Una de las grandes batallas que hubo de afrontar Pericles en el Parlamento fue, como hemos dicho, la reconstrucción de la
Acrópolis, centro y ciudadela de la ciudad desde la época micénica. Los persas la habían destruido
también, reduciendo
sus palacios y templos a un montón de ruinas.
El primero que, después de Salamina, volvió a ocuparse de ella fue Temístocles, con su habitual grandiosidad. Pero,
tras su caída, los trabajos, que apenas se habían iniciado,
se vieron abandonados por dos motivos: primero, porque eran demasiado costosos y, después, porque preveían la erección de
un enorme templo a la diosa Atenea, protectora de la ciudad, que antes del saqueo se alzaba en otro sitio. El partido oligárquico, tradicionalista y beato, decía que Atenea, si se la cambiaba de casa, se pondría rabiosa.
Y los atenienses que, con
todas sus ideas progresistas, tenían lo suyo de supersticiosos, así lo creían.
Pericles no
se dio por enterado. Y en un memorable debate en el Parlamento superó
ambas objeciones, dando el visto bueno para
los trabajos a los arquitectos Ictino y Calícatres bajo la supervisión de Fidias.
Fidias había ido a Atenas precisamente aquel año, llamado por el autokrator. Hijo de pintor, había sido
pintor a su vez, trabajando en el taller de
Polignoto de
Tasos, el gran maestro de principios de siglo, del que había aprendido a ver en grande. Polignoto
no pintaba cuadros, sino paredes, y sus frescos estaban llenos de personajes. Ulises en los
infiernos, El saqueo de Troya. Las mujeres troyanas, eran verdaderos filmes que ponían en evidencia a Grecia. Los distribuyó, sin cobrar, a los Gobiernos de las distintas ciudades, contentándose con que aquéllos le mantuviesen suntuosamente.
Fidias, que en muchas cosas se le parecía, tras haber aprendido
de él dibujo y perspectiva, trocó el pincel por el cincel, que le pareció un instrumento más idóneo para realizar sus grandiosas concepciones. En aquel tiempo había cuatro escuelas que se disputaban la primacía en la escultura; la de Reggio,
la de Argos, la de Egina
y la de Atenas, cada una con sus campeones,
entre los que se producían
competiciones. Fidias las visitó todas, tratando de captar lo mejor de cada una. Los que más le impresionaron fueron
Geladas y Policleto de
Argos, que habían inventado una especie de «geometría
de las formas», o sea que habían descubierto la relación de dimensiones que existe entre la cabeza, el torso, las piernas y hasta con las uñas de una figura.
Otro maestro de Fidias fue ciertamente Mirón, discípulo de Geladas como Policleto y fundador de la escuela ática.
Es el autor del famoso Discóbolo, que, sin embargo, los contemporáneos no
consideran su obra maestra, prefiriéndole el Atenea y
Marsias, del que hay una copia en el Lateranense. Mirón fue seguramente quien mejor tradujo al bronce y al mármol las recomendaciones de Sócrates, representando
sus figuras en movimiento. Prefería, como Policleto, los atletas y los animales, y su Ternera era tan
verdadera que un admirador le gritó: «¡Muge!» Pero Fidias no le perdonaba que viese las cosas en pequeño y preferir la armonía a la grandiosidad.
De Fidias hombre sabemos poco. Pero parece que estaba ya cargado de años y de decepciones cuando puso manos al Partenón, pues en un friso se representó a sí mismo más bien viejo, calvo y melancólico. Todo permite creer que era justo lo contrario que Zeuxis, Parrasio y Policleto: es decir, un artista eternamente descontento de su propia obra. El
encarga que había aceptado
le obligaba
solamente a dibujar el plano de la inmensa obra y a controlar su realización. Pero quiso esculpir asimismo tres estatuas de la diosa,
dos de las cuales por lo menos eran de proporciones colosales, y una precisamente
de marfil y oro, cuajada de
gemas. Nos es imposible dar una opinión de ellas porque no queda ninguna, pero sus contemporáneos apreciaron la más pequeña, Atenea de Lemnos, lo que nos hace pensar que lo que traicionó a Fídias fue siempre aquella su manía de lo grande. Debía de ser un hombre solitario y malhumorado, pues es el único personaje célebre de Atenas de quien no se encuentra rastro en los cronistas y la libelís-
tica de la época. La única noticia segura es la de su condena por la desaparición del oro y del marfil que le habían entregado para su estatua. Seguramente el
golpe iba dirigido más contra Pericles
que contra él; pero el
hecho es que Fidias no supo justificar la falta y fue condenado. Su fama era entonces tal, que la sentencia promovió un escándalo, y el Gobierno de Olimpia ofreció abonar las pérdidas al de Atenas con tal de que dejasen en libertad al escultor, al que encargó la estatua de Zeus en el homónimo inmenso templo.
