martes, 17 de diciembre de 2019

PROCESO DE ASPASIA DE MILETO



Formalmente Pericles permaneció strategos autokrator hasta 428 antes de Jesucristo, cuando murió. De hecho, estaba «jubilado» hacía  tres  años,  o  sea  en 432, cuando se intentó un proceso contra Aspasia, aunque en realidad el objetivo era  él.  Fue  la  grande affaire política y mundana del momento,  una especie de Capocotta con protagonistas de más alto y noble nivel, pero con aspectos no menos sórdidos y bajos.

 

La ofensiva fue lanzada por los  conservadores,  que ya habían intentado dañar a Pericles difamando y acusando a sus amigos más íntimos y colaboradores. Fidias lo fue por indebida apropiación  de una cantidad  de oro que se le entregó para exornar su gigantesca estatua de Atenas y resultó condenado. Anaxágoras, atacado por herético, huyó para escapar de un proceso de cuyo resultado no estaba nada seguro y que el  propio Pericles quería evitar. Hasta que, envalentonados por esos éxitos, los conservadores llevaron al tribunal a Aspasia, bajo la acusación de impiedad.

 

Fue como destapar un ataúd, tal fue  la  podredumbre que salió en forma de cartas y de libelos  anónimos. Los más descalificados libelistas de la época, capitaneados por Hermipo, compitieron en lanzar las calumnias más infamantes contra  la  «primera  dama de Atenas», representándola como una vulgar celestina, que había hecho de Pericles lo que Deyanira había hecho de Hércules, no ya  envolviéndole  en una camisa ardiendo, sino debilitándole y prostituyéndole con orgías, cocaína y «misas negras». Gracias a ella, decían, la casa del autokrator se había convertido en un burdel, donde Aspasia atraía a las damas de la buena sociedad y a sus hijas  menores  de  edad,  para  darlas en  pasto  a  su   estragado  amante  y  luego  rescatarle.


Nada de  esto  fue  probado  al  tribunal  compuesto de  mil  quinientos jurados.  En  defensa  de  la acusada habló el mismo Pericles, cuya voz se quebraba en sollozos de vez en cuando. Tal vez lo  que le inspiraba tal desesperación no eran los peligros que corría la persona que él amaba más que nada  en  el  mundo,  sino el espectáculo de la  ingratitud,  la  envidia  ruin, los sordos rencores, los complejos  de inferioridad que la sociedad ateniense ponía  de  manifiesto  en  perjuicio de un hombre a  quien  debía,  si  no  todo,  mucho. Y tal vez la verdadera razón por la cual él se apartó desde entonces fue que aquella experiencia le había quitado la fe en la democracia, haciéndosela aparecer como la incubadora de los más bajos instintos humanos.

 

Pero incluso políticamente, además de moralmente, este proceso es instructivo porque nos muestra los límites de lo que erróneamente fue llamada «la dictadura de Pericles» y nos esclarece su esencia. ¿Os imagináis, en pleno fascismo, un proceso contra Claretta Petacci, o en pleno nazismo contra Eva Braun? Evidentemente, el sírategos autokrator no era un  duce  ni un führer y su régimen no era semejo a ninguno  de los modernos totalitarismos policíacos.

 

Para comprender algo de ello hay que poner siempre mientes en los tres hechos fundamentales que lo condicionan: la restricción de la ciudadanía, qué no rebasaba los treinta mil votantes, de los  que  una mitad, la del campo, como yo hemos dicho, quedaba excluida por las dificultades del  viaje;  la  conciencia, por parte de los ciudadanos, de constituir una minoría privilegiada en una ciudad de más de doscientos mil habitantes; y su honda participación en los asuntos políticos y de Estado, dado el escaso sentido que tenían de los vínculos  familiares. Mientras un italiano de hoy es antes que nada un padre,  un  marido,  un hijo, etc., o sea un hombre convencido de tener deberes sólo con la familia, en nombre de la cual puede incluso ser un desertor en la guerra y un ladrón en la paz, el ateniense de entonces era, antes que cualquier otra cosa, un ciudadano para el cual prevalecían los deberes sociales. Éste los cumplía sobre todo en dos sedes; la del club  o «confraternita» y la  del  Parlamento o Ecclesia.

