Como todas las mujeres bárbaras,
Germana era muy ordinaria. La mayoría eran altas, fuertes y físicamente
armónicas, con piernas largas y buenos pechos, pelo pajizo, ojos muy azules y un rostro blanco
que le hacía a uno olvidar la fealdad de sus grandes bocas y pequeñas narices
rectas. Germana era mucho más baja que Sila (quien, según los cánones romanos,
tenía la respetable estatura de seis pies menos tres pulgadas; Mario, con una pulgada
por encima de seis pies, era muy alto) y más regordeta que sus congéneres.
Aunque tenía el pelo muy espeso y largo, era de esa tonalidad indefinida,
universalmente conocido como color "ratón", y tenía ojos gris oscuro
que entonaban con el pelo. En lo demás, correspondía bastante al tipo germano:
huesos craneales bien marcados, nariz fina y delgada como una hoja corta y
recta. Tenía treinta años y no había concebido; de no haber sido su hombre el
jefe, que se había negado a dejarla, Germana habría perecido.
Lo que destacaba en ella para
haber sido elegida sucesivamente por dos hombres de categoría superior, no era
evidente a primera vista. Su primer hombre la había calificado de distinta e interesante, pero sin precisar más; Sila detectó en ella una aristocracia natural,
viéndola como una mujer delicada y altiva que irradiaba un gran atractivo
sexual.
Se avinieron muy bien en todos
los aspectos, pues ella era lo bastante inteligente para no exigir demasiado
sexualmente, razonable para no ponerle trabas, lo bastante apasionada para
darle placer en la cama, lo bastante coherente para establecer una buena comunicación
y hacendosa de sobra para no darle más tarea. Germana sabía tener siempre recogidos
los animales, bien marcados, bien ordeñados, debidamente emparejados y bien cuidados.
El carro de Germana estaba
siempre perfectamente con el toldo bien tenso y arreglado o parcheado, con las
maderas bien engrasadas y limpias, igual que las grandes ruedas que lubricaba
con una mezcla de mantequilla y unto de buey en los ejes y los pivotes y a las
que nunca faltaban radios ni segmentos de la llanta. Las cacerolas y vasijas de
Germana siempre estaban limpias; las provisiones las tenía bien preservadas de
la humedad y los insectos; la ropa y las esteras, siempre bien aireadas y
secas; poseía unos cuchillos admirablemente afilados y nunca se dejaba nada
tirado. Germana, realmente, era la antítesis de Julilla. Salvo que no tenía
sangre romana.
Cuando supo que estaba encinta -cosa que advirtió en
seguida-, a los dos les encantó. Y a Germana con mayor motivo. Ahora estaba en
paz con la tribu a la que no pertenecía y la vergüenza de su anterior
esterilidad repercutía claramente sobre el jefe muerto. Detalle que no gustó
nada a las mujeres de la tribu, que tanto la odiaban. Pero no pudieron hacer
nada, porque en primavera, cuando los cimbros pusieron rumbo norte hacia las
tierras de los aduatucos, Sila era el nuevo jefe. Germana, como puede
colegirse, había tenido una inmensa suerte.
Y luego, en el Sextilis, tras una gestación que
soportó sin una queja, dio a luz dos mellizos, gordos, sanos y pelirrojos. Sila
les llamó German y Cornel. Se había estrujado la mollera para encontrar un
nombre que en cierto modo perpetuase su gens Cornelio, y que, al mismo tiempo,
no sonase extraño en lengua germana. "Cornel" fue la solución.
Los niños eran una delicia como todos los gemelos: tan
iguales, que era difícil distinguirlos, muy bien avenidos y más dedicados a
crecer que a llorar. Los mellizos no eran muy frecuentes, y su nacimiento en el
seno de aquella pareja extranjera se consideró un buen augurio, que a Sila le
valió la jefatura del grupo de pequeñas tribus. En consecuencia, pudo asistir
al gran consejo convocado por Boiorix para los tres pueblos de germanos cuando
el rey de los cimbros dirimió sin sangre las fricciones entre aduatúcos y
teutones.
