"Oh Asclepios, oh deseado,
oh invocado dios, ¿cómo pues podría conducirme dentro de tu
templo si tú mismo no me conduces a él, oh invocado
dios que sobrepasas en esplendor el
esplendor de la tierra y de la primavera?. Y ésta es la plegaria de Diofanto. Sálvame,
oh dios socorredor, sálvame de esta
gota, que sólo tú lo puedes,
oh dios misericordioso, sólo
tú en la tierra y en el cielo. Oh
dios piadoso, oh
dios de todos los milagros,
gracias a ti he sanado, oh
dios santo, oh bendito dios, gracias a ti, gracias a ti, Diofanto no
caminará más como un cangrejo, sino que tendrá buenos pies como tú has querido".
Ésta es una de las tantas inscripciones que se pueden leer todavía en
una de las muchas lápidas del templo de Epidauro, donde todos los enfermos de Grecia
acudían a hacerse curar por Asclepios,
dios de la medicina. Aquella amalgama de santuario, hospital, sanatorio y bazar debía de presentar, durante el año, un aspecto harto curioso. Una muchedumbre de lisiados, de
ciegos, de epilépticos,
la
tomaba por asalto, dando mucho
quehacer, para disciplinarla, a los zácoros, a los portallaves, a los piróforos, que, mitad sacerdotes y mitad enfermeros, representaban a Asclepios y vigilaban los milagros.
Los peregrinos
se reunían bajo los pórticos jónicos, de setenta y cuatro metros de longitud, que circundaban el templo, con su impedimenta, que debía de ser bastante voluminosa, pues cada cual tenía que proveerse por sí mismo de comida y leche. La clínica sólo proporcionaba, para no dejarles al raso, los muros del dormitorio, que
estaba en la planta superior y se llamaba ábaton. Los pacientes, tras una noche pasada, unos durmiendo y otros rezando, eran conducidos a la fuente para tomar un
baño y la precaución no debía de ser superflua: los
griegos se lavaban poco
cuando estaban sanos, con que figurémonos cuando estaban enfermos.
Solamente después de haberse descostrado de encima lo mejor posible el hedor y la suciedad, eran admitidos en el templo propiamente
dicho para la oración y la ofrenda. Asclepios era un doctor honesto; se remitía, para los honorarios, al cliente y
sólo los exigía en caso
de curación. Para soldar un fémur roto se contentaba con un
pollo. Mas para los pobres trabajaba también gratis, como demuestra la inscripción de otra lápida, donde se recuerda el caso de un labrantín quien,
no habiendo podido ofrendar más que un puñado de huesecitos, fue sanado lo mismo.
No sabemos con precisión en qué consistían las
curas. Ciertamente las aguas tenían gran parte en ellas, pues la región abundaba
en termales. Otro ingrediente muy usado eran
las hierbas. Pero sobre todo se contaba con la sugestión
que se creaba a copia de exorcismos y espectaculares ceremonias.
Tal vez se recurría también al hipnotismo y en ciertos casos hasta a la anestesia,
si bien no se sabe cómo la lograban. Porque de las inscripciones resulta que Asclepios, más
que un clínico, era un cirujano. Éstas no hablan, en efecto, más que de vientres abiertos a cuchilladas, de tumores extraídos, de clavículas soldadas, de piernas torcidas enderezadas haciendo transitar un carro por encima.
El caso más célebre de todos fue el de una mujer que, queriendo
librarse de una tenia y estando Asclepios ocupado en aquel momento, se había dirigido a su hijo quien, teniendo como el padre la pasión por la cirugía, le separó la cabeza del cuello y con la mano fue a buscarle la lombriz en el estómago. La encontró y la sacó. Pero luego no pudo volver a poner la cabeza sobre el tronco de la desdichada, así que tuvo que entregarla en dos trozos al padre, quien, tras haberle dado un capón al incauto muchacho, los juntó. Esto también aparece
escrito en una lápida.
Seguramente los
sacerdotes que en nombre de Asclepios cumplían
estas hazañas debían de ser unos
bribonazos de marca. Pero no es imposible que tuviesen un poco de práctica en
medicina, y de todas suertes conservaron en el culto a Asclepios algo de hogareño y cordial. En aquella gran Lourdes de Epidauro, el dios se había contentado con una simple capilla, donde se alzaba su estatua con los dos animales preferidos por él: el perro y la
serpiente. El resto era destinado a la comodidad de los peregrinos y a sus recreos, con piscina y palestra.
Fue este dios socorredor
y algo charlatán, pero
bondadoso, o, por decir mejor, fueron sus sacerdotes los que monopolizaron la medicina griega hasta el siglo v. Sólo en tiempos de Pericles asomó la medicina laica, que se apoyaba o pretendía apoyarse
en bases racionales, al margen -de la religión y de los milagros. Pero también esta novedad le vino a Atenas desde fuera, o sea
del Asia Menor y de
Sicilia, donde
se habían formado las primeras escuelas seglares.
