Las victorias de Alejandro fueron fulgurantes y han suscitado la
incondicional admiración de sus contemporáneos y de la posteridad. Mas nosotros
no sabemos si adscribirlas más a su valentía que a la absoluta inconsistencia de los persas, que por lo demás jamás habían ganado una batalla, ni siquiera cuando habían sido trescientos contra uno.
Un primer contingente de aquéllos fue derrotado en el río Gránico,
donde Alejandro
fue salvado de la muerte por su lugarteniente
Clito. Todas las ciudades de la Jonia fueron liberadas; Damasco y Sidón se rindieron; Tiro,
que quiso resistir, fue literalmente destruida, y Jerusalén abrió sus puertas dócilmente. A través del desierto de Sinaí, el conquistador penetró
en Egipto, y lo primero que hizo fue un acto
de homenaje en el oasis de Siwa
al templo de Ammón que, según Olimpia,
era su padre. Los sacerdotes le creyeron sin más y le coronaron faraón.
Para compensarles de tanta complacencia, Alejandro ordenó la construcción en el delta de una nueva ciudad, Alejandría, de
la que trazó él mismo un plano, dejando la
ejecución a su arquitecto. Y reanudó su marcha hacia Asia.
El encuentro
con el grueso del ejército de Darío tuvo lugar cerca de Arbelas. Al ver aquella multitud de seiscientos mil
persas, Alejandro tuvo una vacilación. Y sus soldados gritaron: «¡Adelante,
general!. Ningún enemigo podrá resistir el hedor a carnero que traemos encima.». No sabemos si fue propiamente el hedor lo que derrotó aquel heterogéneo y políglota ejército. Sea como fuere, hubo derrota, caótica e irremediable. Darío fue muerto cobardemente por sus generales, y su capital, Babilonia, se sometió sin resistencia a Alejandro, que encontró en ella un tesoro de cincuenta mil
talentos, algo así como doscientos mil millones de liras, lo repartió equitativamente
entre sus soldados, su propia caja y la de Platea para resarcirla de su valerosa resistencia ante los persas en 480, ordenó la inmediata reconstrucción
de los templos sacros dedicados a los dioses orientales, a los que ofrendó suntuosos sacrificios, y anunció orgullosamente en una solemne proclama al pueblo griego su
definitiva liberación
del vasallaje persa. Los objetivos de la guerra habían sido alcanzados, mas no los de Alejandro, que sabía concretamente cuáles eran. Reemprendió la marcha sobre Persépolis y, enfurecido por encontrar prisioneros griegos con miembros cortados, ordenó la destrucción de la estupenda ciudad. Y siguió adelante hacia Sogdiana, Ariana, Bactriana y Bujara, donde capturó al asesino de Darío. Le hizo atar a dos troncos de árbol acercados
con cuerdas. De modo que, cuando las cuerdas fueron cortadas, al enderezarse los
troncos, le despedazaron
las carnes. Y adelante aún, a través del Himalaya, en ruta hacia la India,
donde oyó hablar del
Ganges y quiso verlo. El rey Poros, que trató de oponérsele, fue vencido.
Pero aquí los
soldados comenzaron a dar muestras de impaciencia. ¿Adonde quería conducirles su rey en aquella loca carrera de miles y miles de kilómetros en el corazón de tierras desconocidas, cuya extensión se ignoraba?. Alejandro, que no
podía responder porque
tampoco lo sabía él, se retiró —como su héroe Aquiles— desdeñosamente a su
tienda y durante tres días se negó a salir. Luego, a desgana, se rindió, volvió atrás, y en un combate se
encontró solo, dentro de una ciudadela
enemiga, porque las cuerdas con las que se escalaban las
murallas se habían roto bajo los pies de los que le seguían. Se batió como un león hasta caer desangrado por las heridas. Pero justo en aquel momento
llegaron los suyos, que habían trepado con las uñas. Mientras le llevaban a la tienda, los soldados se arrodillaron a su paso para besarle los pies. Convencido de haber reconquistado su favor, el rey, tras tres meses de convalecencia,
les recondujo hacia el Indo y les hizo descender
hasta el océano indico. Aquí hizo preparar una flota que, bajo el
mando de Nearco, devolvió
a la patria, por vía marítima, a los heridos y enfermos. Con los supervivientes remontó el río, abriéndose el camino de retorno a través del desierto de Beluchistán.
Hará falta llegar a la retirada de Rusia por Napoleón para hallar algo comparable a una marcha tan desastrosa. El calor y la sed mataron e hicieron enloquecer a miles de hombres. Cada vez que se encontraba
un pozo de agua, Alejandro bebía
el último, después de todos sus soldados. Pero
es como para preguntarse si su cerebro estaba completamente en orden, admitiendo que alguna vez lo hubiese estado» cuando al fin,
con los
pocos supervivientes de aquella matanza, llegó a Susa. Allí reunió a sus oficiales y les expuso en término» perentorios un nebuloso programa de dominio mundial empernado sobre los intercambios
matrimoniales.
Él se casaría simultáneamente con Statira, la hija de Darío, y con Parisatis, la hija de Artajerjes, uniendo así las dos ramas de la familia real persa.
Ellos le ayudarían desposándose
a
su vez y haciendo casar a sus subalternos con otras señoritas locales, a cuyas respectivas dotes proveería él poniendo a disposición veinte mil talentos, algo así como ochenta mil millones de liras. Así —dijo—, tras haberla sancionado en el campo de batalla, se consumaría en la cama la
unión entre el mundo grecomacedonio
y el oriental, mezclando su sangre y su civilización.
