lunes, 19 de enero de 2015

GERMANA LA ESPOSA BÁRBARA DE LUCIO CORNELIO SILA MADRE DE GERMÁN Y CORNEL

 

Como todas las mujeres bárbaras, Germana era muy ordinaria. La mayoría eran altas, fuertes y físicamente armónicas, con piernas largas y buenos pechos, pelo pajizo, ojos muy azules y un rostro blanco que le hacía a uno olvidar la fealdad de sus grandes bocas y pequeñas narices rectas. Germana era mucho más baja que Sila (quien, según los cánones romanos, tenía la respetable estatura de seis pies menos tres pulgadas; Mario, con una pulgada por encima de seis pies, era muy alto) y más regordeta que sus congéneres. Aunque tenía el pelo muy espeso y largo, era de esa tonalidad indefinida, universalmente conocido como color "ratón", y tenía ojos gris oscuro que entonaban con el pelo. En lo demás, correspondía bastante al tipo germano: huesos craneales bien marcados, nariz fina y delgada como una hoja corta y recta. Tenía treinta años y no había concebido; de no haber sido su hombre el jefe, que se había negado a dejarla, Germana habría perecido.

 

Lo que destacaba en ella para haber sido elegida sucesivamente por dos hombres de categoría superior, no era evidente a primera vista. Su primer hombre la había calificado de distinta e interesante, pero sin precisar más; Sila detectó en ella una aristocracia natural, viéndola como una mujer delicada y altiva que irradiaba un gran atractivo sexual.

 

Se avinieron muy bien en todos los aspectos, pues ella era lo bastante inteligente para no exigir demasiado sexualmente, razonable para no ponerle trabas, lo bastante apasionada para darle placer en la cama, lo bastante coherente para establecer una buena comunicación y hacendosa de sobra para no darle más tarea. Germana sabía tener siempre recogidos los animales, bien marcados, bien ordeñados, debidamente emparejados y bien cuidados.

 

El carro de Germana estaba siempre perfectamente con el toldo bien tenso y arreglado o parcheado, con las maderas bien engrasadas y limpias, igual que las grandes ruedas que lubricaba con una mezcla de mantequilla y unto de buey en los ejes y los pivotes y a las que nunca faltaban radios ni segmentos de la llanta. Las cacerolas y vasijas de Germana siempre estaban limpias; las provisiones las tenía bien preservadas de la humedad y los insectos; la ropa y las esteras, siempre bien aireadas y secas; poseía unos cuchillos admirablemente afilados y nunca se dejaba nada tirado. Germana, realmente, era la antítesis de Julilla. Salvo que no tenía sangre romana.




Cuando supo que estaba encinta -cosa que advirtió en seguida-, a los dos les encantó. Y a Germana con mayor motivo. Ahora estaba en paz con la tribu a la que no pertenecía y la vergüenza de su anterior esterilidad repercutía claramente sobre el jefe muerto. Detalle que no gustó nada a las mujeres de la tribu, que tanto la odiaban. Pero no pudieron hacer nada, porque en primavera, cuando los cimbros pusieron rumbo norte hacia las tierras de los aduatucos, Sila era el nuevo jefe. Germana, como puede colegirse, había tenido una inmensa suerte.

 

Y luego, en el Sextilis, tras una gestación que soportó sin una queja, dio a luz dos mellizos, gordos, sanos y pelirrojos. Sila les llamó German y Cornel. Se había estrujado la mollera para encontrar un nombre que en cierto modo perpetuase su gens Cornelio, y que, al mismo tiempo, no sonase extraño en lengua germana. "Cornel" fue la solución.

 

Los niños eran una delicia como todos los gemelos: tan iguales, que era difícil distinguirlos, muy bien avenidos y más dedicados a crecer que a llorar. Los mellizos no eran muy frecuentes, y su nacimiento en el seno de aquella pareja extranjera se consideró un buen augurio, que a Sila le valió la jefatura del grupo de pequeñas tribus. En consecuencia, pudo asistir al gran consejo convocado por Boiorix para los tres pueblos de germanos cuando el rey de los cimbros dirimió sin sangre las fricciones entre aduatúcos y teutones.