 

En Atenas había  tantos  clubs  casi  como  hoy  día en los países anglosajones. Cada ateniense pertenecía por lo menos a tres o cuatro; pongamos el de los oficiales retirados, el de los que se habían elegido por patrono determinado dios o  diosa,  el  profesional,  el de los aficionados  a  cierto vino  o  a cierta lechoncita. Y era una manera de conocerse y controlarse uno a otro, de establecer vínculos, de tomar decisiones colegiales de categoría que tenían eco en el Parlamento. Aquí se reunían cuatro veces al mes todos los ciudadanos, no ya sus diputados. Los atenienses no elegían a nadie para representarles. Dado el número relativamente escaso, iban en persona. Y se reagrupaban, no según los partidos,  sino, en  todo caso, según los clubs, donde habían llegado ya  a un acuerdo sobre la actitud a tomar respecto a los proyectos de ley en discusión. Naturalmente, existía una notoria división entre los oligárquicos con su séquito proletario y los demócratas; mas no existía una «derecha» y una «izquierda» como en la topografía política moderna.

 

Este Parlamento no disponía de local. Se reunía siempre al aire libre a  veces  en el  teatro, a  veces  en  el agora y a veces incluso en El Pireo. La  sesión  se abría al alba, con una ceremonia religiosa que  consistía  en  el  sólito  sacrificio  a  Zeus  de  un  ternero  o   un cerdo. Si llovía, quería decir que  Zeus estaba  de mal humor y la reunión quedaba aplazada. Luego el presidente, que era elegido cada año, leía los  proyectos de ley.  En  teoría,  todos podían hablar en  pro  y en contra, por orden de  edad.  En  realidad  había  que estar legalmente casado, no tener antecedentes penales, ser propietario de algún bien inmueble y estar en orden con los impuestos.  Y  estamos  seguros  de que en estas condiciones se encontraban a lo más  el diez por ciento de los congregados, Pero, además había que poseer también el don de la oratoria, pues se trataba de una reunión de entendidos  que no gustaba de meterse con el que subía a la tribuna.

 

Éste no podía quitar ojo a la clepsidra de agua que medía el tiempo y cuya institución es lástima que los Parlamentos de hoy día hayan olvidado. Había que  decir todo lo que se tenía que decir, bien, clara y rápidamente. No sólo esto, sino  que  quien  presentaba una proposición era responsable de la misma, en el sentido de que,  al  cabo  de  un  año  de  su  adopción,  si los resultados habían sido negativos, además de anular el acuerdo, se podía multar al autor de la propuesta. Y también es lástima que  se  haya  perdido  esta costumbre. Se votaba por aclamación, salvo en casos particulares en los que se exigía el escrutinio secreto. Y el resultado era  definitivo:  la proposición  se convertía automáticamente en ley. Pero antes de llegar a este  resultado final,  habitualmente  se  pedía el parecer de la bulé o  Consejo,  que  era  una especie de Tribunal constitucional.

 

Lo formaban quinientos ciudadanos sacados a  suerte de los registros de vecinos, sin fijarse en calificaciones y competencias particulares. Ejercían el cargo durante un año y  no  podían ser sorteados de nuevo hasta que todos los demás ciudadanos hubiesen cumplido su turno. Por aquel servicio público eran modestamente pagados: cinco óbolos al día. Y se reunían en un edificio ex profeso, el buleuterio, en un ángulo del agora. Estaban divididos en diez pritanias, o comités, de cincuenta miembros cada uno, según los cometidos que eran de vario y amplio control: la constitucionalidad de las proposiciones de ley, la moralidad de los funcionarios civiles y religiosos, el presupuesto y la administración pública. Estaban reuni- dos todos los días desde el amanecer hasta el ocaso. Cada pritania presidía durante treinta y seis  días  a toda la bulé, sacando a  suertes cada día el presidente  de entre los propios miembros. De modo que a cada ciudadano le tocaba serlo tarde o temprano, lo que hacía  de Atenas  una ciudad de ex presidentes y  ayuda a explicarnos el gran apego de aquel pueblo a su ciudad y a su régimen.


