Formalmente Pericles permaneció
strategos autokrator hasta 428 antes
de Jesucristo, cuando murió.
De hecho, estaba «jubilado» hacía tres años, o sea en
432, cuando se intentó un proceso contra
Aspasia, aunque en realidad el objetivo era él. Fue la grande affaire política y mundana del momento, una especie de Capocotta
con protagonistas de más alto
y noble nivel, pero con aspectos
no menos sórdidos y
bajos.
La ofensiva fue lanzada por
los conservadores, que ya habían
intentado dañar a Pericles difamando y
acusando a sus amigos más íntimos y colaboradores.
Fidias lo fue
por indebida
apropiación de una cantidad de oro que se le entregó
para exornar su gigantesca estatua
de Atenas y resultó condenado. Anaxágoras, atacado por herético, huyó para escapar
de un proceso de cuyo resultado no
estaba nada seguro y que el
propio Pericles quería evitar. Hasta que,
envalentonados por esos éxitos,
los conservadores llevaron al tribunal
a Aspasia, bajo la acusación de impiedad.
Fue como destapar un ataúd, tal fue la podredumbre
que salió en forma de cartas
y de libelos anónimos. Los más
descalificados libelistas de
la época, capitaneados por Hermipo,
compitieron en lanzar las calumnias
más infamantes contra la «primera dama
de Atenas», representándola como una vulgar celestina, que había hecho
de Pericles lo que Deyanira había hecho de Hércules,
no ya envolviéndole en una camisa
ardiendo, sino debilitándole y prostituyéndole con orgías, cocaína y «misas negras». Gracias a ella,
decían, la casa del autokrator se había
convertido en un burdel, donde
Aspasia atraía a las damas de la buena sociedad y a sus hijas menores de edad, para darlas
en pasto a su estragado
amante y luego rescatarle.
Nada de esto fue probado al tribunal compuesto
de
mil quinientos jurados. En defensa de la acusada habló
el mismo Pericles, cuya voz se quebraba en sollozos de vez en cuando.
Tal vez lo que le
inspiraba tal desesperación no eran los peligros
que corría la persona
que él amaba más que nada en el mundo, sino
el espectáculo de la ingratitud, la
envidia ruin,
los sordos rencores, los complejos de inferioridad
que la sociedad ateniense ponía de
manifiesto en perjuicio de un hombre a quien debía,
si no todo, mucho. Y tal vez la verdadera razón por la
cual él se apartó desde entonces fue que aquella experiencia le había quitado la fe en la democracia, haciéndosela aparecer como la incubadora de los más bajos instintos humanos.
Pero incluso políticamente,
además de moralmente, este proceso es
instructivo porque nos
muestra los límites de lo que erróneamente fue llamada «la dictadura de Pericles» y nos
esclarece su esencia. ¿Os imagináis, en pleno fascismo, un proceso contra Claretta Petacci,
o en pleno nazismo contra Eva Braun? Evidentemente, el
sírategos autokrator no era un duce
ni un führer y su régimen no
era semejo
a ninguno de los modernos totalitarismos policíacos.
Para comprender algo de
ello hay que poner siempre mientes
en los tres hechos fundamentales que lo condicionan: la restricción de la ciudadanía, qué no rebasaba
los treinta mil votantes, de
los que una mitad, la del campo, como yo hemos dicho,
quedaba excluida por las dificultades
del viaje; la conciencia, por parte de los ciudadanos, de constituir una minoría privilegiada en una ciudad de más de doscientos mil habitantes; y su honda
participación en los asuntos políticos y de Estado, dado el escaso sentido que
tenían de los vínculos
familiares. Mientras un italiano de
hoy es antes que nada un padre, un marido, un hijo, etc., o sea un hombre convencido de tener deberes sólo con
la familia, en nombre de la cual puede
incluso ser un desertor
en la guerra y un ladrón en la paz, el ateniense de entonces era,
antes que cualquier otra cosa,
un ciudadano para el cual prevalecían
los deberes sociales. Éste los cumplía
sobre todo en dos sedes; la del club o «confraternita» y la del Parlamento o Ecclesia.
En Atenas había tantos clubs casi como hoy
día en los países anglosajones.
