domingo, 22 de diciembre de 2019

DIONISIO DE SIRACUSA


La incapacidad de superar los límites y los esquemas de la ciudad-estado, o sea de formar una verdadera y propia nación, debía de ser, por así decirlo, consustancial con la raza helénica, pues está también en la base de la quiebra de Siracusa, la más importante colonia griega, que en cierto momento parecia tener que ocupar en el mundo el lugar de la madre patria.


Como hemos dicho, los griegos, aun antes de que Roma naciese, habían desembarcado en las costas italianas, donde fundaron varias ciudades; Brindisi, Tarento, Síbaris,  Crotona,  Reggio,  Napoles,  Capua.  Y tal vez desde estos trampolines hubiesen podido hacer griega la península entera en nombre de la  superior cultura, si con ésta no hubiesen traído consigo el vicio de dividirse y de litigar. Crotona destruyó a Síbaris, Tarento destruyó a Crotona. Y,  en  suma,  no se logró jamás establecer una colaboración entre aquellas potéis, ni tan siquiera cuando fueron amenazadas por el común enemigo romano, que acabó por engullírselas a todas.


Las colonias más importantes eran las de Sicilia, donde los griegos, atraídos por las inmensas riquezas de la isla, habían empezado a  desembarcar  en  el  siglo VIII antes de Jesucristo. Hoy día cuesta creerlo, pero en la Antigüedad Sicilia era un paraíso tal de bosques, de trigo y de árboles frutales que se llamaba "la tierra de Démeter", que era la diosa de la abundancia. En aquel tiempo estaba habitada por escasos grupos de sicanos venidos de España y de sículos venidos de Italia. Después, en la  costa  occidental  fueron a establecerse también los fenicios, que fundaron Palermo. Pero eran colonias pequeñas  y  discordes, que no pusieron ninguna resistencia a los recién llegados griegos, los cuales, con muy otra vitalidad, se desparramaron no sólo a lo largo de  la  costa  oriental, sino también por la occidental, donde fundaron Agrigento.


Muy pronto hubo todo un florecer de ciudades, propiamente al modo griego. Y entre estas ciudades destacaron Leontini, Mesina, Catania, Gela, y sobre todo Siracusa. Esta última fue fundada por  los  corintios que, obligando a los sículos a retirarse hacia el interior, donde se dedicaron a la  ganadería, construyeron un puerto en torno del cual nació una  metrópolis que al comienzo del siglo V frisaba en el medio millón de habitantes.
El gran realizador de aquella empresa fue  un  tirano, Gelón, que se instaló en el  poder  a  consecuencia de una revolución democrática que derrocó al viejo régimen aristocrático y conservador. La historia, como veis, es monótona. En Gelón la inteligencia era inversamente proporcional a los escrúpulos, mientras que el éxito fue directamente proporcional a los  delitos con los cuales lo alcanzó. Hay que reconocer que, con toda probabilidad, todas las colonias griegas de Sicilia hubieran quedado sometidas a Cartago, que había mandado una flota al mando de uno de sus muchos Amílcares, si Gelón, por la violencia y la traición, no hubiese unificado el mando.  El  mismo año —y algunos llegan a decir el mismo día:— que Temístocles  alineaba  las naves  contra  las  de  Jerjes en Salamina, Gelón formaba  sus  soldados  contra los de Amílcar en Himera y le derrotaba en una memorable batalla que  limitó  la  supremacía cartaginesa a la Sicilia occidental, dejando la oriental bajo la influencia griega.


Durante todo el siglo IV antes de Jesucristo, Siracusa a pesar de las turbulencias de política interior, siguió desarrollándose en una continua alternación de etapas demócratas y largos regímenes totalitarios. Dionisio fue el tirano más despiadado y  más  instruido. Desde su atrincherada fortaleza  de  Ortigia,  dominó la ciudad con métodos estalinianos y criterios vagamente socialistas. En la distribución de tierras, por ejemplo, no hacía distinciones entre ciudadanos y esclavos, entregándoselas imparcialmente a éstos y a aquéllos. Y cuando las cajas del Estado (el cual se confundía, naturalmente, con su persona) estaban vacías, anunciaba que Démeter se le  había  aparecido para reclamar que todas las damas de Siracusa depositasen sus joyas en  el  templo.  Ellas, naturalmen- te, se apresuraban a llevárselas porque, aunque hubiesen tenido la tentación de desobedecer la orden divina, estaba la policía humana de Dionisio para disuadirlas. Después de lo cual, éste  se hacía «prestar» las joyas por Démeter.


Era un curioso hombre infatuado de técnica y de poesía. Para echar a los cartagineses de la isla, mandó contratar en todas las ciudades griegas a los especialistas en mecánica, haciendo secuestrar a los que se rehusaron. El invento de la catapulta le embelesó y le hizo creer que con aquella arma en la mano nadie podría resistirle  ya.  Por  lo  que mandó un embajador a Cartago para intimarla a abandonar Sicilia. Siguieron casi treinta años de guerras y de matanzas  del todo inútiles, pues, al final, todo quedó como antes:  los griegos dueños de Sicilia oriental y los cartagineses de la occidental. Dionisio se replegó entonces a un programa más modesto: unificar bajo su mando a todos los griegos de la isla y de la península. Lo consiguió, pero sólo por  la  violencia.  Como  Atenas con sus satélites, así Siracusa se mostró incapaz de fusión con sus súbditos y sus relaciones con éstos quedaron sólo mantenidas por la fuerza. Cuando, por ejemplo, trató con Reggio, Dionisio se declaró dispuesto a respetar las libertades mediante el pago de una fuerte suma. Después, cuando la hubo cobrado, vendió a todos los reggianos como esclavos.


