Creso (en griego Κροῖσος, Kroisos), último rey de Lidia (entre el 560 y el 546 a.
C.), de la dinastía Mermnada, su reinado estuvo marcado por los placeres, la
guerra y las artes.
Creso nació hacia el 595 a. C.. Al morir su padre Aliates
de Lidia en el 560 a. C., Creso conquistó Panfilia, Misia y Frigia; en
definitiva, sometió a todas las ciudades griegas de Anatolia hasta el río Halis
(salvo Mileto), a las que hizo importantes donaciones para sus templos. Debido
a la gran riqueza y prosperidad de su país, de él se decía que era el hombre
más rico en su tiempo.
Ante el inquietante avance de Ciro II de Persia,
Creso envió un mensajero al Oráculo de Delfos, que le respondió que si conducía
un ejército hacia el Este y cruzaba el río Halis, destruiría un imperio.
Alentado por el oráculo, Creso organizó una alianza con Nabónido de
Babilonia, Amosis II de Egipto y la ciudad griega de Esparta. Sin
embargo, las fuerzas persas derrotaron a la coalición en Capadocia, en la
batalla del río Halis (547 a. C.). De esta manera se cumplió el vaticinio: por
culpa de Creso y su creencia en los oráculos, se había destruido su propio
imperio lidio.
Creso es nombrado por cuatro autores clásicos. Heródoto
le dedica buena parte del primer libro de su Historia, centrándose en la
conversación con Solón (I, 29-33), la tragedia de su hijo Atis
(I, 34-45) y el fin del imperio lidio (I, 85-89). Plutarco critica la visión de
Heródoto por considerarla muy negativa y presentar a Creso como un «ignorante,
fanfarrón y ridículo». Jenofonte incluye a Creso en la biografía sobre
Ciro, la Ciropedia (VII, 1). También habla brevemente de Creso Ctesias en su
encomio a Ciro. Por último, el poeta Baquílides cuenta en su tercera oda un
supuesto fin de Creso en la pira.
Con treinta y cinco años, Creso se convierte en rey
tras la muerte de Aliates hacia 560 a. C.n . Sometió a las ciudades griegas de
Anatolia, haciéndolas tributarias, pero decidió no atacar a los isleños, por
consejo de uno de los siete sabios de Grecia, que pudo haber sido Biante de
Priene o Pítaco de Mitilene.
Convertida la capital de Lidia, Sardes, en un lugar de encuentro de
sabios por su riqueza y esplendor, según Heródoto llegó a la ciudad el
ateniense Solón, que viajaba por el mundo por diez años tras promulgar sus leyes.
Este encuentro parece sin embargo que jamás existió, pues Solón promulgó sus
leyes en 594 a. C. y Creso comenzaría a reinar unos treinta años después. En
cualquier caso, la entrevista con Solón puede ser entendida como una muestra de
la filosofía popular del momento. Cuenta Heródoto que Creso preguntó a Solón
cuál creía que era el hombre más dichoso. El ateniense, en vez de decir que era
el rey lidio, mencionó varios nombres, todos muertos tras alguna hazaña y
después de llevar una vida tranquila y gozosa. Al cuestionarle Creso por qué no
apreciaba la dicha lidia, Solón expresó que «el hombre era pura contigencia» y
sólo se podría hablar sobre la dicha de Creso después de su muerte. Creso
molesto, dejó marchar a Solón, convencido de ser el más dichoso de los hombres.
Creso tenía dos hijos, uno lisiado y sordomudo al que
despreciaba y, otro, Atis, que destacaba en todos los campos. Una noche, tuvo
un sueño que presagiaba la muerte de Atis producida por una punta de hierro.
Para evitar que se cumpliera el sueño, impidió que su hijo corriera cualquier
riesgo y que se acercara lo más mínimo a cualquier objeto punzante. Además,
aceleró la boda de su primogénito, a fin de asegurar la descendencia. En ese
contexto, apareció en Sardes un extranjero, Adrasto, de familia real,
desterrado por haber matado a su propio hermano sin querer. Creso, siguiendo la
tradición, lo aceptó en su corte y lo purificó de sus crímenes. Al mismo tiempo
un jabalí apareció en el país, arrasando todo a su paso. Atis suplicó a su padre
que le dejara tomar parte de la caza. Éste accedió al entender que su hijo no
podía morir por los colmillos del jabalí. Acompañó a la expedición Adrasto para
vigilar que a Atis no le ocurriera nada malo. Sin embargo, en medio de la caza,
Adrasto lanzó su jabalina con tan mala fortuna de acertar en Atis, matándolo
tal como predijo el sueño. Al presentarle el cadáver a Creso, Adrasto le pidió
que lo matara en justa correspondencia con su infortunio. El rey se negó, al no
considerarlo el responsable del mal hecho. Pese a todo, Adrasto se suicidó al
considerarse el más desgraciado de los hombres. Heródoto relaciona el fin de
Atis con un castigo divino por la soberbia de Creso mostrada ante Solón.