En cuanto al Areópago, ciudadela  de los  aristócratas conservadores, y en tiempos omnipotente, la democracia, desde Pisístrato en adelante, lo ha ido devorando lentamente. Existe aún en tiempos de Pericles, pero reducido a una especie de Tribunal de casación, competente sólo para pronunciarse sobre los delitos que entrañan la pena capital. El poder legislativo es ahora un sólido monopolio de la  Ecclesia y de la bulé. El ejecutivo es  ejercido  por  los nueve  arcontes que, de Solón en adelante, componen el ministerio. En teoría, también éstos vienen imparcialmente sorteados entre el elenco de los ciudadanos. De hecho, por «casualidad» se guía la mano con mil sagacidades. El sorteado ha de demostrar primero que todos sus ascendientes son, por las dos partes, atenienses, que ha cumplido todos sus deberes de soldado y de contribuyente, el respeto que tiene a los dioses, la ejemplaridad de una vida sobre la cual son admitidas todas las insinuaciones y sobre la cual muy pocos debían de estar dispuestos a aceptar investigaciones. Pero, además, hay que pasar ante la bulé una especie de examen psicotécnico llamado doquimasia,  que  ponga de manifiesto el nivel intelectual del  candidato,  y  a este respecto es fácil comprender qué clase de pasteleos se podían hacer. El arconte permanece  en  el  cargo  un año, durante el cual ha de pedir lo menos nueve veces el voto de confianza  a  la  Ecclesia.   Expirado  el término,  toda su actividad queda sujeta a investigación  por parte de la bulé, cuyo veredicto varía de  la condena a muerte a la reelección. Si  no  hay ni ésta ni aquélla, el ex arconte queda jubilado del Areópago, donde permanece, por decirlo así, como senador vitalicio  pero sin poderes. De los nueve arcontes, el formalmente más importante es el basileo, que literalmente querría decir rey, pero que en cambio correspondería hoy en día a «papa», dado que sus atribuciones son exclusivamente religiosas. En el papel, encarna el más alto cargo del Estado. Pero en realidad los poderes mayores, en esta sospechosa división que tiende a excluirles a  todos, están en manos del arconte militar, llamado stratégos autokrator, que es el comandante en jefe  de  las  fuerzas armadas. Dado que Atenas no es un Estado mili tarista con ejército permanente y que el servicio  de leva, en vez de en  cuarteles,  se  hace  en  nomadelfias sin uniforme, donde el recluta, más que a obedecer, aprende a autogobenarse y guarda celosamente el sentido de sus derechos y de su independencia de ciudadano, no hay peligro de que el autokrator pueda hacer de él un instrumento para cualquier pronunciamiento a la sudamericana. Fue, pues, este cargo en el que en seguida  fijó  Pericles su atención, haciéndose reelegir año tras año desde el 467 en adelante. Pero  por  el  mismo  hecho que cada vez tenía que formar una mayoría en la Ecclesia y luego someterse a una investigación por parte de la bulé, está claro que sus poderes eran más  los de un rey constitucional que  los  de  un  dictador. Por su habilidad personal logró ejercerlos en sentido extensivo, atribuyéndose poco a poco los  de  ministro de Relaciones Exteriores y del Tesoro. Atenas, como gran  potencia  naval,  necesitaba de  gran  diplomacia y los atenienses, pareciéndolcs que Pericles era muy ducho en ella, se la dejaron en contrata. Pero cada decisión que tomaba tenía que someterla a la Ecclesia. Más recelosos se mostraron en lo tocante a la admi nistración de las finanzas, porque parecía que Péneles tenía las manos rotas. Y, como ejemplo, por el Partenón le hicieron, como hemos dicho, mil historias.

 

Pero las cifras son las cifras. El presupuesto del Estado, cuando Pericles fue elegido por primera vez, registraba una entrada total de mil quinientos  millones  de liras al año. Cuando se retiró, pese a lo que había gastado en obras  públicas, las  entradas habían subido a treinta y cinco mil millones.

 

En suma, el secreto de Pericles, el que le valió la reelección para autokrator durante casi cuarenta años, era tan sólo su éxito, debido a la excelencia de sus cualidades de estadista y de administrador. Tan poco abusó de ella, que tuvo que sufrir, al término de su inmaculada carrera, el  proceso  de  Aspasia,  del  cual  el verdadero encausado era él mismo y tuvo que implorar, llorando, piedad en público, ante mil quinientos jurados.

 
Si aquel proceso deshonra a alguien, no  es  a  Pericles y ni siquiera a Aspasia, sino a Atenas.







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