-Si vamos a ser tan explícitos,
¿quieres hacer el favor de cerrar la puerta? -dijo él.
-¿Por qué? ¿Para que los
utilísimos sirvientes no lo oigan? ¡Qué asqueroso hipócrita eres, Sila! ¿Y de quién es la vergüenza, tuya
o mía? ¿Por qué nunca es tuya? ¡Tu fama amatoria está lo bastante
difundida en la ciudad para que esa lamentable carencia conmigo sea calificada
de impotencia! ¡Sólo soy yo a quien no quieres! ¡A tu esposa! ¡Ni siquiera se
me ha ocurrido mirar a otro hombre! ¿Y, en cambio, qué es lo que gano? ¡Te
pasas dos años lejos y ni siquiera se te levanta cuando me convierto en
irrumator! -
Lo había escupido con sus grandes
ojos amarillos y hundidos bañados en lágrimas-. ¿Qué he hecho yo? ¿Por qué no
me quieres? ¿Por qué no me deseas? ¡Oh, Sila, mírame con ojos amorosos, tócame
con manos amorosas y no volveré a necesitar un trago de vino en mi vida! ¿Cómo
voy a poder amarte como te amo si no recibo a cambio ni una chispa de amor?
-Quizá eso sea parte del
problema -dijo él con distanciamiento clínico-. No me gusta que me amen con
exceso. No está bien. En realidad, es insano.
-¡Pues dime qué debo hacer para
dejar de amarte! -replicó ella llorando-. ¡Yo no lo sé. ¿Tú crees que puedo? ¡Dímelo, y en menos
de lo que tarda una chispa en prender en la yesca dejaré de amarte! ¡Ojalá
pudiera! ¡Ansío dejar de amarte! Pero no puedo. Te quiero más que a mí misma.
Sila lanzó un suspiro.
-Tal vez la solución esté en que
seas mayor de una vez. Pareces una adolescente. Sigues teniendo dieciséis años física
y mentalmente. Pero ya no los tienes, Julilla. Tienes veinticuatro años. Eres
madre de una hija de cinco y de un niño de cuatro.
-Quizá a los dieciséis años fue
la última vez en que fui feliz -replicó ella, restregándose las mojadas
mejillas con la palma de la mano.
-Si no has sido feliz desde los
dieciséis años, difícilmente me lo puedes reprochar a
mí-dijo Sila.
-Tú nunca tienes la culpa de nada,
¿verdad?
-Eso es una verdad como un
templo -replicó él con ínfulas de superioridad.
-¿Y con otras mujeres?
-¿Qué pasa con otras mujeres?
-Es muy posible que uno de los
motivos para que no hayas mostrado ningún interés por mí desde que has vuelto sea
que tienes una mujer escondida en la Galia...
-No es una mujer -replicó él sin
alterar la voz-, es mi esposa. Y no está en la Galia, sino en Germania.
-¿Una esposa? -dijo ella,
boquiabierta.
-Sí, eso es; con arreglo a las
costumbres germanas. Y con unos mellizos de unos cuatro meses -añadió cerrando
los ojos para que ella no advirtiese su pena-. Los echo mucho de menos. ¿No es
curioso? Julilla consiguió cerrar la boca y tragar saliva convulsivamente.
-¿Tan hermosa es? -inquirió en
un susurro.
-¿Hermosa? -repitió Sila,
abriendo los ojos, sorprendido-. ¿Germana? ¡No, en absoluto! Es regordeta y
tiene treinta años. No es ni mucho menos tan hermosa como tú. Ni siquiera tan
rubia, y ni siquiera es la hija de un jefe, y menos de un rey. Es una simple
bárbara.
-¿Por qué has hecho eso?
-No sé -respondió Sila, meneando
la cabeza-. Supongo que porque me gustaba
mucho.
-¿Y qué tiene ella que no tenga
yo?
-Un buen par de pechos -contestó
Sila, encogiéndose de hombros-; aunque a mí no me enloquecen los pechos, así
que no debe ser eso. Era muy trabajadora y nunca se quejaba; nunca esperaba nada de mi... No,
no es eso; mejor digamos que nunca esperaba que fuese quien no soy -añadió,
sonriendo complacido-. Sí, creo que debe de ser eso. Ella era muy suya y nunca
me abrumaba con su persona. Tú eres un preso encadenado a mi cuello, y Germana era
como dos cordeles atados a mis pies.
Sin decir palabra, Julilla le
dio la espalda y salió del despacho. Sila se levantó, fue
hasta
la puerta y la cerró.
( C.
McC. )
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