La muerte de Atis cumple, asimismo, según la
narración de Heródoto, la profecía dada por el oráculo de Delfos en ocasión del
asesinato del rey heráclida Candaules por parte del mermnada Giges.
Según la Pitia, este último y sus sucesores gobernarían a los lidios, pero la
venganza caería sobre el quinto descendiente de Giges. Esta parte del
vaticinio, eclipsada por la otra que daba por bueno el reinado mermnada, fue
desoída por el agradecido Giges, y olvidada por sus sucesores.
Después de superar el duelo por la muerte de su hijo,
Creso vio como amenaza el creciente poder del imperio persa de Ciro II el
Grande, quien había destronado a Astiages, rey persa casado con Arienis,
hija de Aliates y, por tanto, pariente de Creso. Pensando que podría a su vez
contener ese peligro y vengar a Astiages, y deseando consultar sobre ello a los
oráculos, primero decidió probarlos, mandando emisarios a todos los santuarios
conocidos a fin de que adivinaran que hacía en un preciso momento. Realizada la
prueba, Creso sólo quedó satisfecho con los vaticinios de los oráculos de
Delfos y Anfiarao. De esta forma, decidió mandar ofrendas y sacrificios a
Delfos, a fin de ganarse el favor del santuario. También envió ofrendas a
Anfiaro, pero al enterarse de la muerte del adivino sólo quedó la opción de
Delfos. Así pues mando unos emisarios para que preguntaran si debía emprender
la guerra contra los persas. La Pitia contestó de forma ambigua, declarando que
se destruiría un imperio, sin dejar claro si sería el persa. Creso no tuvo
dudas e incluso hizo una tercera consulta, sobre cuanto duraría su monarquía a
lo que la Pitia contestó que sólo la perdería cuando un mulo reinara sobre los
medos. Creso pensó que jamás reinaría ninguno, pero no se dio cuenta de que
realmente a Ciro se le podía considerar un «mulo», por ser hijo de una pareja
de diferente condición.
Interpretados de esa manera los oráculos, no puso
Creso en duda su victoria y decidió organizar en primer término una expedición
a Capadocia, ubicada al otro lado del río Halis, que hacía de límite natural
entre territorios lidios y persas. Previamente concretó una alianza con los
lacedemonios, a los que consideraba como los griegos más poderosos, y con
quienes los lidios siempre habían mantenido muy buenas relaciones. Antes de
partir, hizo caso omiso a una recomendación del sabio Sandamis,
consistente en la argumentación de que organizar un enfrentamiento contra los
persas, hombres carentes de riquezas, ponía en riesgo a los lidios que, a su
modo de ver, frente a un desenlace positivo nada ganarían, mientras que frente
a uno negativo podían perder mucho.
Tras cruzar el Halis, las tropas de Creso se
establecieron en Pteria, comarca de Capadocia, y esclavizaron a sus habitantes.
Por su parte, Ciro se dirigía a su encuentro sumando tropas mientras avanzaba.
Los ejércitos de ambas partes se encontraron allí y pelearon hasta que se puso
el sol sin que ninguno resultara vencedor. Comprendiendo Creso al día siguiente
que su ejército era menor en número, decidió volver a Sardes y pedir auxilio a
los egipcios y babilonios, con cuyos respectivos reyes Amosis II y Labineto
(probablemente Nabonido) tenía concertada una alianza.
Al regresar de Capadocia a su capital, Sardes, Creso
mandó emisarios a sus aliados para que confluyeran en la ciudad en cuatro
meses, a fin de formar un ejército capaz de derrotar a Ciro. Según Heródoto,
despediría a sus mercenarios ya que iba a formar un mejor ejército. Ciro se
daría cuenta de la marcha de los mercenarios y entendería las intenciones de
Creso por lo que avanzó rápidamente hacia la capital. Al norte de ésta tuvo
lugar la batalla de Timbrea, en la que ambos ejércitos se enfrentaron y que
significó la victoria bélica decisiva para los persas, que obligaron a los
lidios a refugiarse tras las murallas de la ciudad. Creso creía a Sardes
inexpugnable y, pensando en un largo asedio, mandó más emisarios a los aliados,
a los efectos de pedirles que descartaran el tiempo de espera antes notificado
y fueran en su auxilio lo antes posible.
