El mejor modo de pagar a nuestro contemporáneo Enrique Schliemann los enormes servicios que nos ha prestado reconstruyendo
la civilización clásica, creo que es incluirle entre sus protagonistas, como él mismo mostró desear ardientemente, eligiendo, en pleno siglo XIX, a Zeus como dios, elevando a él sus oraciones, poniendo de nombre Agamenón a
su hijo, Andrómeca a su hija, Pélope y Telamón a sus servidores, dedicando a Homero
toda su vida y su dinero.
Era un loco,
pero alemán, o sea organizadísimo en
su vesania, que la buena fortuna quiso recompensar. La primera historia que, cuando
tenía cinco o seis años,
le contó su padre no fue
la de Caperucita Roja, sino la de Ulises, Aquiles y Menelao. Tenía
ocho cuando anunció solemnemente en familia que se
proponía redescubrir Troya y demostrar,
a los profesores de Historia que lo negaban, que
esa ciudad había existido realmente. Tenía diez cuando
escribió en latín un ensayo sobre este
tema. Y dieciséis cuando pareció que toda esta infatuación se le había pasado del todo. Efectivamente, se colocó de
dependiente en una droguería, donde con seguridad no
había descubrimientos arqueológicos que realizar, y a poco embarcó no hacia la Hélade, sino hacia América, en busca de fortuna.
Tras pocos días de viaje, el buque
se fue a pique y el
náufrago fue salvado en las costas de Holanda. Quedóse allí, viendo en aquel episodio una señal del destino, y dedicóse al comercio. A los
veinticuatro años era ya un comerciante acomodado, y a los treinta y seis un rico capitalista, del cual nadie
había sospechado jamás que entre un negocio y otro hubiese seguido estudiando a Homero.
Debido a
su profesión se había visto precisado a viajar mucho.
Y había aprendido la lengua de todos los países donde estuvo.
Sabía, además del alemán y el holandés, francés, inglés, italiano, ruso, español,
portugués, polaco y árabe. Su Diario está redactado, efectivamente, en la lengua del país donde sucesivamente está fechado. Pero en la que siempre seguía
pensando era el griego antiguo.
De improviso
cerró Banco y tienda y comunicó a su mujer, que era rusa, su propósito de ir a establecerse en Troya. La pobre mujer le preguntó dónde estaba aquella ciudad de la que jamás había oído hablar y que, en realidad, no existía. Enrique
le mostró en un mapa dónde suponía que estaba, y ella pidió el divorcio. Schliemann no
hizo objeciones y puso
un anuncio en un periódico pidiendo
otra esposa, a condición de que fuese griega. Y de entre las fotografías que le llegaron eligió la de una muchacha que tenía veinticinco años
menos que él. Se casó con ella según un rito homérico, la instaló en Atenas en una villa llamada Belerofonte, y cuando nacieron Andrómaca y Agamenón, la madre tuvo que sudar tinta para inducirle a bautizarlas. Enrique se avino a
ello sólo a condición de que el cura, además de algún versículo
del Evangelio, leyese durante la ceremonia alguna estrofa de la Ilíada. Sólo los alemanes son capaces de estar locos hasta tal punto.
En 1870 se encontraba en aquel asolado y sediento rincón
noroeste del Asia Menor donde Homero afirmaba, y todos los arqueólogos negaban, que Troya se hallaba sepultada. Necesitó un año para obtener del Gobierno turco
permiso para iniciar las excavaciones
en una ladera de la colina de Hisarlik. Pasó el invierno, con un
frío siberiano, practicando hoyos con su mujer y sus excavadores. Tras
doce meses de esfuerzos inútiles y de gastos delirantes, como para desanimar a cualquier apóstol, un
buen día un
pico chocó con algo que no era la piedra de costumbre, sino una caja de cobre que, al ser abierta, reveló a los ojos exaltados de aquel fanático lo que él llamó en seguida «el tesoro de Príamo»: miles y miles de objetos de oro y plata.
El loco Schliemann despidió a los excavadores, llevó toda aquella
fortuna a su barraca, encerróse en ella, adornó a su mujer con los collares,
los confrontó con
la
descripción de Homero, convencióse de que eran aquellos con que se habían
pavoneado Helena y Andrómaca, y telegrafió la noticia a todo el mundo.
No le creyeron.
Dijeron que fue él quien llevó allí toda aquella mercancía, tras haberla acopiado en los bazares de Atenas. Tan sólo el Gobierno turco le dio crédito, pero al objeto de procesarlo por apropiación indebida. Sin embargo, algunas lumbreras más escrupulosas
que las demás, como Doerpfeld, Virchow y
Burnouf, antes de negar, quisieron investigar sobre el terreno. Y, por muy escépticos que
fuesen, tuvieron que rendirse a la
evidencia. Continuaron
las excavaciones por cuenta propia y descubrieron los restos, no de una, sino de nueve ciudades.
La única duda que permaneció en sus mentes no era si Troya había existido, sino cuál de las
nueve era aquella que el pico había desenterrado.