Fidias, además de
la libertad, halló por fin el espacio que buscaba. Pese
a representar al rey de los dioses sentado
en un trono, la estatua tenía más de veinte metros, y de nuevo recurrió al oro y al mar- fil. Cuando lo vieron, el día de
la inauguración,
los de Olimpia dijeron; «¡Esperemos que no se
levante; si no, adiós techo!»,
pero la obra —de la que desgraciadamente no queda nada, salvo algunos
fragmentos de pedestal— fue unánimemente considerada
como una de las siete maravillas, como ya se decía en aquellos tiempos. Fidias, satisfecho por primera vez, pidió a Zeus un signo
de agradecimiento.
Y
Zeus, cuentan, descargó un rayo sobre el templo, que era un modo diríamos un poco bufo de congratularse. Pero Emilio Paolo
y Dión Crisóstomo, que llegaron a tiempo para verlo, atestiguan que se
trataba de una obra maestra.
Fidias acabó mal. Alguien ha dicho que volvió, después de lo de Olimpia, a Atenas, donde le metieron otra vez en la cárcel hasta que se murió. Algún otro afirma que emigró a Elida, donde le condenaron no se sabe por qué, a la pena capital.
Algo, en su carác- ter, debía enemistarle con los hombres, visto que ninguno le quería. Y, no obstante, fue no solamente un gran escultor, sino incluso un notabilísimo maestro, que, además de
haber creado un estilo, hizo de éste una escuela, transmitiendo las reglas a discípulos como Agorácrito y Alcamenes,
continuadores del «clásico». Mas aquí hemos anticipado un poco los tiempos y conviene volver a aquellos en que Pericles, todavía en el candelero, cada día, antes de volver a casa de su Aspasia subía a la
Acrópolis a ver
los trabajos que progresaban bajo la
dirección de Fidias.
Se había comenzado por la ladera sudoccidental
de la colina, donde Calícatres había puesto manos a la obra en el Odeion, una especie de teatro
para conciertos de atrevidísima modernidad por su forma cónica. Los atenienses vieron en seguida su
semejanza con la cabeza de Pericles, que tenía también forma de pera, y las malas lenguas de la oposición la rebautizaron odeion.
Pero, además de esto estaban ya en buen
punto las escaleras de mármol, flanqueadas por dos hileras de estatuas en tanto que, en la cima, Mnesicles levantaba las
columnas dóricas que después habrían de llamarse propileos, o antepuertas.
No queremos
hacer aquí la descripción del monumento: ésta pertenece a la Arqueología y a
la Historia del Arte. Se llama, como todos saben, Partenón, de Ton parthenon, que quiere decir «de las vírgenes». Pero entonces este nombre sólo correspondía a la pe- quena estancia de las sacerdotisas de la diosa, edificada en un rinconcito del ala occidental,
y no se comprende cómo,
con el tiempo, terminó dando el nombre a todo el majestuoso y complejo conjunto.
Seguramente con
Pericles subían a visitarlo sus amigos personales,
algunos de los cuales eran sus enemigos políticos: Sócrates con su cortejo de discípulos, entre
ellos Alcibíades y Platón, su ex maestro Anaxágoras, quien tal vez desde allí arriba, en
lugar de mirar las estatuas y los capiteles, inspeccionaba el cielo buscando
las relaciones de espacio entre las estrellas y los planetas, Parménides con su pupilo Zenón, eterno bastión contrario, Sófocles,
Eurípides, Aristófanes; todos ellos personajes destinados a dejar huella en la historia de la Humanidad y de los cuales, en la Atenas de Pericles, se encontraba un ejemplar a la vuelta de cada esquina.
Poquísimos de ellos habían nacido en la ciudad. Pero el hecho de que se viesen obligados a acudir a ella para hallar
un
terreno favorable a sus obras y a sus ideas, nos proporciona la medida de la importancia de Atenas y el grado de su desarrollo.
En el mismo momento que sobre la Acrópolis maduraba la obra maestra más completa del genio artístico griego, el Partenón, en todo el resto de aquella pequeña ciudad de doscientos mil habitantes y de treinta o cuarenta mil ciudadanos, se echaban las bases de todas las escuelas filosóficas
y se preparaban los temas del futuro conflicto entre la fe y la razón.
El secreto del extraordinario florecimiento
intelectual de
Atenas en aquel su siglo de oro reside precisamente
ahí: en la intimidad de contactos entre sus protagonistas
recogidos en el angosto espacio de las murallas ciudadanas y agrupados en el agora y en los salones de las hetairas;
en la intensa participación de todos, en la vida pública y en su adiestramiento para hacerse eco prontamente de los más importantes motivos
políticos y culturales; y en la libertad que la democracia de
Pericles supo garantizar a la circulación de las ideas.
Un pensamiento de Empédocles, un sofisma de Pitágoras,
un bon tnot de Gorgias, una insolencia de
Hermipo daban inmediatamente, de boca en boca, la vuelta a la ciudad, se hacían eco en el Parlamento y alcanzaban a Sófocles influyendo en la redacción de un drama suyo.
Quién sabe si los atenienses se dieron cuenta del
inmenso privilegio que les tocó por haber nacido en Atenas en aquel momento. Acaso no. Los hombres no saben apreciar y medir más que la fortuna de los demás. La propia, nunca.
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