Lo creyeran o no, aquellos toscos guerreros, tras diez años de alejamiento de sus familias hallaron cómodo
fundar otra con las mujeres persas que, encima de todo, hasta eran guapotas. Así, en
una noche de festejos, fueron celebradas aquellas grandes bodas colectivas. Alejandro
las presidió, flanqueado por
sus dos esposas y con un traje de su invención,
que Plutarco describe como de corte mitad griego mitad persa. Acto
seguido proclamó su propio origen divino como hijo de Zeus-Ammón; los sacerdotes de Babilonia y de Siva lo reconocieron, los Estados griegos lo aceptaron carcajeándose, y sólo Olimpia, que había Inventado aquella fábula
y que todavía vivía en Pella, comentó escépticamente; «¿Cuándo dejará ese chico de calumniarme como adúltera?».
No se ha sabido jamás, y no se sabrá nunca, si Alejandro era tan desequilibrado como para creer en aquella fábula,
o si la avalaba sólo por diplomacia. Una vez,
alcanzado por una flecha, había dicho a sus amigos, mostrando la herida; «¿Veis? ¡Es sangre, sangre
humana, no divina!». Pero
ahora sentábase sobre un trono de oro, llevaba en la cabeza dos cuernos que eran el símbolo de Ammón y exigía que todos se prosternasen ante él. El abstemio adolescente de un tiempo ahora bebía, y en las borracheras
perdía la cabeza. Cuando Clito, que le había salvado la
vida, le dijo que
el mérito de sus grandes victorias correspondía no a él, sino a Filipo que le había dejado un gran ejército (y era verdad),
le
mató en un
acceso de furor. Una conjura le hizo recelar. Filotas, bajo la tortura, denunció a su propio padre, Parmenio, el general más estimado por Alejandro. También le condenó
a muerte. El paje Hermolao, torturado a su vez, denunció
como cómplice a Calístenes, sobrino
de Aristóteles, que el rey se había llevado en su séquito como cronista de las expediciones y que no quiso prosternarse
ante él, afirmando que todas, aquellas empresas un día se habrían convertido en históricas porque Calístenes las había escrito, no
porque Alejandro las hubiese llevado a cabo. El impertinente fue metido en la cárcel, donde murió.
Estalló una sedición entre
los soldados, que le pidieron ser licenciados «visto que tú, Alejandro, eres un
dios, y que los dioses no necesitan tropas». Alejandro respondió enojado; «Marchaos,
pues; así, de ahora en adelante, seré rey de aquellos de quienes os he hecho vencedores.» Los soldados rompieron a llorar, le pidieron perdón, y él, reanimado, concibió la empresa de conducirles a nuevas conquistas en Arabia.
Pero en aquel momento murió Efestión, a quien él consideraba su Patroclo y quería con un amor que jamás había sentido por ninguna mujer: hasta el punto de que cuando la viuda de Darío,
venida a hacer acto de sumisión en su tienda, les había confundido uno con otro, el rey dijo sonriendo:
«No hay ningún mal en ello. Efestión es también Alejandro.»
Aquella muerte le afectó de manera irreparable. Hizo matar al médico que no supo evitarla, rehusó
la comida durante cuatro días seguidos, ordenó honras fúnebres en las que gastó cuarenta
mil millones de liras, mandó a preguntar al oráculo de Ammón, que naturalmente se apresuró a concedérselo, el permiso de venerar al pobre difunto como a un dios, y como sacrificio expiatorio ordenó el
degüello de una tribu entera de persas.
Era claro ya que el conquistador
venido a
Oriente para grecizarlo se había orientalizado hasta convertirse en un verdadero sátrapa. Cada vez mas enfermo de insomnio, buscaba
en el vino ese sucedáneo del descanso que es el aturdimiento. Cada noche hacia con
sus generales concursos de resistencia. Una noche fue derrotado por Promacos,
que ingirió tres litros de licor fortísimo, y al cabo de tres días murió. Alejandro quiso batir el récord e ingirió cuatro
litros. Al otro día le dio una fuerte fiebre. Quiso seguir bebiendo. Desde la cama, en las pausas de delirio, siguió dando órdenes
a
gobernadores y generales. Luego, el undécimo día, entró en agonía. Cuando le preguntaron a quién se proponía dejar el poder, respondió en un soplo; «Al mejor.» Pero se
olvidó de decir quién era el mejor. Era en 323 antes de Jesucristo.
y Alejandro debía cumplir en
aquellos días treinta y un años. Hay que preguntarse
qué habría llegado a hacer si hubiese tenido tiempo. La breve
aventura de su vida había sido tan intensa y tan plena de sensacionales empresas, que se comprende muy bien la sugestión que ha ejercido sobre sus biógrafos. Yo
creo, empero, que todas las intenciones que se le han
atribuido carecen de fundamento. No pueden achacarse a una idea
política, como en el caso de Filipo, que sabía perfectamente lo que quería. Alejandro no siguió su plan y, más que artífice, se nos
aparece como el esclavo de un destino. Lo que nos
impresiona en él es
una fuerza vital tan
abrumadora y desenfrenada como para trocarse en defecto. Fue un
meteoro que, como
todos los meteoros,
deslumbró el cielo y se disolvió en el vacío, sin dejar tras sí riada constructivo.
Pero acaso por
ello interpretó y concluyó del modo más
adecuado el ciclo de una civilización como la griega, condenada por sus fuerzas centrífugas a fenecer de dispersión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario