciente. Pero desde el punto de vista científico y didáctico, fue ciertamente el primero que  separó la Medicina de la religión,  prefiriendo  anclarla en la filosofía, que desgraciadamente no es menos peligrosa. Era amigo de Demócrito, que le desafió a longevidad. Ganó el filósofo, rebasando los cien años,  en tanto que el médico sólo llegó a los ochenta y tres.

 

El cuerpo, dice Hipócrates, está compuesto de cuatro elementos: sangre, flegma, bilis amarilla y bilis negra. Las enfermedades provienen del exceso o del defecto de cada uno de ellos. La cura debe consistir en un reequilibrio  y  por  eso  ha  de  basarse,  más  que en las medicinas, en la dieta. Mejor es prevenir la dolencia que reprimirla.

 

No puede decirse  que  bajo  la  guía  de  Hipócrates la Anatomía y la Fisiología hubiesen hecho grandes progresos. Sólo la Iglesia proporcionaba material de estudio con los despojos de los animales que eran sacrificados para deducir de ellos los auspicios. Y en cuanto a la cirugía, permaneció siendo  monopolio  de los practicones que la ejercían a troche y moche  y, sobre todo, de aquellos que lo hacían al servicio del Ejército durante las guerras. Pero a él se debe la formación de la Medicina como ciencia autónoma y su organización. Antes, de Hipócrates,  se  iba a  Epidauro a solicitar el milagro.

 

De laicos no había más  que ciertos peripatéticos brujotes que se desplazaban de ciudad en ciudad y a quienes el Estado no exigía  el título de estudios para ejercer. Había entre ellos muchas mujeres, porque sólo éstas podían curar a las demás mujeres. Alguno, como Democedo, adquirió incluso fama y ganaba buenos puñados  de  dinero.  Pero la profesión estaba imbuida de charlatanería y, por lo tanto, desprestigiada.

 

Hipócrates le  confirió  una  alta dignidad, elevándola a sacerdocio con  un  juramento  que  comprometía  a los adeptos no sólo a ejercer según ciencia y conciencia, si que también a atenerse a un rígido decoro externo, a lavarse mucho y a guardar una actitud mesurada que inspirase confianza al paciente. Por primera vez, con él, los médicos se organizaron gremialmente, se volvieron estables, fundaron iatreia,  es decir, gabinetes de consulta, y celebraron congresos donde cada uno aportaba la contribución de sus propias experiencias y descubrimientos.

 

El Maestro ejercía poco. Por lo demás, estaba continuamente de viaje para consultas de excepción. Le llamaban hasta el rey Pérdicas de Macedonia y Artajerjes de Persia. Atenas le invitó en 430 antes de Jesucristo, cuando hubo una epidemia de tifus petequial. No sabemos qué curas prescribió ni qué resultados obtuvo.

 

 Pero Hipócrates tenía un modo de diagnosticar y de pronosticar, a fuerza de  sonoras  palabras científicas,  que  infundía  respeto  hasta  cuando no curaba el mal. Y era célebre por aforismos como: "El arte es largo, pero el tiempo es fugaz", que dejaban a los pacientes con sus reumatismos y sus jaquecas, pero que les sugestionaban.

 

Su buena salud era la mejor reclame de  sus  terapias. A los ochenta años correteaba aún de una ciudad a otra, de un Estado a otro, huésped de  las casas más señoriales, pero siempre sujeto a un horario y a una dieta rigurosa. Comer poco, andar mucho, dormir sobre duro, levantarse con los pájaros y con éstos acostarse, era su regla de vida.

 

Fue una especie de Frugoni  ( Poeta italiano -1692-1768-, fecundo, fácil y de imaginación pomposa. Frugonianismo significa  en  Italia  poesía  vacía  y  enfática ).  Más  que  fundar una ciencia, dio un  ejemplo  a  todos los  que a partir de entonces habrían de servirla.

( Indro Montanelli )


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