En
realidad existía sólo un camino seguro para ir hacia donde César se dirigía: el
camino del mando militar. Pero antes de que pudiera llegar legalmente a general
de uno de los ejércitos de Roma, tendría que ascender por lo menos a pretor, y
para asegurarse de que lo eligieran como uno de esos ocho hombres que
supervisan los tribunales y el sistema de justicia, hacía falta pasar los siguientes
seis años en la ciudad.
Solicitando el voto, haciendo propaganda electoral,
luchando por adaptarse a la caótica escena política, procurando que su persona
se mantuviese en primer plano, acumulando influencia, poder, clientes, el apoyo
de caballeros pertenecientes a la esfera del comercio, de seguidores de todas
clases. Tal como él era y únicamente por sí mismo, no como miembro de los boni
o de cualquier otro grupo, que insistían en que sus miembros pensaran todos
igual, o mejor, que no se molestasen en pensar en absoluto.
Aunque
la ambición de César iba mucho más allá de ser el líder de su propia facción;
quería convertirse en una institución llamada el Primer Hombre de Roma.
Primus inter pares, el primero entre iguales, el que reunía lo bueno de
todos los hombres. Quería convertirse en el que poseyera mayor auctoritas,
mayor dignitas; el Primer Hombre de Roma era la influencia
personificada. Cualquier cosa que dijera se escuchaba, y nadie podía derribarlo
porque no era ni rey ni dictador; sustentaba su posición en el más puro poder
personal, era lo que era por sí mismo, no a través de ningún cargo, y no tenía
un ejército a sus espaldas. El viejo Cayo Mario lo había hecho al estilo antiguo
al conquistar a los germanos, porque no poseía antepasados para decirles a los
hombres que merecía ser el Primer Hombre de Roma. Sila sí tenía antepasados,
pero no se ganó el título porque hizo de sí mismo un dictador. Simplemente era
Sila, gran aristócrata, autócrata, ganador de la impresionante corona de
hierba, general invicto. Una leyenda militar incubada en la arena política, eso
era el Primer Hombre de Roma.
Por
eso el hombre que fuera el Primer Hombre de Roma no podía pertenecer a ninguna facción;
tenía que constituir una facción él mismo, estar en primera posición en el Foro
Romano no como secuaz de nadie, sino como el más temible aliado. En la Roma de aquel
tiempo ser un patricio lo hacía más fácil, y César lo era. Sus remotos
antepasados habían sido miembros del Senado cuando éste no consistía más que en
un simple centenar de hombres que aconsejaban al rey de Roma. Antes de que Roma
existiera siquiera, sus antepasados habían sido reyes a su vez de Alba Longa,
en el monte Albano. Y antes de eso su treinta y nueve veces bisabuela había
sido la propia diosa Venus; ella era la madre de Eneas, rey de Dardania, el que
había navegado hasta la Italia latina y había fundado un nuevo reino en lo que
un día sería la sede del dominio de Roma. El hecho de provenir de tan brillante
árbol genealógico predisponía a la gente a considerar que un hombre debía ser
líder de su facción; a los romanos les gustaban los hombres con antepasados
ilustres, y cuanto más augustos fueran esos antepasados, más posibilidades
tenía un hombre de crear su propia facción.
Así
era como César comprendía que tenía que obrar desde entonces hasta el momento de
ostentar el cargo de cónsul, para el que todavía le quedaban nueve años. Tenía
que predisponer a los hombres a considerarlo digno de convertirse en el Primer
Hombre de Roma. Lo cual no significaba conciliar a sus iguales, sino dominar a
aquellos que no eran sus iguales. Sus iguales lo temerían y lo odiarían, como
ocurría con todos los que aspiraban a ser el Primer Hombre de Roma. Sus iguales
lucharían contra su ambición con uñas y dientes, sin detenerse ante nada con
tal de hacerlo caer antes de que fuera demasiado poderoso. Por eso odiaron a
Pompeyo el Grande, que se imaginaba a sí mismo el actual Primer Hombre de Roma.
Bueno, no duraría. Ese título le pertenecía a César y nada, animado o
inanimado, le impediría obtenerlo. Y lo sabía porque se conocía a sí mismo.
( C. McC. )
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