miércoles, 25 de diciembre de 2019

ENRIQUE SCHLIEMANN, ARQUEÓLOGO DESCUBRIDOR DE TROYA



El mejor modo de pagar a nuestro contemporáneo Enrique Schliemann los enormes servicios que nos ha prestado reconstruyendo la civilización clásica, creo que es incluirle entre sus protagonistas, como él mismo mostró desear ardientemente, eligiendo, en pleno siglo XIX, a Zeus como dios, elevando a él sus oraciones, poniendo de nombre Agamenón a su hijo, Andrómeca a su hija, Pélope y Telamón a sus servidores, dedicando a Homero toda su vida y su dinero.

 

Era un loco, pero alemán, o sea organizadísimo en  su vesania, que la buena fortuna quiso  recompensar. La primera historia que, cuando tenía cinco o  seis  años, le contó su padre no fue la de Caperucita Roja, sino la de Ulises, Aquiles y Menelao. Tenía ocho cuando anunció solemnemente en familia  que  se  proponía redescubrir Troya y  demostrar,  a  los  profesores de Historia que lo negaban, que esa ciudad había existido realmente. Tenía diez  cuando  escribió  en latín un ensayo  sobre  este  tema.  Y  dieciséis  cuando pareció que toda esta infatuación se le había pasado del todo. Efectivamente, se colocó de dependiente en una droguería, donde con seguridad no había descubrimientos arqueológicos que realizar, y a poco embarcó no hacia la Hélade, sino hacia  América,  en busca de fortuna.


Tras pocos días de  viaje,  el  buque  se  fue  a  pique y el náufrago fue salvado en las costas de Holanda. Quedóse allí, viendo en aquel episodio una señal del destino, y dedicóse al comercio. A los  veinticuatro años era ya un comerciante acomodado, y a los treinta y seis un rico capitalista, del cual nadie había sospechado jamás que entre un negocio y otro hubiese seguido estudiando a Homero.

 

 Debido a  su  profesión se había visto precisado a viajar mucho. Y había aprendido la lengua de todos los países donde estuvo. Sabía, además del alemán y el holandés, francés, inglés, italiano, ruso, español, portugués, polaco  y árabe. Su Diario está redactado, efectivamente, en la lengua del país donde sucesivamente  está  fechado.  Pero en la que siempre seguía pensando era el griego antiguo.

 

De improviso cerró Banco y tienda y comunicó a su mujer, que era rusa, su propósito de  ir a  establecerse en Troya. La pobre mujer le preguntó dónde estaba aquella ciudad de la que jamás había  oído  hablar  y que, en realidad, no existía. Enrique le mostró en un mapa dónde suponía que estaba, y ella pidió el divorcio. Schliemann no hizo objeciones y puso un anuncio  en un periódico pidiendo otra esposa, a condición  de que fuese griega. Y de entre las fotografías que le llegaron eligió la de una muchacha que tenía veinticinco años menos que él. Se casó con  ella  según  un rito homérico, la instaló en Atenas en una villa llamada Belerofonte, y cuando nacieron Andrómaca y Agamenón, la madre  tuvo  que  sudar  tinta para  inducirle a bautizarlas. Enrique se avino a ello  sólo  a  condición de que el cura, además de algún versículo del Evangelio, leyese durante la  ceremonia alguna estrofa de la Ilíada. Sólo los alemanes son capaces de  estar locos hasta tal punto.

 

En 1870 se encontraba en aquel asolado y sediento rincón noroeste del Asia Menor donde Homero afirmaba, y todos los arqueólogos negaban, que Troya se hallaba sepultada. Necesitó un año para obtener del Gobierno turco permiso para  iniciar  las  excavaciones en una ladera de la colina de Hisarlik. Pasó el  invierno, con un frío  siberiano,  practicando  hoyos  con su mujer y sus excavadores. Tras doce meses de esfuerzos inútiles y de gastos delirantes, como para desanimar a cualquier apóstol, un  buen  día  un  pico chocó con algo que no era la  piedra  de  costumbre,  sino  una  caja   de   cobre  que,  al   ser  abierta,  reveló a los ojos exaltados de aquel  fanático lo  que él  llamó en seguida «el tesoro de Príamo»: miles y miles de objetos de oro y plata.

 

El loco Schliemann despidió a los excavadores, llevó toda aquella fortuna a su barraca, encerróse en ella, adornó a su mujer con los collares, los confrontó con

 

la descripción de Homero, convencióse de que eran aquellos con que se habían pavoneado Helena y Andrómaca, y telegrafió la noticia a todo el mundo.

 

No le creyeron. Dijeron que fue él quien llevó  allí toda aquella mercancía, tras haberla acopiado en los bazares de Atenas. Tan sólo el Gobierno turco le dio crédito, pero al objeto de procesarlo por apropiación indebida. Sin embargo, algunas lumbreras más escrupulosas que las demás, como Doerpfeld, Virchow y Burnouf, antes de negar, quisieron investigar sobre el terreno. Y, por muy escépticos que  fuesen,  tuvieron que rendirse a la evidencia. Continuaron las excavaciones por cuenta propia y descubrieron los restos, no de una, sino de nueve ciudades. La única duda que permaneció en sus mentes no era si  Troya  había  existido, sino cuál de las nueve era aquella que  el  pico había desenterrado.