La inexpuganibilidad de la ciudad
proviene de una leyenda según la cual, el rey Meles hizo pasear por las
murallas de la ciudad a un león consagrado a Sandón. Pero se dejó una parte de
la muralla, ya que era una zona escarpada por la que parecía imposible acceder.
Sin embargo, un persa se percató de que se podía acceder por esa zona, y el
ejército de Ciro pudo tomar la ciudad antes incluso de que los espartanos,
principales aliados de Creso, pudieran partir de su puerto. Heródoto hace
coincidir los días de asedio, catorce, con los años que reinó Creso en Lidia.
De este modo, los persas capturaron a Creso al año siguiente de la batalla de Capadocia,
en el 546 a. C.
Sobre lo que ocurrido tras su apresamiento hay dos
versiones, una contada primero por Heródoto y otra por Baquílides.
Ambas coinciden en que Creso fue conducido a una pira y al iniciarse el fuego,
en vez de implorar a cualquier dios, recordó a Solón, que le había hablado de
la inestabilidad del hombre, gritando su nombre. Ciro intrigado le cuestionó
sobre Solón. Según Heródoto, Creso respondió que Solón «es aquel que yo deseara
tratasen todos los soberanos de la Tierra, más bien que poseer inmensos
tesoros», y le refirió lo sucedido y lo que Solón había dicho sobre la
felicidad, esto es, que la fortuna del hombre es tan cambiante que sólo es
posible conocer o medir su felicidad después de que ha muerto. Heródoto
plantea la cuestión de una manera teatral, de cómo un hombre puede aprender de
los errores de otro, además le sirve para trasladar a partir de ese momento su
atención de Creso a Ciro en su historia.
En todo caso, las palabras de Creso sobre Solón
conmueven a Ciro y, viendo reflejada su dicha actual en la otrora buena fortuna
de Creso, manda apagar el fuego, aunque demasiado tarde. A partir de ese punto
las versiones se contradicen. La maś defendida, por el propio Heródoto, Éforo,
Jenofonte y Ctesias dice que Creso al ver el arrepentimiento de Ciro imploró a
los dioses y estos apagaron el fuego con una tormenta.
En la otra versión,
expresada por Baquílides, Creso muere de forma voluntaria pese a la tormenta.
La Crónica de Nabónido también apoya la teoría de la muerte de Creso, al contar
que Ciro conquistó Lidia y mató a su rey. Siguiendo la primera versión, cuenta
Heródoto, que quedó en la corte de Ciro, siendo bien tratado y sirviendo al
rey persa, y a su hijo Cambises, como consejero. Así lo muestra
Heródoto, aconsejando a Ciro que ataque a los masagetas en el país de éstos y
no en la propia Persia como había propuesto Tomiris, reina de los
masagetas. Antes de partir a la batalla, en la que moriría, Ciro deja a Creso
con Cambises, al que ya había nombrado heredero.
Cuenta Heródoto que las leyes lidias con las que
gobernó Creso fueron muy parecidas a las de los griegos, pero señala una
excepción consistente en la prostitución voluntaria de las mujeres lidias como
forma de obtener la dote antes de contraer matrimonio, lo que constituiría una
peculiaridad de las costrumbres lidias y de las leyes que las regulan.
El historiador francés Victor Duruy afirma que el
dominio de Creso fue «bastante suave» y que este hecho explica en parte el
rechazo que los griegos asiáticos sentían por Ciro y los persas. Considera
asimismo que el monarca, en sus modos y costumbres, era «casi griego», es
decir, a tono con los pueblos bajo su dominio: estaba casado con una jonia,
consultaba oráculos, gustaba de las artes, recibía a los sabios de Grecia y
pedía el auxilio de los lacedemonios. El mismo historiador destaca de Creso el
hecho de que no fuese avaro (afirmación que encuentra sustento en varias
historias referidas por Heródoto; por ejemplo, la que comenta los costosos y
muchos regalos que dejó en Delfos para Apolo y sus habitantes, o la que habla
sobre la entrega de oro en calidad de regalo a los lacedemonios mucho tiempo
antes de procurar una alianza con ellos).
A Creso se le atribuye la emisión de las primeras
monedas de oro, entre los años 640 y 630 a. C. con una pureza normalizada y una
circulación general. Se basarían en una aleación de electrum, es decir, oro y
plata con trazas de cobre y otros metales. La composición de estas monedas
sería similar a los depósitos de sedimentos del río de la capital Sardes.
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