Sila en persona,
habiendo convocado en asamblea a los romanos, dijo muchas cosas en tono
grandilocuente sobre sí mismo, profirió otras en son de amenaza para
atemorizarlos y terminó diciendo que llevaría al pueblo a un cambio provechoso,
si le obedecían, pero que no libraría a ninguno de sus enemigos del peor
castigo, antes bien, se vengaría con toda su fuerza en los generales,
cuestores, tribunos militares y en todos aquellos que habían cooperado de
alguna forma con el resto de sus enemigos después del día en que el cónsul
Escipión no se mantuvo en lo acordado con él. Nada más haber pronunciado estas
palabras proscribió con la pena de muerte a cuarenta senadores y a unos mil
seiscientos caballeros. Parece que él fue el primero que expuso en lista
pública a los que castigó con la pena de muerte, y que estableció premios para
los asesinos, recompensas para los delatores y castigos para los encubridores.
Al poco tiempo fueron añadidos a la lista otros senadores. Algunos de ellos,
cogidos de improviso, perecieron allí donde fueron apresados, en sus casas, en
las calles o en los templos. Otros, llevados en volandas ante Sila, fueron
arrojados a sus pies; otros fueron arrastrados y pisoteados sin que ninguno de
los espectadores levantara la voz, por causa del terror, contra tales crímenes;
otros sufrieron destierro, y a otros les fueron confiscadas sus propiedades.
Contra aquellos que habían huido de la ciudad fueron despachados espías, que
rastreaban todo y mataban a cuantos cogían. También hubo mucha matanza,
destierros y confiscaciones entre los italianos que habían obedecido a Carbo, a
Norbano, a Mario o a sus lugartenientes. Se celebraron juicios rigurosos contra
todos ellos por toda Italia, y sufrieron cargos de muy diverso tipo por haber
ejercido el mando, por haber servido en el ejército, por la aportación de
dinero, por prestar otros servicios, simplemente por dar consejos contra Sila.
Fueron también motivo de acusación la hospitalidad, la amistad privada y el
préstamo de dinero, tanto para el que lo recibía como para el que lo daba, y
alguno incluso fue apresado por algún acto de cortesía, o tan sólo por haber
sido compañero de viaje. Estas acusaciones abundaron, sobre todo, contra los
ricos. Cuando cesaron las acusaciones individuales, Sila se dirigió sobre las
ciudades y las castigó también a ellas, demoliendo sus ciudadelas, destruyendo
las murallas, imponiendo multas a la totalidad de sus ciudadanos o
exprimiéndolas con los tributos más gravosos. Asentó como colonos en la mayoría
de las ciudades a los que habían servido a sus órdenes como soldados, a fin de
tener guarniciones por Italia, y transfirió y repartió sus tierras y casas
entre ellos. Este hecho, en especial, los hizo adictos a él, incluso después de
muerto, puesto que, al considerar que sus propiedades no estaban seguras, a no
ser que lo estuviera todo lo de Sila, fueron sus más firmes defensores, incluso
cuando ya había muerto.
( Apiano )
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