Cada ateniense pertenecía por lo menos
a tres o cuatro; pongamos
el de los oficiales retirados, el
de los que se habían elegido por
patrono determinado dios o diosa, el
profesional,
el
de los aficionados a cierto vino o a cierta lechoncita.
Y era una manera de conocerse y controlarse uno a otro,
de establecer vínculos, de tomar decisiones colegiales de categoría que tenían eco en el Parlamento. Aquí se reunían cuatro veces al mes todos
los ciudadanos, no ya sus diputados. Los atenienses no elegían a nadie para representarles. Dado
el número relativamente
escaso, iban en persona. Y se reagrupaban,
no según los partidos, sino, en todo caso, según los
clubs, donde habían llegado ya a un acuerdo sobre la actitud
a tomar respecto a los proyectos de ley en discusión.
Naturalmente, existía una notoria división entre los oligárquicos con
su séquito proletario y los
demócratas; mas no existía una «derecha» y una «izquierda» como en la topografía política
moderna.
Este Parlamento no disponía de local. Se reunía siempre al aire libre a veces
en el teatro, a veces en el agora
y a veces incluso en El Pireo. La
sesión se abría al alba, con una ceremonia
religiosa que consistía en el sólito sacrificio a
Zeus de un ternero o un cerdo. Si
llovía, quería decir que Zeus estaba de mal
humor y la reunión quedaba
aplazada. Luego el presidente, que era elegido cada año,
leía los proyectos de ley. En teoría, todos
podían hablar en pro y en contra,
por orden de edad. En realidad había que estar
legalmente casado, no tener
antecedentes penales, ser propietario
de algún bien inmueble y estar en orden
con los impuestos. Y
estamos seguros de que
en estas condiciones se encontraban a lo más el diez por ciento
de los congregados, Pero, además
había que poseer también el
don de la oratoria, pues se trataba
de una reunión de entendidos que no gustaba
de meterse con el que subía a la
tribuna.
Éste no podía quitar ojo a la clepsidra de agua que medía el
tiempo y cuya institución es lástima que los
Parlamentos de hoy día hayan olvidado. Había que decir
todo lo que se tenía
que decir, bien, clara
y rápidamente. No sólo esto, sino que quien presentaba
una proposición
era responsable de la misma, en el sentido de que, al
cabo
de un año de
su adopción, si los resultados habían sido negativos, además de
anular el acuerdo, se podía multar al autor
de la propuesta. Y también
es lástima que se haya perdido esta
costumbre. Se votaba por aclamación,
salvo en casos particulares en los que se exigía el escrutinio secreto. Y el resultado
era definitivo: la proposición se convertía automáticamente
en ley. Pero antes de llegar a este resultado final, habitualmente se
pedía el parecer de la bulé o Consejo,
que era una especie de Tribunal constitucional.
Lo formaban quinientos
ciudadanos sacados a suerte de los registros de vecinos, sin
fijarse en calificaciones y competencias
particulares. Ejercían el cargo durante un año y
no podían ser sorteados de nuevo hasta que todos
los demás ciudadanos hubiesen
cumplido su turno. Por
aquel servicio público eran
modestamente pagados: cinco
óbolos al día. Y se reunían en un edificio ex profeso, el
buleuterio, en un ángulo del agora.
Estaban divididos en diez pritanias, o comités, de cincuenta miembros cada uno,
según los cometidos que eran de vario y
amplio control: la constitucionalidad de las proposiciones de ley, la moralidad de los funcionarios civiles y
religiosos, el presupuesto y la administración pública. Estaban reuni-
dos todos los días desde el amanecer hasta el ocaso. Cada pritania presidía durante
treinta y seis días a toda
la bulé, sacando a suertes cada día el presidente de entre los propios
miembros. De modo que a
cada ciudadano le tocaba serlo
tarde o temprano, lo que hacía de Atenas una ciudad de ex presidentes y ayuda a explicarnos
el gran apego de aquel pueblo a su ciudad y a su régimen.
En cuanto al Areópago, ciudadela de los aristócratas conservadores,
y en tiempos omnipotente, la democracia, desde
Pisístrato en adelante, lo ha ido devorando lentamente.
