lunes, 19 de enero de 2015

REPROCHES DE JULIA LA MENOR DE LOS CÉSARES ( JULILLA), A SU ESPOSO LUCIO CORNELIO SILA, POR SU CONDICIÓN DE HOMOSEXUAL:


-Si vamos a ser tan explícitos, ¿quieres hacer el favor de cerrar la puerta? -dijo él.

-¿Por qué? ¿Para que los utilísimos sirvientes no lo oigan? ¡Qué asqueroso hipócrita eres, Sila! ¿Y de quién es la vergüenza, tuya o mía? ¿Por qué nunca es tuya? ¡Tu fama amatoria está lo bastante difundida en la ciudad para que esa lamentable carencia conmigo sea calificada de impotencia! ¡Sólo soy yo a quien no quieres! ¡A tu esposa! ¡Ni siquiera se me ha ocurrido mirar a otro hombre! ¿Y, en cambio, qué es lo que gano? ¡Te pasas dos años lejos y ni siquiera se te levanta cuando me convierto en irrumator! -
 

Lo había escupido con sus grandes ojos amarillos y hundidos bañados en lágrimas-. ¿Qué he hecho yo? ¿Por qué no me quieres? ¿Por qué no me deseas? ¡Oh, Sila, mírame con ojos amorosos, tócame con manos amorosas y no volveré a necesitar un trago de vino en mi vida! ¿Cómo voy a poder amarte como te amo si no recibo a cambio ni una chispa de amor?

 

-Quizá eso sea parte del problema -dijo él con distanciamiento clínico-. No me gusta que me amen con exceso. No está bien. En realidad, es insano.

-¡Pues dime qué debo hacer para dejar de amarte! -replicó ella llorando-. ¡Yo no lo sé. ¿Tú crees que puedo? ¡Dímelo, y en menos de lo que tarda una chispa en prender en la yesca dejaré de amarte! ¡Ojalá pudiera! ¡Ansío dejar de amarte! Pero no puedo. Te quiero más que a mí misma.

Sila lanzó un suspiro.

-Tal vez la solución esté en que seas mayor de una vez. Pareces una adolescente. Sigues teniendo dieciséis años física y mentalmente. Pero ya no los tienes, Julilla. Tienes veinticuatro años. Eres madre de una hija de cinco y de un niño de cuatro.

 

-Quizá a los dieciséis años fue la última vez en que fui feliz -replicó ella, restregándose las mojadas mejillas con la palma de la mano.

-Si no has sido feliz desde los dieciséis años, difícilmente me lo puedes reprochar a
mí-dijo Sila.

-Tú nunca tienes la culpa de nada, ¿verdad?

-Eso es una verdad como un templo -replicó él con ínfulas de superioridad.

 

-¿Y con otras mujeres?

-¿Qué pasa con otras mujeres?

-Es muy posible que uno de los motivos para que no hayas mostrado ningún interés por mí desde que has vuelto sea que tienes una mujer escondida en la Galia...

-No es una mujer -replicó él sin alterar la voz-, es mi esposa. Y no está en la Galia, sino en Germania.

-¿Una esposa? -dijo ella, boquiabierta.

-Sí, eso es; con arreglo a las costumbres germanas. Y con unos mellizos de unos cuatro meses -añadió cerrando los ojos para que ella no advirtiese su pena-. Los echo mucho de menos. ¿No es curioso? Julilla consiguió cerrar la boca y tragar saliva convulsivamente.

 

-¿Tan hermosa es? -inquirió en un susurro.

-¿Hermosa? -repitió Sila, abriendo los ojos, sorprendido-. ¿Germana? ¡No, en absoluto! Es regordeta y tiene treinta años. No es ni mucho menos tan hermosa como tú. Ni siquiera tan rubia, y ni siquiera es la hija de un jefe, y menos de un rey. Es una simple bárbara.

 

-¿Por qué has hecho eso?

-No sé -respondió Sila, meneando la cabeza-. Supongo que porque me gustaba
mucho.

-¿Y qué tiene ella que no tenga yo?

-Un buen par de pechos -contestó Sila, encogiéndose de hombros-; aunque a mí no me enloquecen los pechos, así que no debe ser eso. Era muy trabajadora y nunca se quejaba; nunca esperaba nada de mi... No, no es eso; mejor digamos que nunca esperaba que fuese quien no soy -añadió, sonriendo complacido-. Sí, creo que debe de ser eso. Ella era muy suya y nunca me abrumaba con su persona. Tú eres un preso encadenado a mi cuello, y Germana era como dos cordeles atados a mis pies.

Sin decir palabra, Julilla le dio la espalda y salió del despacho. Sila se levantó, fue
hasta la puerta y la cerró.


( C. McC. )

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