 

Ya hacía tiempo, naturalmente, que Sila sabía que tendría que irse pronto, pero había pospuesto la marcha hasta después del gran consejo, consciente de que le preocupaba o que habría debido ser una consideración muy secundaria, es decir, qué les sucedería a Germana y a sus hijos al desaparecer él. Era muy posible que pudiese confiar en los hombres de su propia tribu, pero no en las mujeres; y era sabido que en cualquier situación interna de la tribu prevalecería la opinión de las mujeres. En cuanto él desapareciera, Germana perecería apaleada, aunque no mataran a los niños.

 








Estaban en septiembre y el tiempo apremiaba. Sin embargo, Sila adoptó una decisión que iba contra sus propios intereses y contra los de Roma. Aunque apenas tenía tiempo, antes de regresar al campamento de Mario llevaría a Germana a su propia tribu en Germania. Y eso significaba que tendría que decirle quién era. A ella, más que sorprenderla, la fascinó; miró sucesivamente a sus hijos, maravillada, como si en ese momento comprendiese realmente lo importantes que eran, cual si fuesen los hijos de un semidiós, y no se mostró apenada cuando le dijo que tendría que dejarla para siempre, pero sí manifestó gratitud cuando le aseguró que antes la conduciría hasta su tribu de los marsos en Germania, con la esperanza de que entre sus gentes estaría protegida y salvaría la vida.

 

A principios de octubre abandonaron el gigantesco enclave de los carros germanos a primeras horas de la noche, tras elegir previamente un emplazamiento para su carro y sus animales desde el cual su marcha llamase menos la atención. Al amanecer aún estaban abriéndose camino entre los carros de las tribus, pero nadie se fijó en ellos y un par de días después ya habían salido del enclave de la migración.

 

Los aduatucos estaban a unas cien millas de los marsos y el terreno que los separaba era bastante plano; pero entre la Galia Cabelluda de los belgas y Germania se hallaba el río mayor de toda Europa occidental: el Rhenus. Tendría que cruzarlo con el carro de su esposa y tenía que defender a su familia de los merodeadores. Y Sila lo hizo a su manera simple y directa: confiando en sus vínculos con la diosa Fortuna, que nunca le abandonaba.

 

Cuando llegaron al Rhenus, se encontraron las orillas llenas de gente que no prestaba atención a un carro solitario en el que viajaba un germano con dos mellizos pelirrojos en brazos de la madre. Una barcaza para transbordar carros cruzaba periódicamente el gran río a cambio de una tinaja del apreciadísimo trigo; como el verano había sido bastante seco, las aguas bajaban tranquilas, y Sila, previo el pago de tres tinajas de trigo, logró que cruzasen el carro de Germana y los animales.

 

Una vez en Germania, prosiguieron el viaje a buen ritmo, ya que no había grandes bosques en aquella región y solamente algunos cultivos de forraje para el ganado en invierno. La tercera semana de octubre Sila dio con la tribu marsa de Germana y se la confió, al mismo tiempo que concluía un tratado de paz y amistad entre los marsos germanos y el Senado y el pueblo de Roma.

 

Luego, cuando llegó el momento de la despedida definitiva, lloraron muy apenados y vieron que resultaba más difícil de lo que habían creído. Con los mellizos en brazos, Germana siguió a pie a Sila hasta que el caballo la dejó atrás y, entre grandes lamentos, su imagen se fue perdiendo en la distancia para siempre, y él, enceguecido por las lágrimas, impulsaba al animal hacia el sudoeste, confiando durante varias millas en su solo instinto.


( Relato de Colleen McCullough )





1 comentario:

  1. Luego Cesar en las gerras de las galias se encuentra con "Cornel", era jefe-rey de los Queruzcos, Cesar lo encontró parecido a Sila y le preguntó si tenía un hermano gemelo, este sorprendido le dijo que si tenía, pero que había muerto en una batalla contra los Suevos. Cesar le preguntó si tenía hijos varones, este le dijo que tenía 23 con 11 esposas y varios nietos. Cesar rio y pensó lo contento que hubiera estado Sila con esa estirpe que había fundado.

    ResponderEliminar