Sin embargo, aquel déspota tenía  también  aspectos humanamente simpáticos. Cuando el filósofo pitagórico Fincias, condenado a muerte por él,  le  pidió un día de permiso para ir a su casa,  fuera  de  la  ciudad, a ordenar sus asuntos, Dionisio consintió  con tal que dejase en rehenes a su amigo  Damón.  Y cuando vio presentarse a éste confiadamente y a Fincias llegar a tiempo, en vez de hacerle matar, pidió humildemente ser admitido en la amistad de ambos, que le había conmovido. Otra vez condenó a trabajos forzados en las minas al poeta Filoxeno que había criticado  sus versos.  Luego  se  arrepintió,  le  llamó y ofreció en su honor un gran banquete  al  final  del cual leyó otros versos e invitó  a  Filoxeno  a  juzgarlos. Filoxeno se levantó y, haciendo un signo a la guardia, dijo: "Llevadme a la mina".


Fue esta pasión por la poesía,  que siguió cultivando su asiduidad,  lo  que  indirectamente  le  costó la  vida a Dionisio. En 367, una comedia suya  obtuvo el  primer premio en Atenas. El tirano, si bien de  satisfacciones hubiese ya sacado a porrillo con su omnipotencia, fue tan feliz con aquel modesto premio literario,  que  lo  festejó  con   un banquete  pantagruélico, al término del cual  un  ataque  apoplético le fulminó. Le sucedió su hijo de veinticuatro  años Dionisio II, no más rico que su padre en  cuanto  a  escrúpulos, pero mucho más pobre en  cuanto  a  ingenio.  Tuvo, sin embargo, dos excelentes  consejeros en su  tío Dión y en el historiador Filisto. El primero le convenció para que llamara a Platón, del cual era grandísimo admirador, seguro que el joven soberano se prestaría gustosamente a realizar los planes políticos de aquél. Dionisio quedó, en efecto, muy impresionado por el filósofo, que le puso a estudiar matemáticas y geometría como introducción a la verdadera sapiencia.


El joven estaba lleno de buenas intenciones y  Platón  se ilusionó con hacer de él su instrumento. Pero el maestro bebía a escondidas y por la noche se hacía visitar en palacio por la juventud de peor fama de Siracusa.


Filisto esperó a que el rey estuviera un poco  cansado de teoremas y de triángulos isósceles y luego comenzó a murmurarle al  oído  que  Platón  era  sólo un emisario de Atenas, la cual, no habiendo podido conquistar Siracusa con el ejército de Nicias,  trataba de hacerlo ahora con las figuras geométricas de Euclides y con la complicidad de Dión.


Dionisio se alegró de creerlo y expulsó al  tío.  Platón protestó, y como no consiguió que se revocase la disposición, dejó la ciudad para reunirse  en  Atenas con el pobre exiliado.  Éste, pocos años después, volvió a  su patria al frente de otros ochocientos  desterrados  y derrocó a Dionisio, que huyó. Los siracusanos exultaron, mas para impedir que a un tirano le sustituyese otro, le quitaron el mando a Dión, quien se retiró sin amargura a Leontini. Dionisio volvió a la carga y derrotó a las fuerzas populares de Siracusa que, desesperada, hizo un nuevo llamamiento a Dión. Éste acudió, venció de nuevo, anunció una  dictadura  temporal para poner de nuevo en orden el Estado, y como premio recibió una puñalada en nombre de la "libertad".


Dionisio volvió a ser dueño de la ciudad y los siracusanos hicieron un llamamiento a la madre patria, Corinto, para que fuera  a  liberarles.  Entonces  vivía en Corinto, casi echado al monte, el aristócrata Timoleón, que había matado a su hermano para impe- dirle que se convirtiese en dictador. Maldecido por todos, hasta por su madre, Timoleón armó a un puñado de hombres, al frente de los cuales  desembarcó  en Sicilia, y con un prodigio de estrategia derrotó al ejército de Dionisio. Dícese  que no  tuvo  ni  una baja. Y esto nos hace sospechar que el prodigio de  estrategia consistió en el hecho de que el enemigo salió corriendo o se pasó a él. El propio soberano fue capturado. Pero Timoleón, en vez  de  matarle, le dio todo lo que tenía en el bolsillo para que  pagase  el  viaje hasta Corinto, donde efectivamente Dionisio pasó el resto de sus días. Después, él mismo  se  retiró  a  la vida privada, limitándose a reaparecer entre los siracusanos sólo cuando éstos le llamaban para escuchar sus consejos.


Cuando murió, pobre y sin cargos, en 337,  Siracusa le conmemoró como el más grande y el más noble de sus ciudadanos. Gracias a él, había encontrado de nuevo, al menos de momento, la libertad. Pero en compensación estaba perdiendo rápidamente  la  fuerza que le había permitido resistir victoriosamente la presión cartaginesa.

( Indro Montanelli )


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