Ya hacía tiempo, naturalmente, que Sila sabía que
tendría que irse pronto, pero había pospuesto la marcha hasta después del gran
consejo, consciente de que le preocupaba o que habría
debido ser una consideración muy secundaria, es decir, qué les sucedería a
Germana y a sus hijos al desaparecer él. Era muy posible que pudiese confiar en
los hombres de su propia tribu, pero no en las mujeres; y era sabido que en
cualquier situación interna de la tribu prevalecería la opinión de las mujeres.
En cuanto él desapareciera, Germana perecería apaleada, aunque no mataran a los
niños.
Estaban en septiembre y el tiempo apremiaba. Sin
embargo, Sila adoptó una decisión que iba contra sus propios intereses y contra
los de Roma. Aunque apenas tenía tiempo, antes de regresar al campamento de
Mario llevaría a Germana a su propia tribu en Germania. Y eso significaba que
tendría que decirle quién era. A ella, más que sorprenderla, la fascinó; miró
sucesivamente a sus hijos, maravillada, como si en ese momento comprendiese
realmente lo importantes que eran, cual si fuesen los hijos de un semidiós, y
no se mostró apenada cuando le dijo que tendría que dejarla para siempre, pero
sí manifestó gratitud cuando le aseguró que antes la conduciría hasta su tribu
de los marsos en Germania, con la esperanza de que entre sus gentes estaría
protegida y salvaría la vida.
A principios de octubre abandonaron el gigantesco
enclave de los carros germanos a primeras horas de la noche, tras elegir
previamente un emplazamiento para su carro y sus animales desde el cual su marcha
llamase menos la atención. Al amanecer aún estaban abriéndose camino entre los
carros de las tribus, pero nadie se fijó en ellos y un par de días después ya
habían salido del enclave de la migración.
Los aduatucos estaban a unas cien millas de los marsos
y el terreno que los separaba era bastante plano; pero entre la Galia Cabelluda
de los belgas y Germania se hallaba el río mayor de toda Europa occidental: el
Rhenus. Tendría que cruzarlo con el carro de su esposa y tenía que defender a
su familia de los merodeadores. Y Sila lo hizo a su manera simple y directa:
confiando en sus vínculos con la diosa Fortuna, que nunca le abandonaba.
Cuando llegaron al Rhenus, se encontraron las orillas
llenas de gente que no prestaba atención a un carro solitario en el que viajaba
un germano con dos mellizos pelirrojos en brazos de la madre. Una barcaza para
transbordar carros cruzaba periódicamente el gran río a cambio de una tinaja
del apreciadísimo trigo; como el verano había sido bastante seco, las aguas
bajaban tranquilas, y Sila, previo el pago de tres tinajas de trigo, logró que
cruzasen el carro de Germana y los animales.
Una vez en Germania, prosiguieron el viaje a buen
ritmo, ya que no había grandes bosques en aquella región y solamente algunos
cultivos de forraje para el ganado en invierno. La tercera semana de octubre
Sila dio con la tribu marsa de Germana y se la confió, al mismo tiempo que
concluía un tratado de paz y amistad entre los marsos germanos y el Senado y el
pueblo de Roma.
Luego, cuando llegó el momento de la despedida
definitiva, lloraron muy apenados y vieron que resultaba más difícil de lo que
habían creído. Con los mellizos en brazos, Germana siguió a pie a Sila hasta
que el caballo la dejó atrás y, entre grandes lamentos, su imagen se fue
perdiendo en la distancia para siempre, y él, enceguecido por las lágrimas,
impulsaba al animal hacia el sudoeste, confiando durante varias millas en su
solo instinto.
( Relato de Colleen McCullough )
Luego Cesar en las gerras de las galias se encuentra con "Cornel", era jefe-rey de los Queruzcos, Cesar lo encontró parecido a Sila y le preguntó si tenía un hermano gemelo, este sorprendido le dijo que si tenía, pero que había muerto en una batalla contra los Suevos. Cesar le preguntó si tenía hijos varones, este le dijo que tenía 23 con 11 esposas y varios nietos. Cesar rio y pensó lo contento que hubiera estado Sila con esa estirpe que había fundado.
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