Mientras tanto, el loco estaba devanando con su habitual lucidez el
lío jurídico en que se había enzarzado con el Gobierno turco. Convencido de que en Constantinopla iban a malograr sus preciosos descubrimientos, mandó
a escondidas el tesoro al Museo del Estado de Berlín, que
era el más calificado para custodiarlo debidamente. Pagó daños y perjuicios al Gobierno turco, que tenía más interés por el dinero que por aquella quincalla. Después, armado del más antiguo de todos los Baedeker, el Periégesis,
de Pausanias, quiso demostrar al mundo que Homero no sólo había dicho la verdad acerca de Troya
y de la guerra que en ella se había desarrollado, sino sobre sus protagonistas.
Y con gran entusiasmo se puso a buscar, entre las ruinas de
Micenas, la tumba y el cadáver de Agamenón.
Nuevamente el buen Dios, que siente debilidad por los lunáticos, le compensó de tanta fe, guiando su pico por los sótanos del palacio de los descendientes del rey Atreo, en cuyos
sarcófagos fueron hallados los esqueletos, las máscaras
de oro, las alhajas y la vajilla de aquellos
monarcas que se consideraba no habían existido
más que en
la fantasía de
Homero. Y Schliemann telegrafió
al
rey de Grecia: Majestad, he hallado a sus antepasados.
Después, seguro ya de su camino, quiso dar el golpe de gracia
a los
escépticos del mundo entero y, sobre las indicaciones de Pausanias,
fuese a Tirinto, donde desenterró las
murallas ciplópeas del palacio de Proteo, de Perseo y de Andrómeda.
Schliemann murió casi setentón en 1890, tras haber trastornado desde los fundamentos todas las tesis e hipótesis sobre las que hasta entonces se había basado la
reconstrucción de la prehistoria griega,
inclinada a exiliar a Homero y a Pausanias en los cielos de la pura fantasía. En el hervor de su entusiasmo, acaso demasiado apresuradamente, atribuyó a Príamo el tesoro descubierto en la colina de Hisarlik y a Agamenón el esqueleto hallado en el sarcófago de Micenas.
Sus últimos años los pasó polemizando con los que dudaban de ello, y en estos litigios aportó más violencia
que fuerza persuasiva. Pero el hecho es que él se consideraba contemporáneo de Agamenón y trataba
a los arqueólogos de su tiempo desde la altura de tres milenios. Su vida fue una de las más bellas, afortunadas y plenas que un hombre haya vivido jamás. Y nadie podrá negarle el mérito de haber aportado la luz en la oscuridad que envolvía la historia griega antes de Licurgo.
Las excavaciones
que, siguiendo su ejemplo, fueron
emprendidas por Wace, Waldstein, Müller, Stamatakis y muchos más en Fócida y Beoda, en Tesalia y en Eubea, han demostrado que era cierto lo que Schliemann
aprendiera de Hornero; a saber, que contemporáneamente a la de Creta, e independientemente de ésta, se había desarrollado una civilización en el continente griego, aunque menos
avanzada, que tuvo sus centros en Argos y Tirinto. Se llamó micénica por la ciudad que fue capital. La construyó Perseo dieciséis siglos antes de Jesucristo,
y no se sabe a qué raza adscribir su población. Sólo se sabe que en aquella época Grecia se componía de numerosos Estados: Esparta, Egina, Eleusis, Orcómenes, Queronea, Delfos, etc.
Y sus habitantes se llamaban genéricamente
pelasgos, que significaría «pueblo del mar», acaso porque
por mar habían llegado, probablemente del Asia Menor. Tuvieron contactos con Creta y algo copiaron de su cultura, sin conseguir, empero, emularla. Tuvieron
industria, pero no tan desarrollada como lo fuera en Gurnia. En cuanto a su lengua, no
se sabe nada, como de la de Creta; sólo que nada tiene que ver con el griego.
El griego vino después de la invasión de los aqueos, una tribu del
Norte que se
puso en movimiento hacia el
Peloponeso en el siglo XIII, lo sometió, lo unificó e implantó aquellos reinos, de cuyas cortes Homero fue el trovador
vagabundo. Él no nos habla de tal invasión, que representa tan sólo una hipótesis. Su historia comienza después de haberse producido aquélla, y hasta antes de Schliemann su relato fue considerado pura fantasía e imaginarios los protagonistas.
Mas ahora, tras los descubrimientos del loco alemán, no tenemos ya derecho
a poner en duda la realidad histórica de Agamenón, de Menelao, de Helena o de Clitemnestra,
de Aquiles y de Patroclo, de Héctor y
de Ulises, aunque sus aventuras no hayan sido
exactamente las que Homero describió, elevándolas de tono. Schliemann ha
enriquecido la historia, y ha empobrecido la leyenda con algunas decenas de personajes de primer término. Gracias a él, algunos siglos que antes permanecían en las tinieblas han entrado en la luz, aunque no sea más que la incierta del alba. Y sólo llevados de su mano podemos explorarlos.
He aquí por qué hemos querido satisfacer su deseo: el de
alinearse, en la reconstrucción de la civilización griega,
al lado de Homero y
de sus héroes.
( Indo Montanelli )
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