 

Mientras tanto, el loco estaba devanando con su habitual lucidez el lío jurídico en que se  había  enzarzado con el Gobierno turco. Convencido de que en Constantinopla iban a malograr sus preciosos descubrimientos, mandó a escondidas  el  tesoro  al  Museo del Estado de Berlín, que era el más calificado para custodiarlo debidamente. Pagó daños y perjuicios al Gobierno turco, que tenía más interés por  el  dinero que por aquella quincalla. Después, armado del más antiguo de todos los Baedeker, el Periégesis, de Pausanias, quiso demostrar al mundo que Homero no sólo había dicho la verdad acerca  de  Troya  y  de  la  guerra que en ella se había desarrollado, sino sobre sus protagonistas. Y con gran entusiasmo se puso a buscar, entre las ruinas de Micenas, la tumba y el  cadáver de Agamenón.

 

Nuevamente el buen Dios, que siente debilidad por los lunáticos, le compensó de  tanta  fe,  guiando su pico por los sótanos del palacio de los  descendientes del rey Atreo,  en  cuyos  sarcófagos  fueron  hallados  los esqueletos, las máscaras de oro, las alhajas y la vajilla de aquellos monarcas que se consideraba no habían existido más  que  en  la  fantasía  de  Homero. Y Schliemann telegrafió al  rey  de  Grecia:  Majestad, he hallado a sus  antepasados.  Después,  seguro  ya  de su camino, quiso dar el golpe de gracia a los  escépticos del mundo entero y, sobre las indicaciones de Pausanias, fuese a Tirinto, donde desenterró las murallas ciplópeas del palacio de Proteo, de Perseo y de Andrómeda.

 

Schliemann murió casi setentón en 1890, tras haber trastornado desde los fundamentos todas las tesis e hipótesis sobre las que hasta entonces  se había basado la reconstrucción de la prehistoria griega, inclinada a exiliar a Homero y a Pausanias en  los  cielos  de  la  pura fantasía. En el hervor de su entusiasmo, acaso demasiado apresuradamente, atribuyó a Príamo el tesoro descubierto en la colina de Hisarlik y a  Agamenón el esqueleto hallado en el sarcófago  de  Micenas.

 

 Sus últimos años los pasó  polemizando  con  los que dudaban de ello, y en estos litigios aportó más violencia que fuerza  persuasiva.  Pero el  hecho  es que él se consideraba contemporáneo  de Agamenón y trataba a los arqueólogos de  su  tiempo  desde  la  altura  de tres milenios. Su vida fue una de las más bellas, afortunadas y plenas que un hombre haya vivido jamás. Y nadie podrá negarle el mérito de haber aportado la luz en la oscuridad que envolvía la  historia griega antes de Licurgo.

 

Las excavaciones que, siguiendo su ejemplo, fueron emprendidas por Wace, Waldstein, Müller,  Stamatakis y muchos más en Fócida y Beoda, en Tesalia y en Eubea, han demostrado que era cierto lo que Schliemann aprendiera de Hornero; a saber, que contemporáneamente a la de Creta, e independientemente de ésta, se había desarrollado una civilización en el continente griego, aunque menos avanzada, que tuvo sus centros en Argos y Tirinto. Se llamó micénica por la ciudad que fue capital. La construyó Perseo dieciséis siglos antes de Jesucristo, y no se sabe a qué raza adscribir su población. Sólo se sabe que en aquella época Grecia se componía de numerosos Estados: Esparta, Egina, Eleusis, Orcómenes, Queronea,  Delfos,  etc.

 

Y sus habitantes se llamaban genéricamente pelasgos, que significaría «pueblo del mar», acaso porque por mar habían llegado, probablemente del Asia Menor. Tuvieron contactos con Creta y  algo  copiaron  de su cultura, sin conseguir, empero, emularla. Tuvieron industria, pero no tan desarrollada como lo fuera en Gurnia. En cuanto a su lengua,  no  se  sabe  nada,  como de la de  Creta;  sólo  que  nada  tiene  que  ver con el griego.

 

El griego vino después de la invasión de los aqueos, una tribu del Norte  que  se  puso  en movimiento hacia el Peloponeso en el siglo XIII, lo sometió, lo unificó e implantó aquellos reinos, de  cuyas cortes Homero fue el trovador vagabundo. Él no nos habla de tal invasión, que representa tan sólo una hipótesis. Su historia comienza después de haberse producido aquélla, y hasta antes de Schliemann su relato fue considerado pura fantasía e imaginarios los protagonistas.

 

Mas ahora, tras los descubrimientos del loco alemán, no tenemos ya derecho a poner en duda la realidad histórica de Agamenón, de Menelao, de Helena o de Clitemnestra,  de  Aquiles  y  de   Patroclo, de  Héctor y de Ulises, aunque sus aventuras no hayan sido exactamente las que Homero describió, elevándolas de tono. Schliemann ha enriquecido la historia, y ha empobrecido la leyenda con algunas decenas de personajes de primer término. Gracias a él, algunos siglos que antes permanecían en las tinieblas han entrado en la luz, aunque no sea más que la incierta del alba. Y sólo llevados de su mano podemos explorarlos.

 

He aquí por qué hemos querido satisfacer  su  deseo: el de alinearse, en la reconstrucción de la civilización griega, al lado de Homero y de sus héroes.

( Indo Montanelli )


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