El verdadero
fundador fue Hipócrates, si bien parece ser que antes que él, en Crotona, había habido otro, Alcmeón, formado en la
escuela de Pitágoras, al que se atribuye el descubrimiento de las trompas de Eustaquio y del nervio óptico. Pero de éste no sabemos casi nada, mientras que Hipócrates es una figura histórica. Era de Coo, donde todos los años acudían miles
de enfermos para zambullirse en las aguas termales.
Éstos constituían un excelente material de estudio para el joven Hipócrates, que
era hijo de un "curandero" y discípulo de otro, Heródico de Selimbria. Empezó por elaborar una casuística que
le allanó el camino para formular, sobre la base de la experiencia, la diagnosis. Sus libros fueron después reunidos en un Corpus Hippocraticum, donde de Hipócrates tal vez no hay más que una mínima
parte, siendo el resto añadido por sus discípulos y sucesores. En él se
encuentra confusamente de todo: Anatomía,
Fisiología, inducciones, deducciones, consejos, investigaciones y un conspicuo número de absurdidades.
No obstante, ha constituido el texto fundamental
de la Medicina durante más de mil quinientos años.
Hipócrates debió de haber tenido algún disgusto con la Iglesia, porque comienza con la afirmación del valor terapéutico del rezo. Mas en seguida se pone a desmantelar el origen celeste de las enfermedades, tratando de reconducirlas a sus causas naturales.
Parece que, como profesional, valía poco, pues no comprendió el valor revelador de las pulsaciones, juzgaba la fiebre sólo con el contacto de la mano y no auscultaba al paciente. Pero desde el punto de vista científico y didáctico, fue ciertamente el primero que separó la Medicina
de la religión, prefiriendo anclarla en la filosofía, que desgraciadamente no es menos peligrosa. Era amigo de Demócrito, que le desafió a longevidad. Ganó el filósofo, rebasando los cien años, en tanto que el médico sólo llegó a los ochenta y tres.
El cuerpo, dice Hipócrates, está
compuesto de cuatro elementos:
sangre, flegma, bilis amarilla y bilis negra. Las enfermedades provienen
del exceso o del defecto de cada uno de ellos. La cura
debe consistir en un reequilibrio y por eso ha
de basarse, más que en las medicinas, en la dieta. Mejor es prevenir la dolencia que reprimirla.
No puede decirse que bajo la
guía de Hipócrates la Anatomía y la Fisiología hubiesen hecho grandes progresos. Sólo la Iglesia proporcionaba material de estudio con los despojos de los animales que eran sacrificados para deducir de ellos los auspicios. Y en cuanto a la cirugía, permaneció siendo monopolio de los practicones que la ejercían a troche y moche y, sobre todo, de aquellos que lo hacían al servicio del Ejército durante las guerras. Pero a él se debe la formación de la Medicina como ciencia autónoma y su organización. Antes, de Hipócrates, se iba a Epidauro a solicitar el milagro.
De laicos no había
más que
ciertos peripatéticos
brujotes que se desplazaban de ciudad en ciudad y a quienes el Estado no exigía el título de estudios para ejercer. Había entre ellos muchas mujeres, porque
sólo éstas podían curar a las demás mujeres. Alguno, como Democedo, adquirió incluso fama y ganaba buenos puñados de dinero. Pero la profesión estaba imbuida de charlatanería y, por lo tanto, desprestigiada.
Hipócrates le confirió
una alta dignidad,
elevándola a sacerdocio
con
un juramento que comprometía a los adeptos no sólo a ejercer según ciencia y conciencia, si que también a atenerse a un rígido decoro externo,
a lavarse mucho y a guardar una actitud mesurada que inspirase confianza al paciente. Por primera vez, con él, los médicos se organizaron gremialmente, se volvieron
estables, fundaron iatreia, es decir, gabinetes de
consulta, y celebraron congresos
donde cada uno aportaba la contribución de
sus propias experiencias y descubrimientos.
El Maestro ejercía poco. Por lo demás, estaba continuamente de viaje para consultas de excepción. Le llamaban hasta el rey Pérdicas de
Macedonia y Artajerjes de Persia. Atenas le invitó en 430 antes de Jesucristo, cuando
hubo una epidemia de tifus petequial. No sabemos qué curas prescribió ni qué resultados obtuvo.
Pero Hipócrates tenía un modo de diagnosticar y de pronosticar, a fuerza de sonoras palabras científicas, que infundía respeto hasta cuando no curaba el mal. Y era célebre por aforismos como: "El arte es largo, pero el tiempo es fugaz", que dejaban a los pacientes con sus reumatismos y sus jaquecas, pero que les sugestionaban.
Su buena salud era la mejor reclame de sus terapias. A los ochenta años correteaba aún
de una ciudad a otra, de un Estado a otro, huésped de
las casas más señoriales, pero siempre sujeto a un horario y a una dieta rigurosa. Comer
poco, andar mucho, dormir sobre duro, levantarse con los pájaros y con éstos acostarse, era su regla de vida.
Fue una especie de Frugoni ( Poeta italiano -1692-1768-, fecundo, fácil y de imaginación
pomposa. Frugonianismo significa en Italia poesía vacía y enfática ). Más que fundar una ciencia, dio un ejemplo a todos los que a partir de entonces habrían de servirla.
( Indro Montanelli )
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