Existe aún en tiempos de Pericles, pero
reducido a una especie
de Tribunal de casación,
competente sólo para pronunciarse
sobre los delitos
que entrañan
la pena capital. El
poder legislativo es ahora
un sólido monopolio de la Ecclesia y de la bulé. El ejecutivo es
ejercido por los nueve arcontes que, de Solón en adelante, componen el
ministerio. En teoría,
también éstos vienen imparcialmente sorteados
entre el elenco de los ciudadanos. De hecho, por «casualidad» se guía la mano con mil sagacidades. El sorteado ha de demostrar
primero que todos sus ascendientes son, por las dos partes, atenienses, que ha
cumplido todos sus deberes de soldado
y de contribuyente, el respeto que
tiene a los dioses, la ejemplaridad de una vida sobre la cual son admitidas todas las
insinuaciones y sobre la cual muy pocos debían de estar dispuestos a aceptar investigaciones.
Pero, además, hay que pasar
ante la bulé una especie
de examen psicotécnico llamado doquimasia, que
ponga de manifiesto el nivel intelectual del candidato, y
a este respecto es fácil comprender qué clase de pasteleos se
podían hacer. El arconte permanece en
el cargo un año, durante
el cual ha de pedir lo menos nueve veces el voto de confianza a
la Ecclesia. Expirado el término, toda
su actividad
queda sujeta a investigación por parte de la bulé, cuyo veredicto varía
de la condena a muerte a
la reelección. Si no hay ni
ésta ni aquélla, el ex arconte
queda jubilado del Areópago, donde permanece, por
decirlo así, como senador vitalicio pero sin poderes.
De los nueve arcontes, el formalmente más importante es el basileo, que literalmente querría decir rey,
pero que en cambio correspondería hoy
en día a «papa», dado que sus atribuciones son exclusivamente religiosas. En el papel, encarna el más
alto cargo del Estado. Pero en realidad
los poderes mayores, en esta sospechosa división que tiende
a excluirles a todos, están
en manos del arconte militar,
llamado stratégos autokrator, que
es el comandante en jefe de las fuerzas armadas.
Dado que Atenas no es un Estado mili tarista con ejército permanente y que el servicio de leva, en vez de en cuarteles, se
hace
en nomadelfias sin uniforme, donde el recluta, más que a obedecer,
aprende a autogobenarse y guarda celosamente el sentido de sus
derechos y de su independencia de ciudadano, no hay peligro de que el autokrator pueda hacer
de él un instrumento para cualquier pronunciamiento a la sudamericana. Fue, pues,
este cargo en el que en seguida fijó Pericles su atención, haciéndose reelegir año tras año desde el 467 en adelante. Pero por el mismo hecho
que cada vez tenía que formar una
mayoría en la Ecclesia y luego someterse
a una investigación por parte de
la bulé, está claro que sus
poderes eran más los de un rey constitucional que los
de un dictador. Por su habilidad
personal logró ejercerlos en sentido extensivo, atribuyéndose poco a poco los
de ministro de Relaciones Exteriores
y del Tesoro. Atenas, como
gran
potencia naval,
necesitaba de gran diplomacia y los atenienses, pareciéndolcs que Pericles era muy
ducho en ella, se la dejaron en contrata. Pero cada decisión que tomaba tenía
que someterla a la Ecclesia. Más recelosos se mostraron en lo tocante a
la admi nistración de las finanzas, porque parecía que Péneles tenía las manos
rotas. Y, como ejemplo, por el Partenón le hicieron, como hemos dicho, mil
historias.
Pero las cifras son las cifras.
El presupuesto del Estado, cuando
Pericles fue elegido por primera
vez, registraba una entrada
total de mil quinientos millones de liras al
año. Cuando se retiró, pese a lo que había
gastado en obras públicas, las
entradas habían subido
a treinta y cinco mil millones.
En suma, el secreto
de Pericles, el que le valió la reelección para autokrator durante casi
cuarenta años, era tan
sólo su éxito, debido a la
excelencia de sus cualidades de estadista y de administrador. Tan poco abusó
de ella, que tuvo que sufrir, al
término de su inmaculada carrera, el proceso de
Aspasia, del cual
el verdadero encausado era
él mismo y tuvo que implorar,
llorando, piedad en
público, ante mil quinientos jurados.
Si aquel proceso
deshonra a alguien, no es a Pericles y ni siquiera a Aspasia, sino a Atenas.
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