La incapacidad de superar los límites y los esquemas de la ciudad-estado, o sea de formar una verdadera y propia nación, debía de ser, por así decirlo, consustancial con la raza helénica, pues está también en la base de la quiebra de Siracusa, la más importante colonia griega, que en cierto momento parecia tener que ocupar en el mundo el lugar de la madre patria.
Como hemos dicho, los griegos, aun antes de que Roma naciese, habían desembarcado
en las costas italianas, donde fundaron varias ciudades; Brindisi, Tarento, Síbaris, Crotona, Reggio, Napoles, Capua.
Y tal vez desde estos trampolines hubiesen podido hacer griega la península entera en nombre de la superior cultura, si con ésta no hubiesen traído consigo el vicio de dividirse
y de litigar. Crotona destruyó
a Síbaris, Tarento destruyó
a Crotona. Y, en suma, no se logró jamás establecer una colaboración entre aquellas potéis, ni tan siquiera cuando fueron amenazadas por el común enemigo romano, que acabó por engullírselas a todas.
Las colonias más importantes
eran las de Sicilia, donde
los griegos, atraídos por las inmensas riquezas de la isla, habían empezado a desembarcar en el
siglo VIII antes de Jesucristo. Hoy
día cuesta creerlo, pero en la Antigüedad Sicilia era un paraíso tal
de bosques, de trigo y de árboles frutales que se llamaba
"la tierra de Démeter", que era la
diosa de la abundancia.
En aquel tiempo estaba habitada por escasos grupos de sicanos venidos de España y de sículos venidos de Italia. Después, en la costa occidental fueron a establecerse también
los fenicios, que fundaron Palermo. Pero eran colonias pequeñas y discordes, que no pusieron ninguna resistencia a los recién llegados griegos, los cuales, con muy otra vitalidad, se desparramaron no
sólo a lo largo de la costa oriental, sino también por la occidental, donde fundaron Agrigento.
Muy pronto hubo todo un florecer de ciudades, propiamente al modo griego. Y entre estas ciudades destacaron Leontini,
Mesina, Catania, Gela,
y sobre todo Siracusa. Esta última fue fundada por los corintios que, obligando a los sículos a retirarse hacia el interior, donde se dedicaron a la ganadería, construyeron un puerto en torno del cual nació una metrópolis que al
comienzo del siglo V frisaba
en el medio millón de habitantes.
El gran realizador
de aquella empresa fue un
tirano, Gelón, que se instaló en el poder a consecuencia de una revolución democrática que derrocó al viejo régimen aristocrático y conservador. La
historia, como veis, es monótona. En Gelón la inteligencia
era inversamente proporcional
a los escrúpulos, mientras que el éxito fue directamente proporcional
a los
delitos con los cuales lo alcanzó. Hay que reconocer que, con toda probabilidad, todas las colonias griegas de Sicilia hubieran quedado sometidas a Cartago, que había mandado una flota al mando de uno de sus muchos Amílcares,
si Gelón, por la
violencia y la traición,
no hubiese unificado el mando. El mismo año —y algunos llegan a decir el mismo día:— que Temístocles alineaba las naves contra las de
Jerjes en Salamina, Gelón formaba sus soldados
contra los de Amílcar en Himera
y le derrotaba en una memorable batalla que limitó la
supremacía cartaginesa a la Sicilia occidental, dejando la oriental bajo la influencia griega.
Durante todo el siglo IV antes de Jesucristo, Siracusa a pesar de las turbulencias de política interior, siguió desarrollándose en una continua alternación de etapas demócratas y largos regímenes totalitarios. Dionisio fue el tirano más despiadado y más instruido. Desde su atrincherada fortaleza de
Ortigia, dominó la ciudad con métodos estalinianos y criterios vagamente socialistas.
En la distribución de tierras,
por ejemplo, no hacía distinciones
entre ciudadanos y esclavos, entregándoselas
imparcialmente a éstos y a aquéllos. Y cuando las
cajas del Estado (el cual se confundía, naturalmente, con su persona)
estaban vacías, anunciaba que Démeter se le había aparecido para reclamar que todas las damas de
Siracusa depositasen sus joyas en el templo. Ellas,
naturalmen- te, se apresuraban a llevárselas porque,
aunque hubiesen tenido la tentación de desobedecer la orden divina, estaba la policía humana de Dionisio para
disuadirlas. Después de lo cual, éste se hacía «prestar» las
joyas por Démeter.
Era un curioso hombre
infatuado de técnica y de poesía. Para echar a los cartagineses de
la isla, mandó contratar en todas las
ciudades griegas a los especialistas en mecánica,
haciendo secuestrar a los que se rehusaron. El invento de la catapulta le
embelesó y le hizo creer que con aquella
arma en la mano nadie podría resistirle ya. Por lo que mandó un embajador a Cartago para intimarla a abandonar Sicilia. Siguieron casi treinta años de guerras y de matanzas del todo inútiles, pues, al final, todo quedó como antes: los griegos dueños de Sicilia oriental y los cartagineses de la occidental. Dionisio se replegó entonces a
un programa más modesto: unificar bajo su mando a todos los griegos de la isla y de la península. Lo consiguió, pero sólo por la violencia.
