-No
lloro por Roma -dijo ella, levantando la cabeza, y ahora sí las lágrimas
rodaron por sus mejillas-. Lloro por ti -añadió con voz ronca, sonándose otra
vez.
El se
levantó, le dio el pañuelo y permaneció detrás de su silla, apretándole un
hombro. Mejor
no verle la cara.
-Te
querré siempre por eso que has dicho -dijo él, poniéndole la otra mano en los
ojos para empaparla en lágrimas, que luego lamió-. Es la Fortuna -añadió-. He
tenido el peor consulado posible; del mismo modo que he tenido la peor vida
posible. Pero no soy de los que se rinden ni de los que se amilanan ante las
dificultades. Hay mucho que ganar, pero la raza no acabará hasta que yo muera.
-Le dio otro apretón en el hombro-. He absorbido tus lágrimas. En cierta
ocasión arrojé un monóculo de esmeralda a una cloaca porque para mí no tenía
valor; pero nunca perderé tus lágrimas.
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