Como Atenas con sus satélites, así Siracusa se mostró incapaz de fusión con sus súbditos y sus relaciones con
éstos quedaron sólo mantenidas por
la fuerza. Cuando, por ejemplo, trató con Reggio, Dionisio se declaró dispuesto a respetar las
libertades mediante el pago de una fuerte suma. Después, cuando la hubo cobrado, vendió a todos los reggianos como esclavos.
Sin embargo, aquel déspota tenía también aspectos humanamente
simpáticos. Cuando el filósofo pitagórico Fincias, condenado a muerte por él, le pidió un día de permiso para ir a su casa, fuera de la ciudad, a
ordenar sus asuntos, Dionisio consintió con tal que dejase
en rehenes a su amigo Damón. Y cuando vio presentarse a
éste confiadamente y a Fincias llegar a tiempo, en vez de hacerle matar, pidió humildemente ser admitido
en la amistad de ambos, que le había conmovido. Otra vez condenó a trabajos forzados en las minas al poeta Filoxeno
que había criticado sus versos. Luego se arrepintió, le llamó y ofreció en su honor un gran banquete al final
del cual leyó otros versos e invitó a Filoxeno a juzgarlos. Filoxeno se levantó y, haciendo un signo a la guardia, dijo: "Llevadme a la mina".
Fue esta pasión por la poesía, que siguió cultivando su
asiduidad, lo que indirectamente le costó la vida a Dionisio. En 367, una comedia suya
obtuvo el primer premio en Atenas. El tirano, si bien de satisfacciones hubiese ya sacado a porrillo con su omnipotencia, fue tan feliz con aquel modesto premio literario, que lo
festejó con un banquete pantagruélico, al término del cual un ataque apoplético le fulminó. Le sucedió su hijo de veinticuatro años Dionisio II, no más rico que su padre en cuanto a escrúpulos, pero mucho más pobre en
cuanto a ingenio. Tuvo, sin embargo, dos excelentes consejeros en su tío Dión y en el historiador Filisto. El primero le convenció para que llamara a Platón, del cual era grandísimo admirador, seguro que el joven soberano se prestaría gustosamente a realizar los planes políticos de aquél. Dionisio quedó, en efecto, muy impresionado por el filósofo, que le puso a estudiar matemáticas y geometría como introducción a la verdadera sapiencia.
El joven estaba lleno de buenas intenciones y Platón se ilusionó con hacer de él su
instrumento. Pero el maestro bebía a escondidas y por la noche se hacía visitar
en palacio por la juventud de peor fama de Siracusa.
Filisto esperó a que el rey
estuviera un poco cansado de teoremas y de triángulos isósceles y luego comenzó a murmurarle al
oído que Platón era sólo un emisario de Atenas, la cual, no habiendo podido conquistar Siracusa con el ejército de Nicias, trataba de hacerlo ahora con las figuras geométricas de Euclides y con la complicidad
de Dión.
Dionisio se alegró
de creerlo y expulsó al tío. Platón protestó, y como no consiguió que se revocase la disposición, dejó la ciudad para reunirse en Atenas con el pobre exiliado. Éste, pocos años después, volvió a su patria al frente de otros ochocientos desterrados y derrocó a Dionisio, que huyó. Los siracusanos exultaron, mas para impedir que a un tirano le sustituyese otro,
le quitaron el mando a Dión, quien se retiró sin amargura a Leontini. Dionisio volvió a la carga y derrotó a las fuerzas populares de Siracusa que, desesperada, hizo un nuevo llamamiento
a Dión. Éste acudió, venció de nuevo, anunció una dictadura
temporal para poner de nuevo en orden el Estado, y como premio recibió una puñalada en nombre de la "libertad".
Dionisio volvió a ser dueño de la ciudad y los siracusanos hicieron un llamamiento a
la madre patria, Corinto, para que fuera a liberarles. Entonces vivía en Corinto, casi echado al monte, el aristócrata Timoleón, que había matado a su hermano para impe- dirle que se convirtiese en dictador. Maldecido
por todos, hasta por su madre, Timoleón
armó a un puñado de hombres, al frente de los cuales desembarcó en Sicilia, y con un prodigio de estrategia derrotó
al ejército de Dionisio. Dícese que no tuvo ni una baja. Y esto nos hace sospechar que el prodigio de estrategia consistió
en el hecho de que el enemigo salió corriendo o se pasó a él. El propio soberano fue capturado. Pero Timoleón, en vez
de matarle, le dio todo lo que tenía en el bolsillo para que pagase el viaje hasta Corinto, donde efectivamente Dionisio pasó el resto de sus días. Después, él mismo se
retiró a la vida privada, limitándose a reaparecer entre los siracusanos sólo cuando
éstos le llamaban para escuchar sus
consejos.
Cuando murió,
pobre y sin cargos, en 337, Siracusa le conmemoró como el más grande y el más noble de sus ciudadanos. Gracias a él, había encontrado de nuevo, al menos de momento, la libertad. Pero en compensación estaba perdiendo rápidamente la fuerza que le había permitido resistir victoriosamente la presión cartaginesa.
( Indro Montanelli )
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